Una limpieza de la sala de máquinas de la Iglesia que reclama toda la catolicidad
(José Manuel Vidal).- Sin duda alguna el próximo Papa tendrá que ser joven (a los usos vaticanos), gozar de buena salud y estar decidido a gobernar la Curia. Con ser importantes estas tres condiciones, hay otra que todavía lo es más y que barajan como prioritaria la inmensa mayoría de los cardenales: la limpieza. El sucesor de Benedicto XVI tiene que ser un Papa limpio en su actividad pastoral, sin el más mínimo asomo de connivencia o encubrimiento de la pederastia, y estar decidido a concluir la limpieza iniciada por el Papa Ratzinger.
Benedicto XVI pasará a la historia como el Papa que renunció y como el «barrendero de Dios». De hecho, dedicó gran parte de su pontificado y de sus escasas energías a limpiar la Iglesia de las manzanas podridas del clero pederasta. Sabía que la credibilidad de la Iglesia dependía de su escoba. Y la utilizó a fondo. A pesar de las reticencias de la ‘vieja guardia curial’.
«Le felicito por no haber denunciado a un sacerdote [pederasta] a las autoridades civiles. Ha actuado usted bien». Eso escribía en 2001 el cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos, entonces prefecto de la Congregación del Clero, en una carta dirigida al obispo de la diócesis francesa de Bayeux-Lysieux, monseñor Pican, en la que le felicitaba por haberse negado a entregar a los tribunales civiles a un cura acusado de abusos sexuales a menores, que había sido condenado por ello a tres meses de cárcel.
«Me alegro de tener un hermano en el episcopado que, a los ojos de la historia y de todos los otros obispos del mundo, ha preferido la prisión antes que denunciar a un sacerdote de su diócesis», se lee en otro pasaje de la carta. Y para justificarse, el cardenal colombiano, se cubría las espaldas y disparaba por elevación: «Tras consultar al Papa [Juan Pablo II] escribí una carta al obispo felicitándolo como un modelo de padre que no entrega a sus hijos».
Era el 17 de abril de 2010 y Benedicto XVI estaba en plena cruzada antipederastia. Pocos días antes, el jefe de filas de la ‘vieja guardia curial’ y ex Secretario de Estado, Angelo Sodano se había atrevido a más. Al comienzo de la misa de domingo de Resurrección, la más solemne del año litúrgico, se levantó para decir, ante el propio Papa, que la Iglesia no se dejaría intimidar por lo que llamó «chismorreos» sobre los abusos sexuales contra niños por parte de sacerdotes. «Santo Padre, el pueblo de Dios está con usted y no se dejará influenciar por los chismorreos del momento, por los juicios que a veces asedian a la comunidad de los creyentes», sentenció el protector de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y ejemplo de todas las inmundicias eclesiásticas.
A pesar de éstos y de otros palos en las ruedas papales, Ratzinger conseguía lavar la imagen de la Iglesia, a costa de imponer la tolerancia cero ante los abusos y la colaboración con las autoridades civiles, desterrando la otrora extendida estrategia del encubrimiento. Pagando un alto precio en credibilidad social y en dinero. Muchísimo dinero.
La hemorragia financiera de los abusos del clero
Los casos de abusos sexuales a menores han costado ya a la Iglesia católica a nivel internacional más de 4.000 millones de dólares, según los estadounidenses Michael Bemi y Patricia Neal en el simposio organizado por el Vaticano en le Universidad Gregoriana de Roma, en el mes de febrero de 2012, para afrontar los escándalos de clérigos pederastas.
Con dinero, echando a muchos obispos (unos 77) renuentes o encubridores y convirtiéndose en chivo expiatorio de los crímenes de sus clérigos y pidiendo humildemente perdón por ellos, el Papa consiguió frenar la sangría de los abusos. Y ya puesto, quiso hacer lo mismo con el IOR, el banco vaticano, causa de casi todos los males de la Santa Sede, y con la Curia.
No pudo «por falta de fuerzas físicas y espirituales», como él mismo confesó en el acto de su renuncia. O no lo dejó esa maquinaria omnímoda de poder que es la Curia romana. O parte de ella, porque en la viña del Señor hay de todo: «lobos y jabalíes», como dice el Papa, y santos y honrados servidores de la Iglesia.
Sin fuerzas para plantar cara a los «lobos», Benedicto XVI sabe que sólo puede vencerlos con un gesto revolucionario. Y presenta la renuncia. Con ella, el Papa les deja en evidencia y pone a los marrulleros jefes de las cordadas romanas a los pies de los 115 cardenales electores. Son ellos, con sus votos, los que podrán terminar la labor de limpieza del Papa Ratzinger, su gran legado. La piedra maestra
La limpieza será, pues, la variable decisiva en el próximo cónclave. Limpieza sentida, vivida y ejercida. El próximo Papa tiene que estar limpio de polvo y paja. Un absoluto Don Limpio. Los cardenales tendrán que mirar con lupa su pasado. Sobre todo, en el caso de los papables no curiales y que están al frente de grandes diócesis. La Iglesia no puede permitirse que la más mínima sombra de connivencia o encubrimiento roce al nuevo Papa. El Vaticano no podría soportar que algún medio encontrase en el pasado del recién elegido Papa algún caso de encubrimiento de pederastas. Una ONG antipederastia acaba de dar su veredicto: los dos únicos papables cuya limpieza total le consta son Tagle y Schonborn.
El nuevo papa no solo tendrá que ser un Papa limpio sino, además, con ganas de seguir limpiando. Elegido ya mayor, Benedicto XVI quiso centrarse en «lo esencial», en demostrar que la propuesta cristiana puede dar sentido al hombre de hoy, pero no pudo. Le reclamaron asignaturas pendientes del anterior pontificado. Especialmente, la de la limpieza de las manzanas podridas del clero pederasta. Consciente de que, en ella, la Iglesia se juega su credibilidad social, impuso la tolerancia cero frente al encubrimiento anterior.
Quiso hacer lo mismo con el IOR, banco vaticano, pero la Curia no lo dejó. Y, para que el aparato curial no siga gobernando la Iglesia en la sombra, renunció al máximo poder . Con su gesto profético y revolucionario puso tarea a los cardenales y marcó la hoja de ruta del Sucesor: más limpieza en el banco vaticano y en el aparato curial.
Una limpieza de la sala de máquinas de la Iglesia que reclama toda la catolicidad. Desde los fieles (avergonzados por el espectáculo que viene de Roma) hasta los expertos y los propios jerarcas.
«Toda la estructura tiene que ser reevaluada. La Curia romana no existe para sí misma, sino que existe por y para la Iglesia, y en concreto para poner en práctica el ministerio del Obispo de Roma como pastor universal de la Iglesia. Así, si la Curia no está impregnada de una nueva actitud, hasta los cambios estructurales mejor diseñados serán inútiles. El Vaticano tiene que querer una Iglesia que mire hacia afuera. La Curia no puede estar dominada por arribistas. En algunos casos es inevitable, pero cuando el arribismo alcanza una masa crítica, se convierte en un problema grave», explica el teólogo americano y biógrafo de los dos últimos Papas, George Weigel.
El influyente cardenal Kasper, prefecto emérito para la Unidad de los Cristianos, dice tajante: «Hay que reformar la Curia romana». ¿Se dejará cambiar la Curia? «Los Papas pasan y la Curia permanece», suelen decir en el Vaticano. La escoba está preparada. Sólo falta el nuevo barrendero con fuerza y empuje para empuñarla y limpiar el templo de Dios de los mercaderes. Como Jesús en el templo de Jerusalén.