Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhague, 1875) era hijo de un zapatero y, como tal, un hombre de origen muy humilde.
Autodidacta, a los catorce años viajó a Copenhague persiguiendo su sueño de convertirse en dramaturgo.
Gracias a la ayuda que le brindaron algunas personas con recursos pudo estudiar, consiguiendo el título de bachiller en 1828.
Fue paradójicamente el escaso éxito de sus primeras obras teatrales lo que le llevó a viajar ampliamente por toda Europa (incluida España) y a empezar a publicar interesantes libros de viajes.
A partir de 1835 comenzó a cosechar algunos éxitos. Pero fueron sus cuentos, (más de 160) inspirados en tradiciones populares y mitológicas y en sus propias experiencias, los que le abrieron definitivamente las puertas a la inmortalidad.
Andersen fue un gran amigo de Charles Dickens e influyó decisivamente en numerosos autores, algunos tan importantes como Charles Perrault o los hermanos Grimm, de los que hablaremos en los siguientes cuentos de este libro.
El escritor danés creó personajes inolvidables a los que identificó con valores y vicios que describían perfectamente la eterna lucha entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, así como la superioridad de la justicia y de la persuasión sobre la fuerza.
Hoy en día, Andersen es considerado uno de los grandes genios de la literatura universal.
Pero, ¿es posible aprender algo de una fábula escrita en 1837, de modo que sea aplicable al mundo de la gestión empresarial en los inicios del siglo XXI?
¿Podrá esta sencilla lectura mejorar nuestras habilidades directivas?
¿No es nuestro mundo completamente diferente al imaginado por el autor?
Sin duda vivimos en una sociedad global y altamente tecnológica, consecuencia de los avances alcanzados en muchas disciplinas científicas.
Los mensajes escritos en 1837, ¿serán todavía válidos para nosotros y para el mundo de la gestión empresarial de este nuevo siglo?
Quizás el lector se sorprenda si le anticipo que este pequeño cuento ilustra perfectamente dos temas de management de máxima actualidad: el «liderazgo del búfalo» y la «comunicación cerrada» en las organizaciones.
¿Increíble, verdad? Bien, veamos…
EL CUENTO DEL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
Hace muchos años, había un emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos.
Tenía un vestido distinto para cada hora del día y, de la misma manera que se dice de un rey, «está en el Consejo», de nuestro hombre se decía: «el emperador está en el vestuario».
La ciudad en la que vivía el emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros.
Una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas.
No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
—¡Deben ser vestidos magníficos! —pensó el emperador—. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos.
—Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela —dijo.
Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban, aunque no tenían nada en la máquina.
A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela», pensó el emperador.
Pero había una cuestión que le tenía un tanto cohibido, ya que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo.
No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro para cerciorarse de cómo andaban las cosas.
Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores —pensó el emperador—. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar las cualidades de la tela, pues tiene talento y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó en la sala ocupada por los dos embaucadores, quienes seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! —pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas—. ¡Pero si no veo nada!».
Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo.
Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados pero sin ver nada, puesto que nada había.
«¡Dios santo! —pensó—. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, des- de luego no puedo decir que no he visto la tela».
—¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? —preguntó uno de los tejedores.
—¡Oh, precioso, maravilloso! —respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes.
—¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, le diré al emperador que me ha gustado extraordinariamente.
—Nos da una gran alegría —respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo.
El viejo tuvo buen cuidado de memorizar bien las explicaciones para poder repetírselas al emperador.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo.
Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista.
Al segundo le ocurrió lo que al primero: miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
—¿Verdad que es una tela bonita? —preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto —pensó el hombre—, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta».
Y se deshizo en alabanzas a la tela que no veía, y exhibió su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
—¡Es digno de admiración! —le dijo al emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto que el emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar.
Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, quienes continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
—¿Verdad que es admirable? —preguntaron los dos honrados dignatarios—. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos —y señalaban el telar vacío.
«¡Cómo! —pensó el emperador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
—¡Oh, sí, es muy bonita! —dijo—. Me gusta, la apruebo.
—Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío, ya que no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el emperador:
—¡Oh, qué bonito!, —y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente.
—¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! —eran las palabras que corrían de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con esa tela.
El emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se la prendieran en el ojal y les nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del soberano.
Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra. Finalmente, dijeron:
—¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el emperador en compañía de sus caballeros principales. Los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
—Esto son los pantalones, ahí está la casaca, aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
—¡Sí! —asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
—¿Quiere dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva —dijeron los dos bribones— para que podamos ponerle el nuevo delante del espejo?
Se quitó el emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes.
Y, cogiendo al emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
—¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! —exclamaban todos—. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
—El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión aguarda ya en la calle —anunció el Maestro de Ceremonias.
—Muy bien, estoy a punto —dijo el emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? —y se volvió una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.
Y de este modo echó a andar el emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
—¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del monarca había tenido tanto éxito como aquel.
—¡Pero si no lleva nada! —exclamó de pronto un niño.
—¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! —dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
—¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
—¡Pero si no lleva nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón.
Mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin».
Y siguió más altivo que antes, y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
LOS PERSONAJES
Este pequeño cuento está poblado por una gran diversidad de personajes, desde el emperador hasta el pueblo llano.
Detengámonos un momento en los caracteres más importantes de la historia:
- El emperador. Aparece como un personaje obsesionado por su excesiva atención, casi una devoción, a su vestimenta. «No se interesaba ni por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba pasear por el campo», nos dice el autor, «sólo quería lucir sus trajes nuevos»; «le encontrareis en el vestuario, no en el Consejo», decían sus cortesanos. Un personaje incapaz de rectificar con tal de mantener su dignidad (incluso sin ropa) y que aguanta la farsa hasta el final, aun sabiendo en su fuero interno que el pueblo tiene razón cuando le grita que está desnudo.
- Los truhanes. Dos redomados farsantes que se hacen pasar por expertos tejedores capaces de tejer las más maravillosas telas. Con engaño consiguen convencer a todos de su capacidad para crear un tejido de su invención: una tela prodigiosa que se hace invisible a toda persona no apta para su cargo o irremediablemente estúpida. Un par de truhanes que persiguen con astucia un modo de enriquecerse rápidamente. Poseen un objetivo claro y manejan los hilos de la trama en su propio y exclusivo beneficio.
- El viejo ministro. Se trata de un hombre honrado y de talento que desempeña bien su cargo, pero que se calla ante la mentira a pesar de ser consciente de no ver tela alguna y, de esta manera continúa y da validez al engaño de los dos truhanes. Demuestra así ser capaz de cualquier cosa con tal de complacer al emperador (y, de paso, asegurarse su continuación en el puesto).
- El séquito y los ayudas de Cámara. Un grupo de personajes que mira y remira la tela prodigiosa sin, por supuesto, ver nada pero que, a pesar de ello, ex- clama hipócritamente: «¡Qué bonito!», alimentando así la patraña.
- El gentío. La gente del pueblo gritaba desde calles y ventanas: «¡Qué magnífico es todo!», sumándose así al engaño generalizado. Hasta que finalmente se ven obligados a cambiar de opinión, cuando un niño inocente les repite varias veces que el emperador no lleva ropa alguna.
- El niño. Es el héroe de nuestra historia. Representa la persona libre de ataduras y capaz de decir simplemente lo que ve a su alrededor, aunque ello le ponga en situación incómoda. Es, sin duda, el personaje más honesto de todos. «¡Pero si no lleva nada!», grita en medio de la calle con el único apoyo de su padre. Así comienza a extenderse el mensaje entre la multitud hasta que al final el pueblo entero lo repite: «¡Pero si no lleva nada!»
ENSEÑANZAS DE MANAGEMENT
Permítame lector animarle ahora a releer este cuento desde el punto de vista del management.
Trataremos de identificar lecciones y reglas de actuación para la mejora en la gestión de nuestras empresas y especialmente de nosotros mismos como directivos.
Esta fábula presenta y describe en gran medida dos de los más grandes problemas a los que actualmente nos enfrentamos en la dirección de muchas de nuestras modernas organizaciones. Me refiero al llamado «liderazgo del búfalo» y a la «comunicación cerrada» en nuestras organizaciones. Vamos a reflexionar sobre ambos.
El liderazgo del búfalo
Examinemos en primer lugar la figura del emperador desde el punto de vista de su liderazgo.
El emperador siente una gran debilidad por los trajes. Una debilidad de carácter fácil de ver e identificar por sus propios cortesanos y súbditos, que tiene una doble manifestación:
En primer lugar, antepone su objetivo personal a las obligaciones de su cargo.
