Ictericia mediática

(PD).- Se llama ictericia mediática: una profunda coloración amarilla invade a muchos medios de comunicación cada vez que sucede un crimen de alta sensibilidad social.

Escribe Ignacio Camacho en ABC que la máquina del sensacionalismo funciona a todo trapo alrededor del legítimo dolor de las víctimas, acaso las únicas que poseen disculpa para la ofuscación, y arrolla cualquier atisbo de ponderación para promover una sacudida emocional que haga subir las audiencias de un circo macabro en el que se comercia con los sentimientos y se sirve sin rubor la muerte como espectáculo de masas.

Ese clima obsceno de emotividad inducida suele acabar en campañas de agitación pseudopolítica en las que se piden cambios legales desde una sensibilidad colectiva inflamada por la cólera.

De este modo, la basura informativa sirve de combustible para una hoguera de indignación estimulada desaprensivamente por implacables fabricantes de audiencias que violan la protección infantil, que entrevistan con morosa delectación a menores, que pagan por declaraciones morbosas u organizan pseudodebates de regodeo en torno a los detalles más escabrosos y las historias más truculentas. Sin respeto, sin piedad, sin comedimiento.

En ese clima de enardecimiento pasional, en el que el confuso desconsuelo de las víctimas constituye tan sólo el pretexto para poner en marcha la picadora de carne, cualquier llamada a la serenidad puede resultar confundida con una antipática falta de compasión o una elitista distancia con el sufrimiento ajeno.

No queda sitio para la reflexión en medio de una atmósfera encendida de histerismo y vehemencia que reclama cadenas perpetuas, penas máximas y castigos inmediatos para aplacar la ira previamente exacerbada de un pueblo que necesita respuestas inmediatas a su desconcertada impotencia ante la irrupción gratuita de la agresión y la violencia.

Y sin embargo, es necesario pensar. Las reglas de la justicia no pueden modificarse al calor de oleadas emotivas ni de clamores inducidos por la manipulación de los sentimientos. El Código Penal no es una ley del Talión sujeta al criterio de masas enardecidas por arrebatos de rabia. Si hay que endurecer las penas será preciso primero un debate sereno y reflexivo, alejado de la furia vindicativa e inmediatista. Y eso no puede hacerse bajo el fragor sobreexcitado por el amarillismo, la carnaza y la quincalla moral de los inescrupulosos mercaderes del dolor.

El derecho es la expresión normativa de unos valores morales y unas ideas sociales; pero se organiza desde la razón, desde el pensamiento y desde la responsabilidad, no desde el ímpetu ni desde la pasión ni desde el antojo.

Menos aún, desde la bilis segregada por un hígado inflamado de desvergonzada, procaz ictericia inoculada por ventajistas traficantes de vísceras, siniestros mayoristas del tremendismo, lúgubres buhoneros de la desesperación colectiva.

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