¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio
(Jesús Bastante).- «Sé que ustedes, como cuerpo presbiteral, junto con el Pueblo de Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos«. Francisco volvió a lamentar los casos de pederastia que han sacudido los cimientos de la Iglesia estadounidense durante su primer acto en Nueva York.
En la catedral de San Patricio, patrono de la ciudad, el Pontífice animó a sacerdotes y religiosos a «seguir construyendo» la Iglesia estadounidense, con espíritu de gratitud y cercanía. En sus palabras, en la que tuvo un especial recuerdo a las víctimas musulmanas en La Meca, Francisco escenificó su reconciliación con las monjas estadounidenses: «Gracias, las quiero mucho«, dijo Bergoglio.
Francisco llegó a la ciudad que nunca duerme pasadas las 23,30 (hora española). En el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy le esperaba un helicóptero para llevarle a Manhatan. A la Quinta Avenida, en mitad de un impresionante dispositivo de seguridad y con la ciudad a sus pies, haciendo sonar el «New York, New York» de Sinatra en los altavoces.
Una multitud enfervorizada acompañó al jeep móvil de Bergoglio hasta la catedral de San Patricio, donde le esperaba el cardenal Dolan, y el alcalde, Bill de Blasio, entre otras autoridades. Allí se encontró con una nutrida representación de sacerdotes, religiosos y religiosas, con los que rezó vísperas en inglés, aunque sus palabras fueran en español.
Se vio al Francisco más feliz, casi impresionado por el recibimiento de la ciudad de Nueva York, el centro del sistema capitalista que tanto ha criticado el Pontífice. También se notaba exultante al cardenal Dolan, quien se convirtió -con permiso del equipo de seguridad pontificia- en la sombra del Papa en San Patricio. Entre flashes y aplausos, Bergoglio tuvo tiempo de arrodillarse al lado de una pequeña de color en silla de ruedas. Como viene siendo tradicional, el Papa depositó un ramo de flores ante una imagen de la Virgen, con la salvedad de que, en esta ocasión, se trataba de una Piedad.
«Desde que llegaste a las puertas de la Quinta Avenida, ya podemos decir que eres un neoyorquino«, dijo Dolan al Papa en su saludo inicial, asegurándole que «tienes un hogar en nuestros corazones y en nuestras almas», y recordando que la catedral de Nueva York lo viene siendo desde hace dos siglos para todo aquel que quiere rezar, reír, llorar o sentir la gracia de Dios. Una catedral recién remodelada que, según algunas fuentes, ha costado 177 millones de dólares. Cifra que a buen seguro no conocía el Papa antes de entrar en el templo.
Como es habitual, una vez revestido, Francisco es el vivo espejo de la solemnidad. Serio, concentrado, como Teresa de Jesús, absorto en la atención a la oración, a lo sagrado. Fue una ceremonia preciosa, un tanto barroca, con predominio del canto sobre la palabra.
El Papa comenzó su alocución improvisando unas palabras «para mis hermanos musulmanes». Un saludo por la celebración del Día del Sacrificio. «Hubiera querido que mi saludo hubiera sido más caluroso», apuntó Bergoglio, quien quiso mostrar su «cercanía ante la tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en La Meca«. Francisco pidió a todos los fieles presentes a unirse en oración por las víctimas de la estampida que ha dejado centenares de muertos y miles de heridos.
Francisco recordó a los asistentes que esta catedral «es símbolo del trabajo de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos americanos que han contribuido a la edificación de la Iglesia en los Estados Unidos», un edificio que debe seguir construyéndose a pesar «de la tribulación» que supuso el escándalo de la pederastia clerical, una «vergüenza» por parte de algunos religiosos que «han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos».
«Los acompaño en este tiempo de dolor y dificultad, así como agradezco a Dios el servicio que realizan acompañando al Pueblo de Dios», indicó Francisco, quien animó a «descubrir y manifestar un gozo permanente por su vocación», pues «la alegría brota de un corazón agradecido».
Un segundo aspecto es «el espíritu de laboriosidad», que nos obliga a «reconocer con qué facilidad se puede apagar este espíritu de generoso sacrificio personal». Entre los riesgos, Francisco denunció «la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige el mundo de los negocios».
Frente a ello, el Papa pidió «ver y valorar las cosas desde la perspectiva de Dios». «La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: el fracaso de la cruz».
El otro gran riesgo está en no saber vivir el tiempo de ocio. «El descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro deseo de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro tipo de descanso, más cristiano y generoso», añadió Francisco.
Para concluir, una sorpresa, a modo de reconciliación, tras años de peleas e incomprensiones: «Quisiera, de modo especial, expresar mi admiración y gratitud a las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero decirles «gracias», un «gracias» muy grande… y decirles también que las quiero mucho«. Ante un estruendoso aplauso.
Francisco pasará 36 horas en Nueva York, donde mañana ofrecerá un discurso ante unos 150 jefes de Estado y de Gobierno, reunidos para aprobar la nueva agenda global de desarrollo.