Su «deseo de vestir bien», lo traduciríamos hoy en día por: «Mi imagen directiva por encima de todo», un defecto común y muy visible, por cierto.
Muchos altos directivos —y no digamos políticos— utilizan los departamentos de relaciones públicas e institucionales en su propio beneficio y no en el de la organización.
En segundo lugar, al ser tan visible su debilidad, permite que otros puedan aprovecharse fácilmente de ello en su propio interés: «Todo aquello que sea capaz de presentar a mi jefe de modo que mejore la imagen de este, me valdrá puntos…», piensan taimadamente muchos directivos.
El emperador llega a creerse una gran mentira en un terrible autoengaño y a supeditar a ella toda su actuación «directiva».
¿Qué hacen los personajes que le rodean? Evidentemente, tratan de sacar partido: los «tejedores» de modo directo (obtener una ganancia) y el viejo ministro tratando de conservar su puesto y sus privilegios.
Lo más peligroso de esta situación es que el autoengaño personal del emperador llega a convertirse en una situación de engaño colectivo en el que todos luchan para proteger su estatus, sus intereses personales y su posición en la Corte.
Incluso el «pueblo llano» (una buena representación de los empleados de «a pie») en un principio se deja arrastrar por la situación.
Paradójicamente, todos los participantes en la farsa saben en su fuero interno que todo es mentira y que el vestido no se puede ver, simplemente porque no existe.
Pero aun así, todos se dejan llevar por el engaño por distintas razones, aunque todas ellas egoístas y muy aleja- das del «bien del reino».
Ahora bien, como el emperador ha decidido y, con su decisión, —da igual que sea errónea—, marcado una dirección, todos lo siguen sin rechistar, del mismo modo que un rebaño de búfalos sigue a su líder sin titubear. (Como probablemente sepan, el rebaño de búfalo es capaz de despeñarse si el líder de la manada así lo decide).
El «liderazgo del búfalo» (descrito por J.A. Belasco&R.C. Stayer) se refiere al liderazgo tradicional, el de «ordeno y mando» que favorece un ambiente de «comunicación cerrada».
La similitud con nuestras empresas es apabullante: el directivo principal marca un camino, que incluso siendo percibido como erróneo por muchos otros directivos o por su propio equipo, se mantiene sin ser cuestionado de ningún modo.
El «porque lo ha dicho el gran jefe», se convierte en una lógica perversa pero muy frecuente; «mejor me callo mientras trato de conseguir mis intereses u objetivos personales».
Cuando la «cosa estalle» (algo, por otro lado, inevitable) nadie podrá decir ni recriminar nada a nadie, porque todos habían aceptado convivir en el engaño; como dice el refrán, «mal de muchos consuelo de tontos».
Como si no hubiera pasado nada.
Pero los accionistas, los proveedores externos y los empleados sí sufrirán las consecuencias de la ceguera colectiva.
Sino, ¿cuántas empresas no han acabado hundidas por decisiones estratégicas erróneas, que aun siendo reconocidas como tales por muchos directivos, nadie se atrevía a poner «sobre el tapete» por miedo a comprometer su propio futuro individual?
La comunicación cerrada
Volvamos a nuestra fábula y examinemos ahora cómo transcurre la comunicación entre los distintos personajes.
Comencemos por el emperador, quien, persuadido eficazmente por los truhanes, establece su propio objetivo: «un nuevo vestido que permite identificar a los necios e incompetentes».
Una situación kafkiana: un objetivo imposible al que se aferra el mandatario como un niño a su juguete y que provoca el apoyo silencioso de todos los que lo rodean.
Un autoengaño generalizado, a sabiendas de que un «traje que identifique a los necios» no es posible.
Paradójicamente, todos sin excepción lo apoyan como deseable y posible.
Una situación en la que se adoptan unas normas de comunicación ajustadas a la «situación acordada», de modo que todos los datos y hechos que pudieran cuestionar la opinión marcada por el jefe son ignorados, ocultados u olvidados.
Es como si tácitamente se acordara un escenario o situación ideal y todo lo que no se corresponda con ella se hace desaparecer del análisis empresarial. La realidad simplemente se adapta a los deseos del que manda.
Como el engaño es colectivo, no hay responsables directos, todos actúan como un solo rebaño.
Esta postura es causa de grandes errores estratégicos en muchas empresas.
