Vuelve el Papa Bueno, Juan XXIII, de la mano del Papa Francisco. Para abrir puertas y ventanas y proclamar "un año de gracia del Señor"
(José Manuel Vidal, Roma).- Pensé que me daba un vuelco el corazón, al oír al titubeante cardenal protodiácono, Jean-Louis Tauran, decir su nombre. «¿Quién es?», preguntaba todo el mundo a mi alrededor. Hasta que, pasados unos interminables segundos, le entendimos decir: cardenal Bergoglio. Me puse a saltar, enloquecido. ¡Era mi candidato! El papable al que, unos días antes, había lanzado como el «nuevo Roncalli». Y era el nuevo Papa Francisco.Un nuevo Papa Bueno, pasado por Francisco de Asís y con un guiño a Francisco Javier. Un Papa roncalliano-franciscano-javeriano.
Entre el anuncio del cardenal protodiácono y la salida del nuevo Papa, pasó mucho tiempo. Tiempo para celebrar, cantar con un grupo de argentinos que, un poco más allá, festejaban como locos, a «su» Papa, que era ya el papa de todos. Y hubo tiempo para rezar y reflexionar sobre lo que significaba su elección, su nombre y los retos que le esperaban.
Pensaba en la cara del cardenal camarlengo y de los demás cardenales tras este diálogo:
-«Acceptasne electionem de te canonice facta un Summum Pontificem? (¿Aceptas tu elección como Sumo Pontífice?
-Sí.
– Quomodo vis vocari? (¿Cómo quieres llamarte?)
-Franciscum
Ni Juan ni Pablo ni Pío ni Benedicto. Ni Juan Pablo o Juan Benedicto. El nuevo Papa también en esto se distingue y elige un nombre radicalmente novedoso en la historia de la Iglesia: Francisco. No hay precedentes de un Papa con el nombre del Poverello de Asís. Una auténtica revolución en la Iglesia.
Si la elección del nombre es el primer signo utilizado por el nuevo Papa para indicar la orientación que desea imprimir a su pontificado, la de Francisco está clara: pobreza, austeridad, humildad, Jesucristo, naturaleza, amor a Dios y a sus criaturas. Todo eso y mucho más evoca el nombre del nuevo Pontífice, que, desde el comienzo marca una nueva época en la Iglesia. Un jesuita que se convierte en franciscano, para abrazar al mundo y a la Iglesia.
Y, por otro lado, un guiño, aunque sea indirecto, a otro gran santo de su orden, otro Francisco, el de Javier, el patrón del a misiones, el gran misionero español que evangelizó el Oriente. Y que sigue señalando la misión como una de las características del nuevo papado. Un Papa franciscano-javeriano.
Si, como dice el adagio latino «nomen est omen» (un nombre es una señal), el Papa Bergoglio manda al mundo un mensaje claro de «aggiornamento», de cambio tranquilo y sereno. De búsqueda de las raíces evangélicas, de abandono del poder. Y, sobre todo, de humildad querida y buscada. Por eso, en sus primeras, emocionadas y serenas palabras, antes de bendecir al pueblo congregado en la Plaza de San Pedro, pide que el pueblo lo bendiga a él. Un gesto inédito en la historia reciente de la Iglesia. Bendecido por el Pueblo de Dios. No se puede comenzar mejor un pontificado.
Vuelve el Papa Bueno, Juan XXIII, de la mano del Papa Francisco. Para abrir puertas y ventanas y proclamar «un año de gracia del Señor», como rezaba el Evangelio del domingo pasado. Un Papa latinoamericano y un Papa con un nombre novedoso y revolucionario.
Recuerda al discurso de la luna del papa Juan
Sumido estaba en mis cavilaciones, cuando el griterío se tornó ensordecedor: se movían las cortinas de la logia vaticana. Y de pronto, se asomó al balcón. En su cara, toda la serenidad del mundo reflejada. Sin parafernalia. Sin gestos grandilocuentes. Sólo se atrevió a levantar la mano derecha en son de saludo. Como tímidamente.
Con sus gafas de concha, su sotana blanca y su esclavina, parecía la encarnación de la paloma de la paz. O un San Francisco disfrazado con sayal blanco. Se asoma y mira con dulzura a la plaza llena a rebosar, que grita enardecida.
Sin darse importancia, el nuevo Papa saluda con un simple «hermanos y hermanas, buenas tardes». Y me vuelve a recordar al papa Juan en el célebre discurso de la luna. E improvisa unas palabras. Entre vivas y gritos se le escucha decir que los cardenales le fueron a buscar «casi al fin del mundo», en un guiño a su tierra querida.
Y, de inmediato, el recuerdo a «nuestro obispo emérito», al Papa Benedicto, con el que no quiso competir hace ya casi ocho años y pidió, entre lágrimas, que no lo siguiesen votando. Para dejar paso al Papa Ratzinger. La historia se repite, pero al revés. Es ahora Benedicto XVI el que pasa el testigo a Francisco.
Y se pone a rezar por él y por la gente. En italiano y tiene que bajar la voz, porque no se sabe bien el ave maría en italiano, pero el cardenal Hummes, que está a su lado, le apoya. Tras la oración, pide que reine la «fraternidad» y, en un gesto insólito, que marcará su pontificado, pide a la gente que le bendiga, antes de bendecirlos. Lo nunca visto. La humildad hecha Papa.
