(David Ignatius).- Los líderes del Grupo de los 20 están hablando de crear una nueva arquitectura para la economía mundial en implosión. Pero existe un gran riesgo de que su cumbre de crisis en Londres dentro de tres semanas fomente una versión remendada de la inestabilidad que nos metió en problemas en primer lugar.
El presidente de la Reserva Ben Bernanke hizo una detallada descripción del problema en su discurso la semana pasada ante el Council on Foreign Relations. “Es imposible entender esta crisis sin mencionar los desequilibrios a nivel global en los flujos de comercio y capital que se iniciaron entrada la última mitad de los años 90,» decía. “Colectivamente no hicimos lo suficiente para reducir esos desequilibrios.” Y así sobrevino la crisis.
El desequilibrio básico consistía en que Estados Unidos consumía mucho más de lo que producía. América financió este exceso de consumo endeudándose con China y las demás naciones pujantes de Asia cuyas economías estaban generando enormes sumas conducidas por las exportaciones. Ambas partes se volvieron adictas a los flujos de comercio y capital: a América le encantaba atracarse de importaciones baratas; a los extranjeros les encantaba el crecimiento rápido fruto de exportar cantidades ingentes de bienes al insaciable mercado estadounidense.
Era una burbuja global: El tsunami de capital extranjero con destino a Estados Unidos ayudó a mantener bajos los tipos de interés, alimentando la bonanza inmobiliaria. Los inversores asumieron riesgos cada vez mayores en una economía globalizada en la que los flujos de miles de millones de dólares eran apenas grupos de puntos en la pantalla del ordenador. Este sistema, placentero pero intrínsecamente inestable, llegó a conocerse como Bretton Woods II.
El peligro ahora, mientras la actividad económica se resiente en todo el mundo, es que los líderes del G-20 aspiren a la recuperación en una nueva versión del viejo sistema de desequilibrios. Es decir, las naciones de Europa y Asia mirarán a América, con su masivo estímulo multibillonario y programas de rescate, para arrancar el calado motor del mundo. América, endeudada masivamente, volverá a su papel de glotón importador, y el resto del mundo volverá a vendernos productos. Y entonces estaremos de nuevo donde empezamos.
Conforme la cumbre del G-20 se acerca, Washington ha venido defendiendo sabiamente un estímulo global coordinado, para evitar los desequilibrios del pasado. Pero las naciones europeas se sienten mucho menos cómodas que los estadounidenses con los gastos deficitarios. Y los chinos se oponen a un yuan más fuerte que encarecería sus exportaciones. La semana pasada, el gruñón Ministro de Hacienda de Luxemburgo se quejaba: «Los recientes llamamientos estadounidenses insistiendo en que los europeos hagan un esfuerzo presupuestario adicional para combatir los efectos de la crisis no fueron de nuestro gusto.” ¿Ah no? Bueno, entonces que se preparen para una nueva repetición del viejo ciclo de prosperidad y crisis alternadas encabezado por Estados Unidos.
Como ejercicio de preparación con vistas al G-20, hagamos algo de memoria económica. La moderna estructura financiera fue creada en 1944 en una conferencia en Bretton Woods, New Hampshire. Fue un marco estrictamente disciplinado: los países mantendrían tipos de cambio fijos; si se metían en problemas, el nuevo Fondo Monetario Internacional aportaría ayuda financiera transitoria. Reforzando el sistema estaba la divisa estadounidense, que podía ser convertida en oro a un tipo de cambio fijo.
El sistema de Bretton Woods perdió paulatinamente su fortaleza. Estados Unidos abandonó el patrón oro en 1971 y permitió que el valor del dólar «flotara» en los mercados internacionales de divisas. Otras economías importantes gradualmente maniobraron también en favor de tipos de cambio flexibles. El FMI seguía estando presente en caso de crisis del préstamo, pero la verdadera clave de las economías emergentes estaba en los sustanciales flujos de inversión privada.
Entonces vinieron Bretton Woods II y su fórmula inespecífica de dependencia financiera mutua. América pondría el mercado; el resto vendería los bienes. Gastamos más de la cuenta; ellos ahorraron más de la cuenta. Los países que desean mantener tipos de cambio artificialmente bajos, como China, tuvieron permiso para hacerlo. El sistema no podía durar, y no duró.
Cuando el G-20 se reúna el 2 de abril, los líderes debatirán el nuevo marco regulatorio financiero, que hará que todo el mundo se sienta mejor (aunque el problema ahora es hacer que los banqueros (BEG ITAL)asuman(END ITAL) riesgos, más que imponerles límites). Quizá la cumbre también apoye una nueva entidad de liquidación global para los complejos acuerdos de compra-venta de valores derivados, de manera que estos venenos financieros no se acumulen en los balances de empresas como AIG.
Pero el G-20 se estará zafando del verdadero problema si sus miembros no afrontan los desequilibrios financieros que dieron lugar a este desastre. La prosperidad del mundo en el futuro exige un estímulo global coordinado ahora, no un esfuerzo asimétrico por parte de Estados Unidos.
© 2009, Washington Post Writers Group