El pensamiento que subyace en la misma es la creencia de que los clientes y los mercados actúan o son como yo los veo.
Se olvidan de que unos y otros actuarán y serán siempre como «realmente son».
En este contexto, el proceso de comunicación no está encaminado a identificar y expandir la verdad de los hechos, sino simplemente a asegurar que los deseos del que manda (por absurdos o equivocados que estos puedan ser) se cumplan, sin atender ni considerar las posibles (y seguras) consecuencias negativas de tal proceso.
El cuento no nos desvela el desenlace del colosal engaño, pero las consecuencias negativas son fáciles de adivinar:
- Pérdidas en las finanzas del reino,
- Deterioro de la imagen personal del emperador,
- Pérdida de credibilidad de los ministros y consejeros,
- Y, lo que es todavía peor, el «choteo» del pueblo llano sobre su clase dirigente.
Este fenómeno por el que se acepta la conformidad con el grupo como valor supremo se ha descrito como «pensamiento grupal» y aparece porque para las personas existen habitualmente dos importantes frenos psicológicos a la comunicación sincera, que son:
- La gente suele sentirse desanimada a actuar en contra de la tendencia del resto del grupo. A la mayoría de las personas les cuesta posicionarse de modo distinto al grupo por temor a ser consideradas diferentes y a «dejar de aparecer en la foto».
- Además, existen determinados «frenos socia- les», (lo «socialmente correcto», el consenso como valor supremo, etc.) que impiden a los individuos expresar abiertamente sus sentimientos o seguir sus propias inclinaciones.
Hace algunos años, el problema del pensamiento grupal fue muy bien descrito como la llamada «Paradoja de Abilene» por J.B. Harwey en un famoso libro del mismo nombre.
Cuando el pensamiento grupal se apodera de las organizaciones, el espíritu de innovación y la creatividad desaparecen.
Piense el lector que el origen de la mayoría del progreso se fundamenta en el cuestionamiento por parte de alguien de una determinada situación y su deseo de cambiarla.
Este problema se ve frecuentemente agravado por el hecho de que habitualmente se ejerce la comunicación como un «proceso vertical» entre los distintos niveles jerárquicos de una misma función en la que solo algunos niveles comunican lo importante a otras funciones.
Cada uno permanece en su «reino de taifas» y solo los reyes hablan entre ellos.
Se trata de la llamada «comunicación entre chimeneas o silos».
El deseo de mantener un consenso aparente y la cohesión del equipo como valor primario, junto a un apoyo mal entendido al líder, están en la raíz de este problema.
Es un enfoque que debilita fuertemente la verdadera comunicación y su finalidad última.
Porque el proceso de la comunicación tiene un objetivo muy simple: tratar de intentar entendernos para encontrar el mejor modo de hacer algo, de mejorar un problema.
Para que esto funcione, es necesario un enfoque abierto y horizontal de la comunicación.
Un estilo abierto de comunicación —que busca la efectividad ante todo— significa:
- Que se consideran varios puntos de vista,
- Que las «reservas» de los participantes se ponen encima de la mesa y se analizan abierta- mente,
- Que el mérito de la idea pesa más que los «galones» de quien lo dice y de «lo corporativamente correcto».
Así pues, no hay comunicación efectiva si no es bidireccional; si no se establece un verdadero intercambio de opiniones en el que no haya «cartas debajo de la mesa».
El primer e imprescindible paso para alcanzar esta comunicación efectiva es la «escucha activa»; sin ella es muy difícil alcanzar un buen entendimiento.
Cuando no escuchamos a la otra parte, realmente la estamos invitando a que ella tampoco nos escuche.
La falta de escucha me resulta un defecto muy español, que además parece estar casi promocionado en la actual sociedad.
Y si no lo creen así, fíjense en dos síntomas de ello: por un lado, las tertulias de radio y televisión parecen una competición de a ver quién grita más y más alto.
Los argumentos son irrelevantes porque los tertulianos no se escuchan entre ellos.
Un amigo que participa habitualmente en este tipo de tertulias me comentaba que la directora del programa le decía que era demasiado correcto, que debía interrumpir y gritar más…
En segundo lugar, nuevos hábitos derivados de la incorporación de las nuevas tecnologías en nuestras vidas nos han llevado a ser esclavos de las herramientas de comunicación que parece que nos exigen constante atención.
