Para alcanzar el poder (incluso en la Iglesia) no se puede ir por libre. Si un curial decidiera mantenerse aislado, cortaría el cordón umbilical que le une a los demás y quedaría fuera de juego
La Iglesia no es un macropartido político ni una multinacional, como sostienen algunos, pero sí una institución humano-divina o divino-humana y, como tal, está sometida a las consiguientes luchas por el poder, que se tornan encarnizadas cuando un pontificado va llegando a su final.
Es entonces cuando los distintos ‘partidos’ o ‘cordadas’ eclesiales se disputan la preeminencia y utilizan todos los medios a su alcance para imponer sus tesis. Eso sí, siempre ‘ad maiorem gloriam Dei’.
Desde el momento en que el Pontífice reinante da muestras de la más mínima debilidad, comienzan lo que en lenguaje eclesiástico suele denominarse «las santas hostilidades»: los ‘partidos’ se organizan, pululan los «grandes electores», cada sector ocupa posiciones y comienzan a barajarse los nombres y los perfiles de los eventuales papables.
Sin propaganda ni carteles, siempre callada y sigilosamente, con prudencia y delicadeza, ‘sotto voce’, los principales candidatos afilan sus armas y se lanzan a una campaña sutil, pero intensa, en busca del poder-servicio.
Tan intensa que, en este final de pontificado del Papa Ratzinger, el ‘Vatileaks’ (sucesión de escándalos y filtraciones, y hasta detenciones) ocupa las portadas de los medios de todo el mundo.
Y es que ya San Bernardo de Claraval (1090-1153) adoctrinaba así a su discípulo cisterciense, convertido en pontífice con el nombre de Eugenio III, respecto a la Curia: «Son muy hábiles cuando obran el mal e incapaces de hacer el bien.
Se les odia en el cielo y en la tierra, pero han extendido las manos hacia ambas cosas; son impíos con Dios y desvergonzados con las cosas santas; turbulentos entre sí, envidiosos de los que tienen al lado, sin compasión con los demás; nadie consigue amar a estos que no aman a nadie y, mientras presumen de ser temidos por todos, es inevitable que ellos mismos tengan miedo». Y lo dice un santo tan santo como San Bernardo.
Diplomáticos vs Bertonianos
Y las cosas parecen haber empeorado desde entonces. No es de extrañar que, en Roma, se suela decir que la Curia está dividida en dos mitades: los que tienen en sus manos las palancas del poder y los que esperan ansiosamente el cambio de turno. Algo que, como dicen los miembros de ambas mitades, tiene incluso su lógica evangélica y su mística primigenia, porque ya los doce se disputaban la preeminencia en el Reino y la colocación a la derecha o a la izquierda de Jesús.
Las cordadas, clanes o partidos colocan a sus peones y establecen sus respectivas estrategias. En estos momentos, en la Curia romana hay dos grandes partidos: el de los diplomáticos, al que algunos llaman también ‘la vieja guardia’, y el de los ‘Bertonianos’. El primero está formado por cardenales curiales procedentes de la carrera diplomática. Con dos capitanes: el anterior Secretario de Estado, Angelo Sodano, y el prefecto emérito de obispos, Giovanni Battista Re. Los dos dominaron la Curia durante el largo pontificado de Juan Pablo II y consideran que los suyos deben seguir haciéndolo, por el mayor bien de la Iglesia.
De hecho, la lucha encarnizada contra el jefe de filas del otro partido, el cardenal Secretario de Estado, Tarcisio Bertone, comenzó ya antes de que éste fuese designado oficialmente por el Papa para tan delicado puesto. Aducían y aducen que Bertone, un salesiano sin experiencia diplomática, no era el candidato idóneo para llevar las riendas de la sala de máquinas de la Iglesia.
Y más teniendo en cuenta que, dado que Benedicto XVI es un Papa teólogo y escritor, su Secretario de Estado tiene que suplirlo en las labores de gobierno de la Iglesia. Y, según ellos, el hombre capaz de hacerlo era el cardenal Re, pero no el pastoralista Bertone.
