Volver a ilusionar a la gente, con un catolicismo alegre, esperanzador, que dé sentido a la vida y resuelva los problemas morales, familiares y sexuales
«No haga demasiado caso a las quinielas de los papables. Una cosa es lo que los cardenales decimos, otra lo que pensamos y otra lo que queremos. Busque entre los ‘outsiders’. Hay uno único, que encaja a la perfección en el traje que necesita urgentemente la Iglesia».
El que así habla, con una mezcla de consejo paternal e invitación a la investigación, es un cardenal no elector con muchas horas de vuelo y de experiencia curial.
«Busque un poco y verá cómo el próximo Papa está cantado».
Y el purpurado me sonríe con un guiño de complicidad, mientras apura su café.
En la mesa de al lado, en el restaurante ‘Due mori’, ajeno a nuestra conversación, el cardenal de Berlín, Rainer Maria Woelki, que almorzaba con un acompañante, saludó cortes y respetuosamente al anciano purpurado.
Tras la comida, lo acompañé bajó la lluvia hasta su casa, muy cerca del Vaticano, pero no volvió a mencionar el tema del próximo Papa.
En las escaleras de su casa, cuando ya nos habíamos despedido, se dio la vuelta y añadió:
«Piense sólo en el mayor bien de la Iglesia y en lo que buscaba el Papa con su renuncia. Esa es la clave«.
Quise replicar que sus indicaciones eran muy genéricas, pero el purpurado, sabio y anciano, ya se había ido.
¿Qué buscó Benedicto XVI?
El Papa emérito, siguiendo la estela de los Santos Padres, tiene muy claro que el poder es la gran tentación de la Iglesia. Más que el sexo o el dinero.
Porque el diablo anida en el poder. Y si algo ha manchado el rostro de la Iglesia universal en estos últimos años ha sido el carrerismo y la búsqueda desenfrenada del poder por parte de algunos curiales. Quizás por eso, eligió, para despedirse, el día en el que Evangelio rezaba así:
«El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor».
Lo que sí queda claro en su gesto, desde ya mismo, es la lección de desapego, de humildad y de reconocimiento de sus límites que ofrece el Papa a la Iglesia y al mundo.
No se aferra al cargo, decide dejar paso. Y marca un precedente para todos los eclesiásticos. Sobre todo para los que, llegados los 75 años, se resisten a presentar su renuncia o la aceptan a regañadientes.
El Papa les marca el camino del «he venido a servir, no a ser servido» o del cargo eclesiástico entendido en clave no de poder sino de servicio. Siempre ad maiorem Dei gloriam.
En ese cuadro se enmarca su renuncia y una sucesión pilotada en la distancia en busca del Sucesor con fuerzas y agallas para poner coto a los «lobos» curiales. Que son sólo algunos, pero poderosos y regidos por el principio de que el fin de la conquista del poder justifica los medios. Incluso los más perversos y diabólicos. Los más opuestos al Evangelio que encarna el Vicario de Cristo.
Una reforma tranquila
Con este fondo, hay que buscar al próximo Papa. Está claro, por lo que dice la inmensa mayoría de los cardenales que hablan (otros, los jefes de cordada guardan silencio o hablan a través de sus periodistas de cámara), que el precónclave quiere una «reforma tranquila» de la Iglesia. Que no una revolución. En la Iglesia nunca hay saltos.
Acosada externamente por la secularización galopante, que está convirtiendo a los países occidentales en un erial religioso, la Iglesia católica tiene que hacer frente, por primera vez en su historia, a un enemigo mortal pero silencioso: la indiferencia religiosa. Los creyentes que se van sin mirar atrás y sin dar un portazo. No encuentran en ella el agua que sacie su sed de una espiritualidad alegre, confiada, esperanzadora y que planifique la vida.
A eso hay que sumar la continua pérdida de autoridad moral y, por consiguiente, de influencia social, base del poder de la Iglesia católica. Los cardenales ven una institución que ha tocado fondo, que se arrastra por los telediarios y las portadas de los medios de todo el mundo enfangada, entre cuervos, intrigas, Vatileaks, conspiraciones, sexo, corrupción y escándalos financieros.
Como causante de esa mala imagen pública, el prestigio de la Curia romana (antaño casi omnipotente) está por los suelos y los cardenales la señalan con el dedo acusador. La Curia se defiende contraatacando y acusando a los cardenales de las diversas diócesis del mundo de no haberse quedado atrás a la hora de ensuciar el rostro de la Iglesia con la lacra estigmatizadora de las manzanas podridas del clero pederasta. Reproches de ida y vuelta. Con una diferencia: La Curia no hizo limpieza y los cardenales pastoralistas, sí.
