EL problema de blandir un discurso incendiario y de corte populista como el protagonizado por Donald Trump durante la intensa campaña electoral de los últimos meses es que, una vez alcanzada la victoria, las promesas deben traducirse en medidas concretas, cuya aprobación tendría consecuencias negativas, o en incumplimientos flagrantes de su programa, con la consiguiente frustración de sus votantes.
Aún está por ver cómo y en qué se materializará la revolución económica que vendió el candidato republicano bajo el lema «Hagamos a EE.UU. grande otra vez», con el objetivo de crecer a un ritmo del 4 por ciento anual y crear veinticinco millones de puestos de trabajo, pero su plan inicial presenta una serie de incoherencias y contraindicaciones a tener muy en cuenta.
En primer lugar, Trump pretende llevar a cabo una ambiciosa rebaja fiscal que recuerda mucho a la aplicada en su día por Ronald Reagan, con sustanciales reducciones de impuestos a familias y empresas, al tiempo que elimina trabas burocráticas para facilitar los negocios, lo cual, sin duda, impulsaría la actividad económica. Sin embargo, al mismo tiempo, promete gastar hasta un billón de dólares en la construcción de infraestructuras y obra pública, lo que amenaza con disparar el déficit y la deuda si no se implementa correctamente.
Al riesgo del desequilibrio presupuestario se suma, además, el nocivo discurso proteccionista del que ha hecho gala como candidato.
El aumento de los aranceles, la imposición de barreras a productos extranjeros o la ruptura de los acuerdos de libre comercio serían una pésima noticia para EE.UU. a medio y largo plazo, pero también para el conjunto de la economía mundial, ya que podrían desatar una lesiva guerra comercial en la que todos acabarían perdiendo. También su país.
