Torres de Babel y crisis inmobiliaria

(PD).- El primer rascacielos de la Historia, la torre de Babel, fue un fracaso. Dice la Biblia que Yaveh quiso castigar la soberbia de los hombres, pero probablemente lo que el Señor pretendía era humillar la vanidad de los promotores (el Génesis menciona a Nemrod) y de los arquitectos.

Escribe Ignacio Camacho en ABC que, «por desgracia», no aprendieron la lección, y hoy es el día en que siguen desafiando el paisaje de las ciudades con sus grandilocuentes exhibiciones de poderío; la última, por ahora, ese megaladrillo parisino («rascaleches», diría Miguel Hernández) con el que Jean Nouvel pretende aplastar a la torre Eiffel y, de paso, cargarse la perspectiva del Arco de Triunfo mitterrandiano en la Defense.

Claro que, a falta de confusión de lenguas, la Providencia ha enviado una crisis inmobiliaria para frenar la arrogancia de los que se creen amos del universo.

Una vez le pregunté a Miguel de Oriol si le gustaría construir un rascacielos en Sevilla, y su respuesta tuvo la humildad del sabio: «No podría mejorar la Giralda».

Romero Murube, fino poeta y delicado urbanista, ya sentenció que al cielo de Sevilla no le pica nada. Pero los divinos de la arquitectura se empeñan en rascarle la panza, y las cajas de ahorros pretenden levantar un pirulí de César Pelli que le eche la pata a la turris fortísima, aunque sea a costa de tentar la suerte financiera en medio de una recesión que desaconseja aventuras y lleva al ralenti a las cuatro agujas madrileñas del pelotazo de Florentino Pérez, que vistas desde lejos parecen las torres, entre siniestras y mágicas, del Señor de los Anillos.

Lo de París es un pulso insolente e inoportuno a uno de los símbolos urbanos más preclaros, cuya potencia icónica ya tumbó a esa torre negra de Montparnasse sobre la que planea el fantasma de la demolición.

Los franceses llevan décadas tanteando el modo de cargarse el liderazgo del mecano de Eiffel, para lo que cuentan con el conocido prurito de divinidad de sus arquitectos-estrella.

A uno de ellos, el pretencioso Perrault, se le olvidó pensar cuando diseñó la pomposa Biblioteca de Tolbiac que la luz del sol es mala para conservar los libros, y tuvo apresuradamente que recubrir sus cuatro baluartes de cristal con un costoso sistema de persianas eléctricas (lo cuenta regocijado Oscar Tusquets en un libro impagable) que reforzaran el carísimo y antiecológico sistema de aire acondicionado.

A estos magos de la posmodernidad les importa un pijo lo sostenible; siempre encuentran un nuevo rico que les sostenga el derroche.

Por eso se han ido a China y a Dubai a levantar los delirios tecnológicos que en Londres o Nueva York ya no resultan posibles por culpa de la «desaceleración», como dice ZP. Al menos en el desierto no molestan.

Pero en Sevilla, en París o en Barcelona (donde Nouvel construyó un macrosupositorio de colores que sería divertido si no hubiese copiado uno de Foster) no parece ahora mismo lugar ni, sobre todo, momento.

La arquitectura es diálogo con el entorno y respeto al paisaje, a la ecología y a la historia. Los pulsos a la razón se acaban perdiendo. Y los retos al medioambiente se acaban pagando.

Lo peor es que casi nunca los pagan los que los perpetran. Algunos incluso los cobran con abusivo sobreprecio en sus minutas de nuevos dioses.

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