“Yo soy el entrenador de este equipo y algo bien estaré haciendo, eso seguro”. Con estas palabras, un feliz Zinedine Zidane se sentaba ante los medios en rueda de prensa para analizar la victoria del Real Madrid frente al Manchester City y la que será su primera final de Champions League como técnico en su carrera, corta pero muy exitosa hasta el momento, Falta la rúbrica del título y la Undécima en Milán, que le convertiría en un auténtico mito (que ya lo es, pero no desde el banquillo) de una afición que ha asistido asombrada a la transformación, con mejor o peor juego, de un equipo desahuciado en enero: Sin opciones en Liga, eliminado de la Copa del Rey, con la Champions aún lejos y con un vestuario en llamas.
El caso es que Zidane, que desde el primer momento en el que sustituyó a Rafa Benítez fue tildado por no pocos expertos de “entrenador florero” puesto por Florentino Pérez para apaciguar los ánimos de una plantilla que estaba enfrentada al técnico madrileño y, de paso, colocar a quien fue su segundo ‘Gáláctico’ en su primera etapa en la presidencia y uno de los ex jugadores con quien más cariño y relación tiene. Una forma de intentar coger él mismo el toro por los cuernos, con vistas a limpiar el vestuario en verano. El francés se ha encargado de apartar todo eso y reivindicar su papel propio, su voz y su influencia. Hace mucha falta, pues nunca suele darse autobombo y todo el que le profesan los futbolistas suena a oídos de la prensa a discurso preparado para evitar otro sargento en el futuro.
Sin embargo, y esto es algo de lo que muy pocos hablan, Zidane ha logrado unir a la plantilla en base a unos objetivos que se creían perdidos este año. Y con mejor o peor resultado ha intentado darle al equipo el aire que tanto los propios futbolistas como el público reclamaban: un estilo a poder ser siempre de ataque, lo más vistoso posible.