Pero existen también sorderas, insensibilidades, voluntades obstinadas de no entender
(Giovani Maria Vian, en L’Osservatore).-Ha pasado medio siglo desde el comienzo del Concilio Vaticano II -la mayor asamblea de obispos jamás celebrada en la historia-, que se abrió el 11 de octubre de 1962 y señaló un momento importante en el desarrollo ininterrumpido de la tradición católica, por su naturaleza abierta al futuro.
Manifiesta y generalmente comprendida fue entonces la voluntad de renovación de la Iglesia, así como, coherentes con esta voluntad, en el catolicismo mundial lo fueron en conjunto las décadas transcurridas desde entonces. A pesar de las contradicciones, las carencias y las limitaciones inevitables en toda realidad humana, y a pesar de tenaces estereotipos que han buscado y buscan continuamente difundir visiones contrarias pero no respetuosas de la realidad.
Para sostener esta renovación siempre necesaria (Ecclesia semper reformanda), Benedicto XVI -que participó en el concilio y contribuyó como joven teólogo- ha asignado al Sínodo de los obispos, expresión concreta y creciente de la colegialidad episcopal sancionada por el Vaticano II, el tema decisivo de la nueva evangelización y al mismo tiempo ha querido un Año de la fe, como a los pocos meses de la conclusión de los trabajos conciliares hizo Pablo VI, que guió y clausuró el Vaticano II. La necesidad de testimoniar y anunciar el Evangelio, el significado de la fe para la vida de cada ser humano: el Papa sigue llamando a lo esencial, y ciertamente con la intención de dirigirse no sólo a los fieles católicos.
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