Durante esta celebración, que congregó especialmente a gran cantidad de fieles romanos, se expusieron para la veneración de los fieles, las reliquias de los dos Papas canonizados recientemente: Juan XXIII y Juan Pablo II.
(Jesús Bastante).- Destrucción, víctimas… y Dios. Francisco retomó esta tarde una tradición que procedía del pontificado de Juan Pablo II, y que Benedicto XVI había dejado de realizar. En el día de Todos los Santos, Bergoglio se desplazó hasta el cementerio monumental de Campo Verano de Roma para celebrar una Eucaristía en memoria de todos los fallecidos. Varios centenares de personas acompañaron al Papa en una ceremonia sobria y sencilla, marcada por el silencio y el recogimiento.
En una homilía prácticamente improvisada -Francisco apenas bajó la vista para leer el texto oficial- el Papa denunció cómo «los hombres somos capaces de devastar la Tierra, y lo estamos haciendo». «Devastar lo creado, devastar la vida, devastar la cultura, los valores, la esperanza (…). En cuanto prescindimos del amor y de la fuerza del Señor, sacamos nuestra capacidad de destrucción», proclamó Bergolio, mostrando la indignidad de destruir «las cosas tan bellas que Él nos ha dado para que lo hiciéramos crecer y que dieran fruto».
«El hombre, es capaz de todo si se cree Dios. Se cree Dios, se cree el Rey. Y las guerras, las guerras que continúan, no precisamente van a germinar granos de vida, destruyen», prosiguió Francisco, quien denunció «la industria de la destrucción. Es un sistema que divide, que cuando las cosas no sirven, se descartan: se descartan los niños, los ancianos, los jóvenes sin trabajo. Esta devastación es a lo que nos lleva esta cultura del descarte».
«Las personas somos finitas y descartadas, y esto no es historia antigua. Sucede hoy. Ahora En todas partes, sucede hoy», dijo el Papa, quien reclamó «por favor, trabajo. Jóvenes con la dignidad de poder trabajar, y seguridad para los que son perseguidos por su fe».
«Sin exagerar -prosiguió- hoy, día de Todos los Santos, os pido que recordéis que hay santos entre nosotros, pecadores como nosotros, que son destruidos. Gente que viene de la gran tribulación«, pues «la mayor parte del mundo está en dificultades».
Tras la devastación y las víctimas, el Papa simbolizó una tercera imagen: Dios. «Somos hijos de Dios. Lo veremos: esta es nuestra esperanza», proclamó Francisco, quien subrayó que «tenemos esperanza de que Dios tendrá piedad de su pueblo, de aquellos que viven en la gran tribulación, y que tenga piedad de los destructores, y se conviertan».
«El camino nos llevará problemas, persecuciones, pero nos hará seguir adelante. Y así el pueblo que tanto sufre hoy por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo irá hacia adelante con la santidad y la esperanza de encontrar a Dios, y ser santos en el momento de encontrarnos definitivamente con Él», aseguró Francisco, pese a la «exclusión de valores, de paz. Tengamos la gracia de caminar con la esperanza de encontrarse con Dios-hombre».
En el discurso no pronunciado, informa Radio Vaticana, el Papa definió como «personas que pertenecen totalmente a Dios» a todos aquellos, la mayor parte desconocidos hombres y mujeres que, en lo escondido, han vivido el ideal de las Bienaventuranzas: han sido pobres de espíritu, es decir humildes; han sentido la aflicción por sus males y por el de los demás; se han comprometido a construir la paz y la concordia, comenzando por sus propios ambientes de vida; han practicado con alegría la misericordia y la caridad; han conservado la pureza del corazón; han sabido elegir con valentía, a costo de ser ridiculizados, incomprendidos, marginados. Dios los recuerda uno por uno, nombre por nombre. «La santidad consiste en una vida filial, a imagen de Jesús», observó también el Papa, puntualizando que «ser santos y ser hijos es la misma cosa».
Durante esta celebración, que congregó especialmente a gran cantidad de fieles romanos, se expusieron para la veneración de los fieles, las reliquias de los dos Papas canonizados recientemente: Juan XXIII y Juan Pablo II. Se dirigieron oraciones especiales por los cristianos perseguidos por causa de la fe y una vez más por los pobres, los sufrientes y los que no tienen esperanza. Al final de la liturgia, el Papa pronunció una oración de bendición de las tumbas.