La humildad es una de las virtudes del diácono, que no intenta hacer el sacerdote. Es humilde
(José M. Vidal).- Celebración del Jubileo de los diáconos en la Plaza de San Pedro. Son los últimos en el escalafón, pero los primeros en el servicio. Porque eso es lo que les pide la Iglesia y el propio Papa Francisco: «Sed servidores de Cristo». Servicio constante y sin agendas, «abiertos a las sorpresas cotidianas». Un servicio coronado por la humildad, porque en la Iglesia «el más grande es el que más sirve»
Rodeado de cientos de diáconos permanentes (con su estola cruzada), Francisco celebra una solemne eucaristía.
Algunas frases de la homilía del Papa
«Servidores de Cristo»
«Apóstoles y servidores no se pueden separar. Son las dos caras de una misma medalla»
«El que anuncia a Jesus sirve y el que sirve anuncia a Jesús»
«Jesús se hizo diácono de todos»
«Otra palabra es evangelizar, misión asignada a todos crtistianos»
«Servir es el estilo con el que vivir la misión»
«Como primer paso estamos invitados a vivir la disponibilidad»
«El que sirve no es un custodio celoso de su prpio tiempo y renuncia a ser el dueño de su propia jornada. Sabe que el tiempo no lo pertenece. Es un don que recibe de Dios, para ofrecerlo a su vez»
«El que sirve no es esclavo de la agenda, disponible a lo no prgramado, dispuesto para el hermano y para lo imprevisto, a las sorpresas cotidianas de Dios»
«Servidor del que llama en cualquier horario. El servidor no tiene horarios»
«Me duele ver horarios en las parroquias. De tal a cual hora. Después, no hay puerta abierta, ni cura ni diácono…Ir más allá de los horarios. Tener esta valentía»
«El Evangelio nos muestra dos servidores: el siervo dle centurión y el propio centurión»
«Su oración es a menudo muy distinta de la nuestra: Señor, no te molestes, no soy digno…»
«La humildad es una de las virtudes del diácono, que no intenta hacer el sacerdote. Es humilde»
«Imitar a Dios sirviendo a los demás»
«En la Iglesia no es grande el que manda sino el que sirve»
«Cada uno de nosotros es muy querido por Dios»
«Un corazón sanado por Dios, que no sea cerrado ni duro»
«Pedir ser curados por Jesús, que no nos llama siervos sino amigos»
«Queridos diáconos, no tengais miedo de ser servidores de Cristo»
Texto íntegro de la homilía del Papa
«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí. En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto.
El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera de horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8).
Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo,
siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro. Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Queridos diáconos, podéis pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida. Y cuando sirváis en la celebración eucarística, allí encontraréis la presencia de Jesús, que se os entrega, para que vosotros os deis a los demás.
Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.