Esta tragedia humana es un fenómeno global. Esta crisis que se puede medir en cifras, queremos medirlas por nombres, por historias, por familias. Son hermanos expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado
(Jesús Bastante).- Una cruz de madera, colocada en mitad de la frontera vallada entre México y Estados Unidos, el mismo lugar desde el que miles de personas tratan, cada día, de alcanzar la Tierra Prometida. Muchos mueren en el intento, otros son atrapados por las mafias que secuestran, asesinan o esclavizan. Quiso el Papa Francisco acercarse a rezar, y a depositar una flores al pie de la cruz, que simboliza tantos muertos a uno y otro lado. Francisco quiso orar en la «Lampedusa de América».
A su derecha y a su izquierda, en Arizona y en Ciudad Juárez, hombres y mujeres, igual de humanos, separados por verjas inhumanas. Y una sola oración, por una tierra sin fronteras. Por el sufrimiento de tantas personas que, en Arizona, pero también en el Estrecho, en Lesbos, en Presebo, en el gran cementerio del Mediterráneo, huyen de la guerra, la persecución y el acecho de los traficantes de la muerte.
La misa conclusiva del viaje del Papa a México no podía comenzar de otro modo. Francisco, dirigiéndose en mitad del desierto, hacia la frontera. El Papa de las periferias, de la igualdad de oportunidades, el primero que denunció la «vergüenza» de la cultura del descarte frente al inmigrante o el refugiado, tenía que orar por todos los que hoy no tienen voz. Se esperaba a algunos familiares de los 43 desaparecidos de Iguala, que al final no pudieron mantener ese encuentro con el Papa, pero tampoco ocuparon los rincones que tenían reservados, por falta de recursos, según explicó su abogado.
Alrededor de 300.000 personas siguieron la Eucaristía en directo, así como otras decenas de miles a través de las pantallas del estadio Sun Bowl en la Universidad de Texas, en El Paso. «Pueblo en marcha por el desierto ardiente», sonaba la canción con la que se abrió la ceremonia, y es que el drama de los inmigrantes y refugiados en el mundo recuerda mucho, o debería hacerlo (al menos a los cristianos) el caminar del pueblo de Israel durante cuarenta años por el desierto. Y es que hay historias que los seres humanos estamos condenados a repetir.
En su homilía, el Papa resaltó cómo «la gloria del Padre es la alegría de sus hijos». Recordando el relato de la anunciada destrucción de Nínive y la acción de Jonás. «Ve, ayúdalos a comprender que con esa manera de tratarse, lo único que están generando es muerte y destrucción, sufrimiento y opresión», se lee en la lectura. «Dios envía a Jonás a despertar a un pueblo ebrio de sí mismo», subrayó el Papa, quien incidió en la misericordia, que «rechaza siempre la maldad, apela siempre a la bondad de cada persona, aunque esté dormida o anestesiada».
«La misericordia se acerca a cada situación para transformarla desde dentro«, señaló Bergoglio, «siempre entra en el mal para transformarlo». Como Dios, que «envió a su hijo, que se metió en el mal, se hizo pecado para transformar el mal. Esa es su misericordia».
«Siempre hay posibilidad de cambio, estamos a tiempo de reaccionar y transformar, modificar y cambiar», proclamó el Papa, «convertir lo que nos está destruyendo como pueblo, lo que nos está degradando como humanidad». «La misericordia de Dios es nuestro escudo y nuestra fortaleza», añadió.
«Jonás ayudó a ver, ayudó a tomar conciencia», indicó el Papa. «Son las lágrimas las que pueden ablandar el corazón, las que pueden purificar la mirada y ayudar a ver el círculo de pecado en el que muchas veces se está sumergido. Son las lágrimas las que logran sensibilizar la mirada adormecida ante el sufrimiento ajeno. Son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión. Así le pasó a Pedro después de haber renegado de Jesús…. lloró, y las lágrimas le abrieron el corazón».
«Esta palabra es la voz que grita en el desierto y nos invita a la conversión. En este Año de la Misericordia, y en este lugar, quiero implorar la misericordia divina, quiero pedir con ustedes el don de las lágrimas, el don de la conversión. Aquí en Ciudad Juárez, como en otras zonas fronterizas, se concentran miles de inmigrantes, sin olvidar de tantos mexicanos, que también buscan pasar al otro lado», clamó el Papa.
Un paso, «un camino cargado de terribles injusticias, esclavizados, secuestrados, extorsionados…». «Muchos hermanos nuestros son víctimas del negocio del tráfico humano, de la trata de personas. No podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la migración de miles de personas, atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos (…). Esta tragedia humana es un fenómeno global. Esta crisis que se puede medir en cifras, queremos medirlas por nombres, por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado».
«Frente a tantos vacíos legales se teje una red que destruye a los más pobres«, añadió Bergoglio. «No sólo sufren la pobreza, además tienen que sufrir todas estas formas de violencia». También, en la capital mundial del feminicidio, Francisco recordó a «tantas mujeres a quienes les han arrebatado injustamente la vida. Pidámosle a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas. ¡No más muerte ni explotación! Siempre ha tiempo para cambiar, una salida, una oportunidad».
