El Bayern volvió a golear al Barça y se enfrentará al Dortmund en la final de Wembley
El Bayern Múnich confirma su poderío humillando a un Barça sin Messi con otra goleada en el Camp Nou que deja la eliminatoria en un histórico 7-0.
Como subraya Miguel L. Serrano en Punto Pelota, cuando la evidencia es tan manifiesta, no queda más remedio que estrechar la mano a tu rival y aplaudir.
Hoy en día, la diferencia entre el Bayern Múnich y el Barça es abrumadora en todos los sentidos que se les ocurran. El 7-0 global de la eliminatoria es tan contundente que pudo hasta con el dolor.
Cuando hay tanta distancia llega un momento que ni sientes ni padeces. Eso le ocurrió ayer al barcelonismo, resignado a la aplastante superioridad de un equipo llamado a marcar un ciclo glorioso. Un ciclo como el que, al menos en Europa, parece acabarse en el Camp Nou.
No tuvo respuestas el Barça, despojado del partido y del orgullo, huérfano de su estrella y tristemente ajusticiado en una noche en la que se completó el traspaso de poderes.
Dio la impresión incluso de que los alemanes ni siquiera tuvieron que pisar a fondo el acelerador. Pareció que si no hicieron más sangre fue porque no quisieron.
La derrota culé no tiene mayor excusa que una inferioridad incontestable, tampoco debe justificarla la ausencia del lesionado Messi.
El Barça sólo pudo arrodillarse ante la exuberancia bávara, increíble su derroche físico y futbolístico.
El Bayern alcanzó merecidamente la final de Wembley, que disputará frente al Borussia el 25 de mayo. Se impuso la ley del más fuerte. Lo dicho: aplaudir y poco más.
Nunca hubo la sensación en el Camp Nou de que el milagro fuera posible. El Bayern demostró una seguridad y una personalidad abrumadoras, demasiada chicha para un adversario voluntarioso pero descaradamente inferior, tan mermado como su santo y seña.
A la que se supo que Messi no iba a ser titular, la misión se convirtió definitivamente en imposible. El argentino aguardó todo el partido en el banquillo. No es que no hiciera falta recurrir a él, es que no mereció la pena.
Aguantó el Barça un tiempo, porque en quince minutos los bávaros llegaron tres veces de forma clara, todas ellas desbaratadas por un imperial Piqué, el mejor jugador azulgrana. Pero no se trataba sólo de aguantar.
Hacían falta cuatro goles, achuchar, creer en la proeza, cerrar los ojos y dejar volar esa imaginación infantil que reclamó el central en la previa. Sucedió que el ogro alemán espantó a todos los niños, demasiado grande y demasiado fuerte como para enfrentarse a él.
No es que el Barça se asustara, es que sencillamente no supo cómo meterle mano. Quizá hoy en día nadie tenga la fórmula para detener semejante apisonadora. El bávaro es un conjunto sin fisuras, excelso física y técnicamente, sobrado de talento, tácticamente bien trabajado y feliz, inmensamente feliz.
Ningún futbolista tiene problemas para bajar al barro y todos se compenetran a la perfección. Heynckes se irá dejando a este grupo en la cima de Europa.
En realidad, el poderoso despliegue bávaro no hizo más que confirmar la evidencia: o se alineaban los planetas o aquello no daba para más.
El equipo alemán adelantó la presión y alejó de su área al Barça. Pero además jugó con sentido, muy fresco de piernas y de mente, nada que ver con su rival.
El Barça se fajó cuanto pudo, muy flojo Cesc, impreciso Iniesta, superado Xavi, autor de la única gran ocasión culé, un zurdazo dentro del área que se fue alto. Todos los jugadores azulgranas, en realidad, quedaron ocultos tras la exuberancia bávara, sin fuerzas ni energía.
El gol de Robben a los tres minutos de la reanudación, un zurdazo inapelable, aceleró la rendición culé.
Tito sacó la bandera blanca retirando a Xavi y a Iniesta antes de que Piqué en propia y Müller de cabeza terminaran de certificar la humillación. Nunca en su historia el Barça había perdido una eliminatoria de Champions por siete goles a cero.