La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos?
El papa Francisco recordó este domingo el «atroz y descabellado exterminio» del pueblo armenio, un episodio del que actualmente se cumple el primer centenario y que calificó como «el primer genocidio del siglo XX«.
Sus palabras se produjeron durante el saludo inicial a los participantes de la misa por el centenario del «martirio» armenio, celebrada en la basílica de San Pedro y en la que se proclamó doctor de la Iglesia a San Gregorio di Narek.
«Hoy recordamos con el corazón lleno de dolor, pero también de esperanza, el centenario de aquel trágico evento, de aquel atroz y descabellado exterminio que vuestros antepasados sufrieron cruelmente», dijo.
Y añadió: «Recordarles es necesario e incluso obligatorio porque ahí donde no persiste la memoria significa que el mal mantiene aún la herida abierta. Esconder o negar el mal es como dejar que una herida continúe sangrando sin sanarla».
Francisco refirió que nuestra humanidad vivió en el siglo pasado tres grandes tragedias inauditas: la primera, la que generalmente viene considerada como ‘el primer genocidio del siglo XX’, que afectó al pueblo armenio, junto a sirios católicos y ortodoxos, asirios, caldeos y griegos«.
Subrayó que en aquellos momentos, cuando el pueblo armenio formaba parte del Imperio Otomano, «fueron asesinados obispos, sacerdotes, religiosos, mujeres, hombres, ancianos e incluso niños y enfermos indefensos».
A este primer genocidio del siglo pasado le sucedieron, según Jorge Bergoglio, otros dos: el nazismo y el estalinismo.
El Papa, que ha clamado en varias ocasiones contra «la tercera guerra mundial por partes» que se vive en la actualidad, volvió este domingo a recordar que «estamos asistiendo a una suerte de genocidio provocado por la indiferencia general y colectiva, por el silencio cómplice de Caín que exclama ‘¡A mi qué me importa!'».
«Asistimos cotidianamente a crímenes atroces, a masacres sangrientas y a la locura de la destrucción. Aún escuchamos el grito sofocado de muchos hermanos inermes, que a causa de su fe en Cristo o de su pertenencia ética son públicamente asesinados, decapitados, crucificados o quemados vivos», apuntó.
Tras las tragedias de la centuria pasada, Bergoglio opinó que «parece que la humanidad no consiga dejar de verter sangre inocente, como si el entusiasmo surgido tras la Segunda Guerra Mundial estuviera desapareciendo y disolviéndose».
«Parece que la familia humana rechace aprender de sus propios errores causados por la ley del terror. Y así, aún hoy, hay quien trata de eliminar a sus semejantes con la ayuda del silencio cómplice de otros que permanecen como espectadores», denunció.
Concelebraron la misa el patriarca de Cilicia de los Armenios Católicos, Nerses Bedros XIXM, y el Supremo Patriarca de los Católicos de todos los Armenos, Karekin II.
En la basílica se encontraba también el presidente armenio, Serz Sargsyan.
El 24 de abril de 1915, durante la Primera Guerra Mundial en la que Turquía combatía del lado de Alemania, el Gobierno otomano ordenó la detención de centenares de armenios en Estambul y puso en marcha una masiva deportación de esta etnia.
Actualmente, solo 22 países han calificado aquellos hechos como genocidio, mientras que Turquía, aunque reconoce cientos de miles de muertos armenios durante la deportación, niega que la intención del Imperio Otomano fuera extinguir a toda la etnia.
En total, durante la I Guerra Mundial fueron exterminados más de un millón de armenios y otros 600.000 fueron deportados, muchos de los cuales emigraron a Europa, América y Rusia.
Este fue el saludo del Papa a los fieles armenios antes del inicio de la celebración:
Queridos hermanos y hermanas armenios; queridos hermanos y hermanas:
En varias ocasiones he definido este tiempo como un tiempo de guerra, como una tercera guerra mundial «por partes», en la que asistimos cotidianamente a crímenes atroces, a sangrientas masacres y a la locura de la destrucción. Desgraciadamente todavía hoy oímos el grito angustiado y desamparado de muchos hermanos y hermanas indefensos, que a causa de su fe en Cristo o de su etnia son pública y cruelmente asesinados -decapitados, crucificados, quemados vivos-, o bien obligados a abandonar su tierra.