El caso es que la Curia ha perdido la partida. Desacreditada ante los ojos del mundo, no tiene poder para exigir. Además, está dividida. Y, aunque quiera unirse para evitar su descalabro, se le va a ver la jugada y las intenciones. La dinámica del poder vaticano está condenada a ir despareciendo.
Y con ella la dinámica del carrerismo y del miedo que reina en la Iglesia y que paraliza a sus mejores cerebros y sus mejores iniciativas. La Iglesia no puede seguir perdiendo capital intelectual, moral y social. No puede seguir laminando a sus mejores teólogos, a los únicos que pueden dialogar con el mundo moderno. Ni puede seguir premiando la mediocridad a la hora de nombrar obispos.
Ni puede seguir marginando a la mitad del cielo en su seno ni olvidar, como hasta ahora, la colegialidad, es decir la democracia interna. Porque esta dinámica, a la corta eficiente y segura, a medio y largo plazo se le vuelve en contra, la hace desconectar de la sociedad y la vuelve irrelevante. Sin fuerza para anunciar la Buena Noticia del Evangelio, que es su única razón de ser.
Que la Iglesia recobre la autoridad moral y el prestigio mundial perdido es, pues, la máxima prioridad de los cardenales. Y eso pasa por un relanzamiento y un «aggiornamento» controlado de la institución. Volver a ilusionar a la gente, con un catolicismo alegre, esperanzador, que dé sentido a la vida y resuelva los problemas morales, familiares y sexuales.
Tres papables, que se quedan en dos
La ineludible dinámica reformista puede ser radical o moderada. Si los cardenales optasen por una reforma radical, el papable mejor situado sería el filipino Luis Tagle, de 55 años. Un Wojtyla asiático y con raíces chinas. Una nueva revolución en la Iglesia, con lo que eso supondría de riesgo y de pasarse de frenada.
Lo más probable es que el Cónclave opte por un reformista moderado, tranquilo y sólido. Un cambio controlado. Y para esa encomienda, los dos únicos papables de garantías parecen ser Schonborn y Scola.
Los dos europeos, porque la reforma tiene que empezar por la Europa cristiana, que evangelizó el mundo y, ahora, le da la espalda a la fe. Un Papa europeo, porque el futuro de la Iglesia se juega en la recristianización europea, el continente culturalmente referencial. Un Papa para intentar el triunfo allí donde fracasó por completo Benedicto XVI.
Y, entre los europeos, Schonborn parece el candidato ideal, sino el único. Lo tiene todo. Joven (68 años) para lo que se estila en la Sede de Pedro. Goza de buena salud. Tiene excelentes dotes de gobierno. Es experto en gestionar conflictos. Dispone de elegancia y simpatía innatas, no en vano es no sólo un príncipe de la Iglesia, sino que proviene de familia aristocrática.
Redactor principal del Catecismo, no es sospechoso de izquierdismo, pero, al mismo tiempo, en su archidiócesis de Viena ha tenido que estar muy atento a las demandas pastorales de los fieles de un país sumamente secularizado.
Hizo frente antes que nadie a la lacra de la pederastia, marginando nada menos que a su antecesor, el cardenal Groer, cuando en la Iglesia la estrategia mayoritaria todavía consistía en el encubrimiento o, como reconoce el cardenal Mahony, en «considerar a los pederastas sólo como pecadores», capaces de rehabilitarse.
Con dotes de gobierno, íntimo amigo de Benedicto XVI, fue el único cardenal que se le plantó al todopoderoso cardenal Sodano y hasta le acusó públicamente de haber defendido al fundador de los Legionarios, Marcial Maciel. Otros muchos lo decían, pero sólo él se atrevió a ponerle el cascabel al gato.
Campeón de la seducción y de la simpatía, por donde pasa atrae a la gente sin hacer esfuerzos y sin ni siquiera buscarlo. Es, sin duda, el príncipe de los papables.
Además, juega con la ventaja de que va a entrar cardenal en el Cónclave (no figura entre los favoritos de las quinielas) y, por lo tanto, podría salir Papa. Se mantiene en silencio y sólo ha hablado con la publicación de un libro. Con un título significativo: ‘Cristo en Europa, una extraña fecundidad’.
Mucho más activo ha estado, durante el precónclave, el único italiano que podría hacerle sombra en el Cónclave, el cardenal de Milán, Angelo Scola. Su elección podría ser la jugada perfecta contra la Curia.
«¿No queréis un italiano, pues os vamos a elegir a uno, que os va a dar para el pelo», explica mi anciano cardenal. Porque, Scola, amigo también de Ratzinger, está profundamente enfrentado con la Curia.
Teólogo, de personalidad seria y enérgica, cuenta don dos obstáculos: su pertenencia al movimiento conservador de Comunión y Liberación, muy poderoso políticamente en Italia, y su aspecto demasiado rígido, incluso en su porte externo.
En cualquier caso, el papado parece cosa de dos. O de uno y medio.