Y el papa se inclina para recibir la bendición del pueblo de Dios, de su pueblo. Y, sereno, confiado y risueño, vuelve a saludar tímidamente con la mano derecha y se despide con un abuelo: «Buenas noches y buen descanso».
Y en las caras de la gente se dibujó una sonrisa de quietud, de serenidad, de alegría. Incluso en la de los italianos que apostaban por uno de los suyos. Éste es medio suyo, de ascendientes italianos. Y de Argentina y de toda Latinoamérica y del mundo. Francisco del mundo. La barca de la Iglesia está en buenas manos y lleva el viento a favor para ese cambio de rumbo que tanto necesita.
En el metro volví a pensar en él y en la nueva época que se inaugura con su pontificado. Por fin, la Iglesia atenta a los signos de los tiempos. Sale el sol en la viña del Señor. Llega una primavera adelantada. La tarea que le queda por delante es ingente. Pero, de entrada, la Iglesia lanzó dos mensaje claros al mundo.
El primero de unión, de comunión en lo esencial. El segundo de que, como experta en humanidad, es capaz de escuchar el latido de la calle. Y la gente, el pueblo de Dios pedía cambios, reformas, puertas y ventanas abiertas, volver a lo esencial, desterrar el miedo, el carrerismo y el poder. Un gesto tan revolucionario como el del Papa Benedicto no podía quedar sepultado por una elección anodina y más de lo mismo. Requería algo radicalmente novedoso. Un pequeño salto, una revolución tranquila. Y eso es lo que encarna el nuevo Papa.
Pensaba de vuelta a casa en la suerte y la corazonada que había tenido unos días antes al lanzar su candidatura como el «nuevo Roncalli». Porque, viendo que quizás por vez primera había deseo de cambio en la gente y voluntad de hacerlo en la cúpula, pensé que los dos cardenales que podían encarnarlo eran el argentino Bergoglio y el austríaco Schonborn.
Y salió Bergoglio, del que escribía, el 11 de marzo lo siguiente:
Joven, con buena salud y reformador. Hasta ahora, esas parecían ser las premisas ineludibles para comenzar a buscar al nuevo Papa. Pero en los últimos días la primera condición parece perder importancia y gana puntos la tríada de reformador, mayor y con no demasiados achaques. Se busca un nuevo Roncalli, papel en el que muchos ven al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, que se parece en muchas cosas al Papa Bueno menos en su aspecto.
Más alto y menos gordo que Juan XXIII, el purpurado platense no sale en las quinielas al uso de los papables. Pero, si el cónclave se bloquea entre el «partido romano» de los curiales y el «partido pastoralista» de los extranjeros, especialmente americanos y alemanes, la opción del argentino podría revelarse providencial.
Bergoglio ya cosechó muchos votos en el cónclave anterior y se convirtió en el favorito del sector moderado-progresista y, por consiguiente, en el principal rival de Ratzinger. Tanto que, según algunas indiscreciones, el purpurado jesuita se habría levantado en el cónclave, para pedir a los cardenales, entre lágrimas, que no lo siguiesen votando.
Entonces, el argentino tenía 70 años . Pasados casi ocho, Bergoglio ha cumplido los 77 y encaja perfectamente en el cliché de Papa mayor y de transición. Tampoco se le conocen graves dolencias y podría asumir perfectamente el papel de Papa reformador por el que suspira la inmensa mayoría del cónclave…y del pueblo de Dios.
Nadie duda de que el purpurado argentino tenga carácter. Como dice el hermano Ricardo Corleto, agustino recoleto de paso por Roma, «es un hombre tan honrado y tan íntegro que ni siquiera el gobierno Kirchner pudo encontrar mancha alguna en su vida, a pesar de haberla buscado con suma diligencia».
La prioridad: Cambiar la Curia
Jesuita recto, dialogante, sencillo y sumamente austero, se desplaza en metro o bus por Buenos Aires y no le gusta que llamen eminencia. Cuando le preguntan cómo han de dirigirse a él siempre contesta diciendo: padre Bergoglio.
Capaz, inteligente, profundamente espiritual y hombre de una sólida personalidad, no se arredraría a la hora de meter en cintura o de reformar en profundidad a la Curia romana. Uno de los cometidos que todos los cardenales parecen considerar prioritario en la labor del nuevo Papa. La iglesia se juega en ello su credibilidad social tan dañada últimamente por todos los escándalos del Vatileaks.
Una reforma de fondo, que persiga una mayor colegialidad y rescate del ostracismo la sinodalidad ya apuntada en el Vaticano II. Como dice el cardenal Kasper, otro emérito de prestigio, «la Iglesia necesita transparencia y colegialidad. Hay que salir del cerco del centralismo romano». Y añade: «Cambiar la Curia es una prioridad».
Con Bergoglio en el solio pontificio la Iglesia no solo podría ganar un nuevo Roncalli, sino que además realizaría un salto epocal al otro lado del Atlántico con red. Es decir en manos de un papable fiable, con experiencia , decidido, de los que no le tiemblan el pulso, «limpio» y con agallas para terminar la limpieza que no pudo o no le dejaron hacer a Benedicto XVI : el IOR, banco vaticano, y la Curia. Un nuevo Roncalli del cono sur con raíces turinesas. Un jesuita para reformar la Iglesia.