Si el dinero apestara no serían posibles las mafias y la corrupción
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Zapatero, el de las sonrisas inexplicables, le ha dicho al semanario «Newsweek» que «sólo hay que salir a la calle para ver que España no se hunde».
Es verdad: España mantiene constante su altitud sobre el nivel del mar.
Escribe Manuel Martín Ferrand en ABC que el problema no es ni físico ni geográfico. Es económico y, en ese territorio, sí resulta engañosa la afirmación presidencial.
España vive una crisis que resulta insoportable para cuatro millones de parados y sus efectos serán largos y dolorosos para todos los demás. Se advierte en el olor. La abundancia y el bienestar no huelen.
Tal y como Tito Flavio Vespasiano, emperador de Roma, le enseñó a su hijo y heredero -Tito, como su padre-, el dinero no tiene olor.
Así lo han aprendido todos los desalmados que en el mundo han sido, son y serán. Si el dinero apestara no serían posibles las mafias y la corrupción, pública o privada, resultaría más arriesgada y cognoscible. Lo que huele, y mucho, es el hambre. La necesidad.
Cuando éramos madrileños gentes nacidas en cualquier lugar de España, excepto en Madrid; cuando España era un país centrípeto, el hambre tenía, por tener, hasta cartilla de racionamiento.
Carné de identidad. Recuerdo el olor a berza de la escalera de la primera casa que, naciendo los cincuenta, ocupé en la capital.
Sonaba en el patio un pasodoble de Quintero, León y Quiroga en el que la letra afirmaba con valor de acta notarial:
«Cocidito madrileño,
repicando en la buhardilla,
que me huele a yerba-buena
y a verbena en las Vistillas»
La voz la ponía un madrileño de Logroño, Pepe Blanco -no confundir con el ministro del mismo nombre-, y, conjuntados la música, la letra y el olor de la escalera, el resultado era testimonio de la necesidad imperante.
España no se hunde; pero en las escaleras de los edificios, incluso en los dedicados únicamente a oficinas, vuelve a oler a berza y guisote clásico.
Quienes consiguen mantener su empleo, espoleados por la necesidad y el miedo, no pueden sostener el gasto del menú de 8, 9 ó 10 euros con el que, hasta ahora, resolvían el almuerzo en un bar próximo al trabajo.
La tartera ha vuelto a las pocas obras que, fuera del Plan E, tienen actividad y empleo y la fiambrera se calienta en los microondas de las oficinas. El hambre, y la necesidad, paradójicamente, huelen a comida.