Así, estamos continuamente pendientes del correo electrónico, de los mensajes y de los WhatsApps, lo cual hace muy difícil escuchar atentamente a quienes nos rodean.
El secreto de la comunicación no está en la herramienta —que es un mero soporte— sino en la capacidad de comunicación de cada persona.
Todo este aislamiento que hemos creado debe ser «vencido» porque en las organizaciones necesitamos, más que nunca, escuchar para crear un clima de entendimiento y poder resolver con mayor rapidez, y por lo tanto con un mejor uso de nuestro tiempo, cualquier problema.
Los pasos para una verdadera «escucha activa» son:
- Olvídese de su agenda y sus ideas, y concéntrese en lo que la otra persona le está diciendo,
- Evite escucharse a sí mismo. Evite pensar en su propia respuesta mientras escucha al otro y en los prejuicios que le asalten («este no tiene nada interesarte que decirme», por ejemplo),
- Analice lo que escuche, bucee en el significado de lo que dice la otra persona, especialmente si está en desacuerdo con ella,
- Cuando su interlocutor haya terminado y usted se haya asegurado de que le ha entendido bien, responda respetuosamente y no a la defensiva.
Una escucha activa, atenta, por ambas partes, sin agendas escondidas, es el mejor y el único modo de encontrar una buena solución a los problemas.
Si usted se enfrenta al problema de cómo mejorar la comunicación en tu equipo, le ofrezco tres sencillas «recetas»:
- Cree un clima de trabajo que indique claramente que quiere escuchar a cada miembro del mis- mo,
- Comparta siempre con su equipo la información que sea relevante pare ellos,
- Inclúyalos en las decisiones que les afecten.
De esta manera comprobará cómo la comunicación con el equipo se convierte en una gran herramienta motivadora del mismo.
PLAN DE MEJORA PERSONAL
La mejora continua del directivo no es solo una exigencia de nuestros equipos; es también una condición necesaria para nuestra «empleabilidad permanente».
El espíritu de mejora es como un largo viaje, con algunos obstáculos pero también con fuertes recompensas cuando se alcanzan las metas del mismo.
En este sentido, le invito a tomar su agenda y a incorporar algunos nuevos hábitos directivos para desarrollar un plan de mejora que incluya unas buenas prácticas de gestión.
Permítame que trate de ayudarle con estas reflexiones:
- No se convierta en un «directivo búfalo», o acabará matando el talento que le rodea.
- Reflexione sobre cómo actúa en su día a día, sea autocrítico. ¿De quién se rodea habitualmente?
¿Padece el «síndrome de la Moncloa»? Conocerse a uno mismo es la mejor cualidad de cualquier directivo.
En otro cuento de este libro, hablaremos del liderazgo en más profundidad; ahora le pido simplemente que se autoanalice e identifique oportunidades de mejora personal.
- Una comunicación abierta es la otra herramienta de gestión discutida en este capítulo.
Si es usted el líder del grupo o departamento, considere siempre estas tres cosas:
- En las reuniones, anime a los otros a expresar sus puntos de vista, especial- mente si son contrarios a los suyos. Como decía Ray Kroc (fundador de McDonald’s) a sus directivos: «Para saber lo que pienso, no te necesito».
- Asegúrese de que entiende bien lo que quieren decirle después de escuchar atentamente. Compruebe su nivel de comprensión.
- Si es usted el líder, siempre manifieste su opinión en el último lugar, cuando todos los distintos puntos de vista se hayan expuesto. Así no «dirigirá» las opiniones del resto que, en vez de ser sinceras, solo buscarán quedar bien con usted.
Le propongo también un sencillo plan de acción para trabajar el área de la comunicación:
Identifique dos áreas de mejora —en el campo de la comunicación— con su entorno o con su equipo, que este cuento le haya sugerido
Para cada una de ellas, escriba dos acciones o cambios de comportamiento a implantar desde mañana mismo:
Espero que estas sencillas pautas de gestión y su compromiso para mejorar en el área de comunicación eviten que usted o su equipo caigan alguna vez en la trampa del autoengaño colectivo que perdió al emperador del cuento de Andersen.
- El traje nuevo del emperador, una historia sobre la comunicación abierta en las organizaciones
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- El sastrecillo listo, una fábula sobre la orientación a resultados
- Los músicos de Bremen, un relato sobre los equipos de alto rendimiento
- Hansel y Gretel, un cuento sobre la negociación en condiciones difíciles
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