También hoy estamos viviendo una especie de genocidio causado por la indiferencia general y colectiva, por el silencio cómplice de Caín que clama: «¿A mí qué me importa?», «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9; Homilía en Redipuglia, 13 de septiembre de 2014).
La humanidad conoció en el siglo pasado tres grandes tragedias inauditas: la primera, que generalmente es considerada como «el primer genocidio del siglo XX» (Juan Pablo II y Karekin II, Declaración conjunta, Etchmiazin, 27 de septiembre de 2001), afligió a su pueblo armenio – primera nación cristiana – junto a los sirios católicos y ortodoxos, los asirios, los caldeos y los griegos. Fueron asesinados obispos, sacerdotes, religiosos, mujeres, hombres, ancianos e incluso niños y enfermos indefensos. Las otras dos fueron perpetradas por el nazismo y el estalinismo. Y más recientemente ha habido otros exterminios masivos, como los de Camboya, Ruanda, Burundi, Bosnia.
Y, sin embargo, parece que la humanidad no consigue dejar de derramar sangre inocente. Parece que el entusiasmo que surgió al final de la segunda guerra mundial está desapareciendo y disolviéndose. Da la impresión de que la familia humana no quiere aprender de sus errores, causados por la ley del terror; y así aún hoy hay quien intenta acabar con sus semejantes, con la colaboración de algunos y con el silencio cómplice de otros que se convierten en espectadores. No hemos aprendido todavía que «la guerra es una locura, una masacre inútil» (cf. Homilía en Redipuglia, 13 de septiembre de 2014).
Queridos fieles armenios, hoy recordamos, con el corazón traspasado de dolor, pero lleno de esperanza en el Señor Resucitado, el centenario de aquel trágico hecho, de aquel exterminio terrible y sin sentido, que sus antepasados padecieron cruelmente. Es necesario recordarlos, es más, es obligado recordarlos, porque donde se pierde la memoria quiere decir que el mal mantiene aún la herida abierta; esconder o negar el mal es como dejar que una herida siga sangrando sin curarla.
Los saludo con afecto y les agradezco su testimonio.
Saludo y agradezco la presencia del señor Serž Sargsyan, Presidente de la República de Armenia.
Saludo cordialmente también a mis hermanos Patriarcas y Obispos: Su Santidad Karekin II, Patriarca supremo y Catolicós de todos los armenios; Su Santidad Aram I, Catolicós de la Gran Casa de Cilicia; Su Beatitud Nerses Bedros XIX, Patriarca de Cilicia de los Armenios Católicos; los dos Catolicosados de la Iglesia Apostólica Armenia y el Patriarcado de la Iglesia Armenio-Católica.
Con la firme certeza de que el mal nunca proviene de Dios, infinitamente Bueno, y firmes en la fe, profesamos que la crueldad nunca puede ser atribuida a la obra de Dios y, además, no debe encontrar, en ningún modo, en su santo Nombre justificación alguna. Vivamos juntos esta celebración con los ojos fijos en Jesucristo Resucitado, Vencedor de la muerte y del mal.
Esta fue la homilía del Santo Padre:
San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros discípulos al anochecer del primer día de la semana, cuenta cómo Jesús entró, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros», y «les enseñó las manos y el costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.
Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y mostró las llagas a Tomás, para que las tocase como él quería, para que creyese y se convirtiese en testigo de la Resurrección.
También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso.
A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena -llena de compasión por los más pequeños y los enfermos-, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías -especialmente la del Siervo de Yahvé-, los Salmos, la Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50).
Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo del pecado con el abismo de su misericordia.
San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares (Disc. 61,3-5; Opera omnia 2,150-151), se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes, atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios».
Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir, finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de misericordia.
Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, «fue traspasado por nuestras rebeliones» (Is 53,5). ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» (ibíd.).
Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su misericordia» (Sal 117,2). Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.
(RD/Agencias)