A continuación, visitará el memorial del 11S y una escuela del barrio latino de Harlem, antes de darse un baño de masas con una procesión por Central Park a la que asistirán 80.000 personas que lograron entradas en un sorteo organizado por las autoridades locales.
Su último acto en la Gran Manzana será una misa con unos 20.000 fieles en el Madison Square Garden, antes de continuar viaje el sábado hacia Filadelfia.
Éstas fueron las palabras del Papa en las vísperas:
«Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1P 1,6). Estas palabras del Apóstol nos recuerdan algo esencial: tenemos que vivir nuestra vocación con alegría.
Esta bella Catedral de San Patricio, construida a lo largo de muchos años con el sacrificio de tantos hombres y mujeres, es símbolo del trabajo de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos americanos que han contribuido a la edificación de la Iglesia en los Estados Unidos. Son muchos los sacerdotes y consagrados de este País que, solo en el campo de la educación, han tenido un papel fundamental, ayudando a los padres en la labor de dar a sus hijos el alimento que los nutre para la vida. Muchos lo hicieron a costa de grandes sacrificios y con una caridad heroica. Pienso, por ejemplo, en santa Isabel Ana Seton, cofundadora de la primera escuela católica gratuita para niñas en los Estados Unidos, o en san Juan Neumann, fundador del primer sistema de educación católica en el País.
Esta tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con ustedes para que nuestra vocación siga construyendo el gran edificio del Reino de Dios en este País. Sé que ustedes, como cuerpo presbiteral, junto con el Pueblo de Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos. Con las palabras del Apocalipsis, les digo que soy consciente de que «vienen de la gran tribulación» (7,13). Los acompaño en este tiempo de dolor y dificultad, así como agradezco a Dios el servicio que realizan acompañando al Pueblo de Dios. Con el propósito de ayudarles a seguir en el camino de la fidelidad a Jesucristo, me permito hacer dos breves reflexiones.
La primera se refiere al espíritu de gratitud. La alegría de los hombres y mujeres que aman a Dios atrae a otros; los sacerdotes y los consagrados están llamados a descubrir y manifestar un gozo permanente por su vocación. La alegría brota de un corazón agradecido. Verdaderamente, hemos recibido mucho, tantas gracias, tantas bendiciones, y nos alegramos. Nos hará bien volver sobre nuestra vida con la gracia de la memoria. Memoria del primer llamado, memoria del camino recorrido, memoria de tantas gracias recibidas… y sobre todo memoria del encuentro con Jesucristo en tantos momentos a lo largo del camino. Memoria del asombro que produce en nuestro corazón el encuentro con Jesucristo. Pedir la gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud. Preguntémonos: ¿Somos capaces de enumerar las bendiciones recibidas?
Un segundo aspecto es el espíritu de laboriosidad. Un corazón agradecido busca espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de vida de trabajo intenso. El recuerdo de lo mucho que Dios nos ha dado nos ayuda a entender que la renuncia a nosotros mismos para trabajar por Él y por los demás es el camino privilegiado para responder a su gran amor.
Sin embargo, y para ser honestos, tenemos que reconocer con qué facilidad se puede apagar este espíritu de generoso sacrificio personal. Esto puede suceder de dos maneras, y las dos son ejemplo de la «espiritualidad mundana», que nos debilita en nuestro camino de servicio y oscurece la fascinación del primer encuentro con Jesucristo.
Podemos caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios espera de nosotros una correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro apostolado se mide por el que tiene a los ojos de Dios. Ver y valorar las cosas desde la perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al comienzo de nuestra vocación y -no hace falta decirlo- una gran humildad. La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: el fracaso de la cruz.
Otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre. Cuando pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir mejor. El problema de este modo de razonar es que se puede ahogar la fuerza de la continua llamada de Dios a la conversión, al encuentro con Él. Poco a poco, pero de forma inexorable, disminuye nuestro espíritu de sacrificio, de renuncia y de trabajo. Y además nos aleja de las personas que sufren la pobreza material y se ven obligadas a hacer sacrificios más grandes que los nuestros. El descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro deseo de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro tipo de descanso, más cristiano y generoso.
Gratitud y laboriosidad: estos son los dos pilares de la vida espiritual que deseaba compartir con ustedes esta tarde. Les doy las gracias por sus oraciones y su trabajo, así como por los sacrificios cotidianos que realizan en los diversos campos de su apostolado. Muchos de ellos sólo los conoce Dios, pero dan mucho fruto a la vida de la Iglesia.
Quisiera, de modo especial, expresar mi admiración y gratitud a las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero decirles «gracias», un «gracias» muy grande… y decirles también que las quiero mucho.
Sé que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la adaptación a un panorama pastoral en evolución. Al igual que san Pedro, les pido que, ante cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la paz y respondan como hizo Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y miró hacia delante.
Queridos hermanos y hermanas, dentro de poco cantaremos el Magnificat. Pongamos en las manos de la Virgen María la obra que se nos ha confiado; unámonos a su acción de gracias al Señor por las grandes cosas que ha hecho y que seguirá haciendo en nosotros y en quienes tenemos el privilegio de servir.