Dios nos libera el corazón de todo pecado, perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno otorgue una amnistía general a las culpas ajenas
(Jesus Bastante).- En un viaje marcadamente ecuménico, el Papa Francisco quiso reservar un lugar especial para encontrarse con la comunidad católica de Ginebra, una minoría en el país, a quienes pidió «conjugar la primera persona del plural, el ‘Nosotros'», y utilizar las tres palabras que Cristo nos ha dejado, las tres ‘p’: «Padre, Pan y Perdón». «Rezamos en cristiano, no a un dios genérico, sino a un Dios que es ‘papá’«, subrayó el Pontífice.
Ante más de 40.000 personas, y un espectacular altar presidido por un bellísimo Cristo iluminado suspendido en el aire, Bergoglio presidió la única Eucaristía en estas doce horas de estancia en Suiza, en el Palacio de Exposiciones de la capital.
El Papa quiso celebrar la misa en francés, en un gesto que no pasó desapercibido a los fieles suizos. Fue una celebración cercana, espiritual, con un fuerte protagonismo de la música -la orquesta y el coro estuvieron deliciosos, se percibía el influjo de la comunidad de Taizé en los cánones- y en el Padre Nuestro, la oración común de todos los cristianos, la que Cristo enseñó directamente a sus discípulos. Una narración, incluida en la lectura del Evangelio, que también hablaba del perdón como una actitud imprescindible para la vida.
También lo quiso reseñar Francisco en su homilía, que leyó en italiano, y que concluyó con una rotunda ovación por parte de los fieles. Una homilía que se basó en tres palabras: Padre, Pan y Perdón. La oración que Jesús nos enseñó comienza por el «Padre Nuestro», porque, señaló, «la palabra ‘Padre’ es la llave de acceso al corazón de Dios», rezando «en cristiano», esto es: «Conjugando la primera persona del plural, el ‘Nosotros'».
«El Padre Nuestro es la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad. Somos hijos amados«, subrayó Francisco, quien añadió que esta oración «es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer. Amar a Dios, nuestro padre, y a los hermanos».
«Es la oración del ‘Nosotros’, de la Iglesia, sin el ‘Yo’, sin el ‘Mío’… todo dirigido al corazón de Dios, y que se conjuga solo en la primera persona del plural», volvió a decir el Papa. Una fórmula ideal en unas sociedades «a menudo desarraigadas», donde «el Padre Nuestro fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido, y no triunfan el miedo ni la incertidumbre».
«No nos cansemos de decir Padre Nuestro, nos recordará que no existe ningún hijo sin padre, y que por tanto ninguno de nosotros está solo en el mundo», subrayó. «Ninguno de nosotros es hijo único. Cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana», añadió, apuntando que «diciendo ‘Padre Nuestro’ afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades, nosotros, sus hijos, estamos llamados a actuar como hermanos, como custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para que no haya indiferencias hacia ningún hermano».
Hacia todos: «Ni hacia el niño que todavía no ha nacido, ni hacia el anciano que ya no habla. Tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar, ni hacia el pobre descartada. El Padre nos pide que nos amemos con corazón de hijo».
La segunda palabra, ‘Pan’, simboliza lo esencial. «No hace falta pedir más. Sólo el pan, es decir, lo esencial para vivir. La comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestras». Así, clamó el Papa, «¡Ay de quien especula con el pan!, el alimento básico debe ser accesible a todos».
Además, pedir el pan es rogar a Dios «Padre, ayúdame a llevar una vida más sencilla«, sabiendo que «la vida se ha vuelto my complicada, se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, en una velocidad que fomenta la ansiedad». En esa tesitura, pedir el pan «es una elección de vida sobria, libre de lo superfluo, contracorriente». «Elijamos la sencillez del pan».
«El pan cotidiano hoy, no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada», recordó Bergoglio. «Es él el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el centro de nuestras vidas, nada vale».
Finalmente, la tercera palabra: Perdón. «Es difícil perdonar», admitió el Papa, quien recordó cómo todos «siempre llevamos dentro algo de amargura y resentimiento, y el rencor vuelve con intereses». Por contra, «el Señor espera nuestro perdón como un regalo», el «único comentario original al Padre Nuestro». Si perdonan a los hombres sus ofensas, también les perdonará el padre celestial. Pero si no perdonan, tampoco el padre los perdonarán. «El único comentario que hace el Señor: el perdón es la cláusula vinculante del Padre Nuestro«.