Pero el Papa se decidió por el salesiano y, desde entonces, saltaron las hostilidades. Para protegerse, el nuevo Secretario de Estado comenzó a laminar a los miembros de la cordada de los diplomáticos y a colocar a los suyos en los puestos de máximo relieve. Entre los miembros del partido bertoniano destacan los cardenales Versaldi, Bertello o Veglió. Entre los diplomáticos, además de los dos jefes de fila, figuran, por ejemplo, los cardenales Nicora, Viganó, Sandri o Tauran.
El partido de los pastoralistas
Desprestigiados por la herencia que le dejaron al Papa Ratzinger, especialmente en el caso del pederasta Marcial Maciel, fundador repudiado de los Legionarios de Cristo, los diplomáticos se crecieron a expensas de los errores de gestión cometidos por Bertone. De ahí que consiguiesen aglutinar, al menos temporalmente, a otros cardenales del partido de los ‘pastoralistas’. Es decir, cardenales italianos que no pasaron por la Curia romana, como Ruini, Tettamanzi, Bagnasco o el propio Scola, actual arzobispo de Milán.
Partidos italianos y para italianos, que son los que siempre han dirigido y mandado en la Curia. Y las típicas intrigas italianas en el fondo y en la forma. No hay entre ambos partidos grandes diferencias teológico-eclesiológicas, sino sólo de gestión del poder, del dinero y, especialmente, de la estrecha relación que el Vaticano siguen manteniendo con la economía y con la política italiana.
El Papa, al menos hasta el próximo mes de diciembre en que Bertone cumpla los 80 años, no quiere prescindir de su fiel amigo y leal colaborador desde hace varias décadas. A no ser que su secretario personal, monseñor Georg Gaenswein, que gana cada vez más terreno y se ha convertido en el asesor aúlico del Papa, lo convenza para que deje caer a Bertone. No parece lo más probables, pues ambos están unidos por la misma desgracia: No poner coto a la cadena de filtraciones y de robo de documentos de las propias estancias papales.
El partido de los extranjeros
Ajenos a luchas e intrigas, los cardenales extranjeros. Los que no son de la Curia ni de Italia. La gran mayoría silenciosa, que asiste atónita a estas ‘italianadas’. Indignados por la mala imagen que transmiten de toda la Iglesia, en la era de la comunicación global, algunos comienzan a unir fuerzas para crear otra cordada que ponga coto a los desmanes de los italianos.
En el partido de los extranjeros fulgen con luz propia el cardenal Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, el cardenal Odilo Pedro Scherer, arzobispo de Sao Paulo o Christoph Schönborn, arzobispo de Viena. Este equipo podría proponer a alguno de sus miembros o apostar por algún curial extranjero, como el africano Peter Turkson o al canadiense, Marc Ouellet.
Otros dos papables de garantías que, al menos por ahora, no han tomado partido públicamente por ningún bando, son los cardenales Ravasi y Piacenza. Ambos consideran que no ha llegado el momento de mover ficha, aunque el segundo podría tener muchas posibilidades de suceder a Bertone, si, finalmente, el Papa decide aceptarle la renuncia.
Subclanes y camarillas
Dentro de cada gran ‘familia’, hay diversos subclanes, corrientes, camarillas y lobbys. Por ejemplo, el clan cercano al Opus Dei. O el de los vinculados a Comunión y Liberación. O los relacionados con los Caballeros de Colón. O la cofradía curial(a la que también se le llama ‘masónica’, no porque sus miembros pertenezcan a la francmasonería, sino porque se trata de una estructura y de una gestión del poder que reclama la articulación y los métodos de la masonería), de la que forman parte toda una serie de cardenales, obispos, prelados y seglares, que luchan contra las aspiraciones hegemónicas del Opus Dei.
Y es que, para alcanzar el poder (incluso en la Iglesia) no se puede ir por libre. Si un curial decidiera mantenerse aislado, cortaría el cordón umbilical que le une a los demás y quedaría fuera de juego. Hay que luchar en red. Y la red arrincona a los no asociados y les deja fuera de combate.
Los curiales tienen que elegir familia adoptiva y jefe, al que prestan máxima atención y tributan un homenaje incondicional. De palabra y de obra tienen que dar muestras de máxima fidelidad al clan. Todos para uno y uno para todos. De ahí que los dignatario de la Curia pertenecientes a los dos clanes vayan subiendo en racimos, como las cerezas, en un hábil juego de contrapesos, para repartir el poder y mantener el equilibrio entre las dos grandes corrientes y los personajes de los dos clanes contrarios.