El Vaticano II fue y es una gracia extraordinaria. Así como son un punto firme sus documentos
(Giovanni María Vian, en L’Osservatore Romano).- Desde que Benedicto XVI anunció el Año de la fe se comprendió que el quincuagésimo aniversario del inicio del Vaticano II no sería una simple celebración.
Los signos de la liturgia y sobre todo las palabras del Papa lo han confirmado: el recuerdo de aquel día inolvidable no es nostalgia, sino memoria viva y necesaria para el camino de los cristianos en el mundo de hoy. Un recorrido difícil -¿cuándo ha sido fácil?- que el obispo de Roma, como hizo en la homilía de la misa inaugural del pontificado, ha comparado con un itinerario en el desierto.
En estas décadas ha avanzado una desertificación espiritual, ha recordado el Papa: «Si ya en tiempos del concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor». Una observación que podría sonar pesimista, igual que de pesimista se tachó al cardenal Joseph Ratzinger durante décadas, como si fuera uno de los profetas de desventuras de los que precisamente hace cincuenta años, abriendo el Vaticano II, disintió «resueltamente» y con plena razón Juan XXIII.
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