Revivez l’entrée du #pape dans #Palexpo en vidéo #VisiteduPape #PapeGeneve pic.twitter.com/X0rTq3kAyV
— Tribune de Genève (@tdgch) 21 de junio de 2018
Porque «Dios perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: no nos cansemos de perdonar a los demás«, recordó el Papa, reclamando «una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena biografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obstáculos para el perdón, piedras para remover».
«No hay mayor novedad que el perdón, este perdón que cambie el mal en bien», concluyó Francisco, subrayando que «el Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos. Y entonces nos dona su espíritu». «Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso en la oración, en el encuentro fraterno, en la caridad concreta: así estaremos más cerca del Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el espíritu de la humildad».
Homilía del Papa Francisco:
Padre, pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy. Tres palabras que nos llevan al corazón de la fe.
«Padre» -así comienza la oración-. Puede ir seguida de otras palabras, pero no se puede olvidar la primera, porque la palabra «Padre» es la llave de acceso al corazón de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos en lenguaje cristiano. Rezamos «en cristiano»: no a un Dios genérico, sino a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho, Jesús nos ha pedido que digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez de «Dios del cielo que eres Padre». Antes de nada, antes de ser infinito y eterno, Dios es Padre.
De él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el origen de todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tanto la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos amados. Es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a Dios, nuestro Padre, y a los demás, nuestros hermanos. Es la oración del nosotros, de la Iglesia; una oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida al tú de Dios («tu nombre», «tu reino», «tu voluntad») y que se conjuga solo en la primera persona del plural: «Padre nuestro», dos palabras que nos ofrecen señales para la vida espiritual.
Así, cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre nuestro», renovamos las raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a menudo desarraigadas. El «Padre nuestro» fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido; el miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien, porque en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos amados. Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que nos regenera juntos como familia.
No nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no existe ningún hijo sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en este mundo. Pero nos recordará también que no hay Padre sin hijos: ninguno de nosotros es hijo único, cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana. Diciendo «Padre nuestro» afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades que ofenden el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a actuar como hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni hacia el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla, como tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el pobre descartado. Esto es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos amemos con corazón de hijos, que son hermanos entre ellos.
Pan. Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace falta pedir más: solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre todo la comida suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros. Por esto digo: ¡Ay de quien especula con el pan! El alimento básico para la vida cotidiana de los pueblos debe ser accesible a todos.
Pedir el pan cotidiano es decir también: «Padre, ayúdame a llevar una vida más sencilla». La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy para muchos está como «drogada»: se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, inmersos en una complejidad que nos hace frágiles y en una velocidad que fomenta la ansiedad. Se requiere una elección de vida sobria, libre de lastres superfluos. Una elección contracorriente, como hizo en su tiempo san Luis Gonzaga, que hoy recordamos. La elección de renunciar a tantas cosas que llenan la vida, pero vacían el corazón. Elijamos la sencillez del pan para volver a encontrar la valentía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente humana. Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan relaciones personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina de lo que nos rodea. Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la mesa, nos enseñaban a recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sencillo que tenemos cada día, protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y conservar.
Además, el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el alimento de nuestra vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra cotidianidad, nada vale. Pidiendo el pan suplicamos al Padre y nos decimos cada día: sencillez de vida, cuidado del que está a nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de nada.
Perdón. Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de amargura, de resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado nos provoca, el rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro perdón como un regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario original al Padre nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola frase: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). El perdón es la cláusula vinculante del Padre nuestro. Dios nos libera el corazón de todo pecado, perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno otorgue una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obstáculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al Padre: «¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para poder hacerlo».
El perdón renueva, hace milagros. Pedro experimentó el perdón de Jesús y llegó a ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en Pablo después de haber sido perdonado por Esteban; cada uno de nosotros renace como una criatura nueva cuando, perdonado por el Padre, ama a sus hermanos. Solo entonces introducimos en el mundo una verdadera novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón, que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana. Perdonarnos entre nosotros, redescubrirnos hermanos después de siglos de controversias y laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos de corazón (cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su Espíritu. Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso, en la oración, en el encuentro fraterno, en la caridad concreta. Así seremos más semejantes al Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el Espíritu de la unidad.