Francisco recordó el trabajo de tantas organizaciones a favor de los derechos de los inmigrantes, y al «trabajo de religiosas, religiosos y sacerdotes, de laicos que se la juegan en el acompañamiento y la defensa de la vida. Asisten en primera línea, arriesgando muchas veces su vida. Con sus vidas, son profetas de misericordia«.
«Es tiempo de conversión, es tiempo de salvación. Es tiempo de misericordia», subrayó el Pontífice, quien quiso saludar a las decenas de miles que, al otro lado de la frontera, seguían la ceremonia en el estadio de la Universidad de El Paso. «Gracias a la tecnología podemos orar, cantar y celebrar ese amor que Dios nos da y que ninguna frontera podrá impedirnos compartir. Gracias por hacernos sentir una sola familia y una misma comunidad cristiana».
Esta fue la homilía del papa:
La gloria de Dios es la vida del hombre, así lo decía San Ireneo en el siglo II, expresión que sigue resonando en el corazón de la Iglesia. La gloria del Padre es la vida de sus hijos. No hay gloria más grande para un padre que ver la realización de los suyos; no hay satisfacción mayor que
verlos salir adelante, verlos crecer y desarrollarse. Así lo atestigua la primera lectura que escuchamos. Nínive, una gran ciudad que se estaba autodestruyendo, fruto de la opresión y la degradación, de la violencia y de la injusticia. La gran capital tenía los días contados, ya que no era sostenible la violencia generada en sí misma. Ahí aparece el Señor moviendo el corazón de Jonás, ahí aparece el Padre invitando y enviando a su mensajero. Jonás es convocado para recibir una misión. Ve, le dice, porque «dentro de cuarenta días, Nínive será destruida» (Jon 3,4). Ve, ayúdalos a comprender que con esa manera de tratarse, regularse, organizarse, lo único que están generando es muerte y destrucción, sufrimiento y opresión. Hazles ver que no hay vida para nadie, ni para el rey ni para el súbdito, ni para los campos ni para el ganado. Ve y anuncia que se han acostumbrado de tal manera a la degradación que han perdido la sensibilidad ante el dolor. Ve y diles que la injusticia se ha instalado en su mirada. Por eso va Jonás. Dios lo envía a evidenciar lo que estaba sucediendo, lo envía a despertar a un pueblo ebrio de sí mismo.
Y en este texto nos encontramos frente al misterio de la misericordia divina. La misericordia rechaza siempre la maldad, tomando muy en serio al ser humano. Apela siempre a la bondad dormida, anestesiada, de cada persona. Lejos de aniquilar, como muchas veces pretendemos o queremos hacerlo nosotros la misericordia, se acerca a toda situación para transformarla desde adentro. Ese es precisamente el misterio de la misericordia divina. Se acerca e invita a la conversión, invita al arrepentimiento; invita a ver el daño que a todos los niveles se esta causando. La misericordia siempre entra en el mal para transformarlo.
El rey escuchó, los habitantes de la ciudad reaccionaron y se decretó el arrepentimiento. La misericordia de Dios entró en el corazón revelando y manifestando lo que será nuestra certeza y nuestra esperanza: siempre hay posibilidad de cambio, estamos a tiempo de reaccionar y transformar, modificar y cambiar, convertir lo que nos está destruyendo como pueblo, lo que nos está degradando como humanidad. La misericordia nos alienta a mirar el presente y confiar en lo sano y bueno que late en cada corazón. La misericordia de Dios es nuestro escudo y nuestra fortaleza.
Jonás ayudó a ver, ayudó a tomar conciencia. Acto seguido, su llamada encuentra hombres y mujeres capaces de arrepentirse, capaces de llorar. Llorar por la injusticia, llorar por la degradación, llorar por la opresión. Son las lágrimas las que pueden darle paso a la transformación, son las lágrimas las que pueden ablandar el corazón, son las lágrimas las que pueden purificar la mirada y ayudar a ver el círculo de pecado en el que muchas veces se está sumergido. Son las lágrimas las que logran sensibilizar la mirada y la actitud endurecida y especialmente adormecida ante el sufrimiento ajeno. Son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión.
Que esta palabra suene con fuerza hoy entre nosotros, esta palabra es la voz que grita en el desierto y nos invita a la conversión. En este año de la misericordia, y en este lugar, quiero con ustedes implorar la misericordia divina, quiero pedir con ustedes el don de las lágrimas, el don de la conversión.
Aquí en Ciudad Juárez, como en otras zonas fronterizas, se concentran miles de migrantes de Centroamérica y otros países, sin olvidar tantos mexicanos que también buscan pasar «al otro lado». Un paso, un camino cargado de terribles injusticias: esclavizados, secuestrados, extorsionados, muchos hermanos nuestros son fruto del negocio del tránsito humano.
No podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la migración de miles de personas, ya sea por tren, por carretera e incluso a pie, atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos. Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un fenómeno global. Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado. Frente a tantos vacíos legales, se tiende una red que atrapa y destruye siempre a los más pobres. No sólo sufren la pobreza sino que encima sufren estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza en
los jóvenes, ellos, «carne de cañón», son perseguidos y amenazados cuando tratan de salir de la espiral de violencia y del infierno de las drogas. ¡Y que decir de tantas mujeres a quienes se les ha arrebatado injustamente la vida!
Pidámosle a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas, pidámosle tener el corazón abierto, como los ninivitas, a su llamado en el rostro sufriente de tantos hombres y mujeres. ¡No más muerte ni explotación! Siempre hay tiempo de cambiar, siempre hay una salida y una oportunidad, siempre hay tiempo de implorar la misericordia del Padre.
Como sucedió en tiempo de Jonás, hoy también apostamos por la conversión; hay signos que se vuelven luz en el camino y anuncio de salvación. Sé del trabajo de tantas organizaciones de la sociedad civil a favor de los derechos de los migrantes. Sé también del trabajo comprometido de tantas hermanas religiosas, de religiosos y sacerdotes, de laicos que se la juegan en el acompañamiento y en la defensa de la vida. Asisten en primera línea arriesgando muchas veces la suya propia. Con sus vidas son profetas de la misericordia, son el corazón comprensivo y los pies acompañantes de la Iglesia que abre sus brazos y sostiene.
Es tiempo de conversión, es tiempo de salvación, es tiempo de misericordia. Por eso, digamos junto al sufrimiento de tantos rostros: «Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor apiádate de nosotros… purifícanos de nuestros pecados y crea en nosotros un corazón puro, un espíritu nuevo» (cf. Sal 50/51,3.4.12).
Deseo aprovechar este momento para saludar desde aquí a nuestros queridos hermanos y hermanas que nos acompanan simultaneamente al otro lado de la frontera, en especial a aquellos sue se han congregado en el estadio de la Universidad de El Paso, conocido como el Sun Bowl, bajo la guia de su Obispo, S.E. Mons. Mark Seitz. Gracias a la ayuda de la tecnologia, podemos orar, cantar y celebrar juntos ese amor misericordioso que el Senor nos da, y el que ninguna frontera podrá impedirnos de compartir. Gracias, hermanos y hermanas de El Paso, por hacernos sentir una sola familia y una misma comunidad cristiana.
Deseo aprovechar este momento para saludar desde aquí a nuestros queridos hermanos y hermanas que nos acompanan simultaneamente al otro lado de la frontera, en especial a aquellos sue se han congregado en el estadio de la Universidad de El Paso, conocido como el Sun Bowl, bajo la guia de su Obispo, S.E. Mons. Mark Seitz. Gracias a la ayuda de la tecnologia, podemos orar, cantar y celebrar juntos ese amor misericordioso que el Senor nos da, y el que ninguna frontera podrá impedirnos de compartir. Gracias, hermanos y hermanas de El Paso, por hacernos sentir una sola familia y una misma comunidad cristiana.
Palabras de despedida al término de la misa:
Señor obispo de Ciudad Juárez, José Guadalupe Torres Campos,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Autoridades,
Señoras y Señores,
Amigos todos
Muchas gracias, Señor Obispo, por sus sentidas palabras de despedida, es el momento de dar gracias a Nuestro Señor por haberme permitido esta visita a México.
No quisiera irme sin agradecer el esfuerzo de quienes han hecho posible esta peregrinación.
Agradezco a todas las autoridades federales y locales, el interés y la solícita ayuda con la que han contribuido al buen desarrollo de este propósito. A su vez, quisiera agradecer de corazón a todos los que han colaborado de distintos modos en esta visita pastoral. A tantos servidores anónimos que desde el silencio han dado lo mejor de sí para que estos días fueran una fiesta de familia, gracias. Me he sentido acogido, recibido por el cariño, la fiesta, la esperanza de esta gran familia mexicana, gracias por abrirme las puertas de sus vidas, de su Nación. El escritor mexicano Octavio Paz dice en su poema Hermandad:
«Soy hombre: duro poco y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben.
Sin entender comprendo: también soy escritura
y en este mismo instante alguien me deletrea».
(Un sol más vivo. Antología poética, México 2014, p. 268.)
Tomando estas bellas palabras, me atrevo a sugerir que aquello que nos deletrea y nos marca el camino es la presencia misteriosa pero real de Dios en la carne concreta de todas las personas, especialmente de las más pobres y necesitadas de México. La noche nos puede parecer enorme y muy oscura, pero en estos días he podido constatar que en este pueblo existen muchas luces que anuncian esperanza; he podido ver en muchos de sus testimonios, en muchos de sus rostros, la presencia de Dios que sigue caminando en esta tierra guiándolos y sosteniendo la esperanza; muchos hombres y mujeres, con su esfuerzo de cada día, hacen posible que esta sociedad mexicana no se quede a oscuras. Son profetas del mañana, son signo de un nuevo amanecer.
Que María, la Madre de Guadalupe, siga visitándolos, siga caminando por estas tierras, ayudándolos a ser misioneros y testigos de misericordia y reconciliación.
Nuevamente, muchas gracias.