Garzón, el mediópata compulsivo

(PD).- La mediopatía, la pasión desmedida y patológica por ocupar el primer plano de los medios de comunicación y la opinión pública, es la expresión más extrema de la posmodernidad política.

Explica Ignacio Camacho en ABC que ell político posmoderno gobierna y se mueve fascinado por el discurso y el lenguaje, las creencias subjetivas, los mitos sociales y esa intuición relativista que Sokal y Bricmont caracterizaron en su célebre ensayo sobre la imposturas culturales, pero además sublima todo eso en programas y actuaciones de gran superficialidad cuya única motivación es el impacto mediático.

El juez Garzón, por ejemplo, es un mediópata compulsivo, de rasgos mucho más políticos que jurídicos, dotado de una intuición poderosísima para situarse -aunque sea a muertazo limpio- en el centro del escenario de la vida pública.

Garzón debe de alimentarse por fotosíntesis, como las plantas, pero segregando su clorofila vital bajo la luz de los focos. Ahora bien: si hay un epítome posmoderno en la dirigencia española es el presidente Zapatero, cuya inventiva para los gestos simbólicos sólo puede compararse, en intensidad, a su desinterés por las categorías y principios conceptuales.

Arquetipo del relativismo, el hombre que consideraba que la propia nación cuyos destinos dirige es un concepto «discutido y discutible», carece de cohesión intelectual interna pero en cambio posee una aguda sensibilidad escénica, capaz de diseñar políticas artificiales de enorme rentabilidad promocional.

Cuando sus designios y percepciones se cruzan con el activismo publicitario de Garzón se produce un verdadero movimiento telúrico: un maremoto de imposturas mediáticas e iniciativas artificiales que agita las olas de una sociedad dominada por el ritmo frenético, convulso y sincopado de la publicidad.

Esto es lo que ha ocurrido con el proceso de la llamada memoria histórica y sus secuelas de tumbas removidas y huesos zarandeados. Zapatero centra y Garzón remata, aunque sea en fuera de juego, y entre el jaleo espumoso de la polémica cenital se dispersa la inquietud por una recesión tan terca como los datos que certifican cada día el batacazo económico.

Pero el Gobierno no se entretiene en celebrar los éxitos de sus jugadas; antes de que cese el alboroto de la anterior activa la siguiente.

Así, ya ha puesto en marcha la revisión de la ley del aborto, y por si no hace suficiente ruido perfila nuevos detalles simbólicos, livianas bagatelas típicas de una gestión posmoderna como el regalo de la famosa bombilla ecológica.

Otrosí, ahí anda la ministra Chacón ordenando protocolos «urgentes» -¿habrá urgencias en este país?- para revisar los uniformes de las mujeres-soldado; quizá pronto el Ministerio de Igualdad promueva la sustitución paritaria de los hombrecillos verdes de los semáforos por muñequitas con falda.

Indefectiblemente, la volátil atención social pica el anzuelo. Nuestro debate público tiene la estructura de un «reality-show», la escenografía de un casting de Operación Triunfo y la profundidad de una tertulia de sobremesa; en realidad puede que, en vez de estrategas políticos y expertos en demoscopia, la ideología del zapaterismo la estén urdiendo programadores de televisión.

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