Los delitos cometidos bajo el manto protector de la autoridad pública resultan especialmente criticables porque quiebran la confianza natural entre los ciudadanos y sus representantes políticos
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Otra vez saltan a la luz pública sospechas fundadas de corrupción en el ámbito municipal. La «operación Poniente», desarrollada en Madrid y Andalucía, condujo ayer a la detención de veinte personas, entre ellas el alcalde de El Ejido, miembro del denominado Partido de Almería, que surgió como escisión del PP.
Asimismo, la Guardia Civil desarrolló otra intervención en el Ayuntamiento de Almogía (Málaga), regido por el PSOE, que se relaciona con presuntos delitos de prevaricación por irregularidades urbanísticas.
La corrupción es un fenómeno transversal que puede afectar a políticos relacionados con unos u otros partidos y ello refuerza el efecto de provocar un serio desprestigio de la clase política ante los ciudadanos.
En definitiva, esta lacra produce un grave daño a la legitimidad democrática y, por tanto, debe ser combatida con absoluto rigor.
La Fiscalía Anticorrupción y, en general, todos los poderes públicos tienen el deber de actuar de forma implacable en estos asuntos, siempre con criterios de estricta igualdad ante la ley.
Más aún, cualquier indicio de discriminación o partidismo en el funcionamiento de las instituciones del Estado agrava las consecuencias de la corrupción y acreciente el desencanto de una sociedad que oscila entre la indignación y el escepticismo.
La confusión interesada entre gestión urbanística, financiación de los partidos y maniobras oscuras en los ayuntamientos -muchas veces, con casos de transfuguismo- produce pruebas evidentes acerca de la necesidad de un control efectivo en el plano jurídico y político.
Las comunidades autónomas no son ajenas a esta situación, porque la permisividad excesiva ya demostró sus efectos negativos en el caso emblemático de Marbella.
De nuevo la Junta de Andalucía debe afrontar el reproche social por su ineficacia a la hora de intervenir. Estamos, por tanto, ante un problema que no puede ser reducido a casos aislados ni atribuido a un solo partido, como algunos pretenden con un profundo sectarismo ideológico.
Una sociedad democrática moderna tiene que reaccionar con toda energía frente a quienes intentan -y consiguen con demasiada frecuencia- obtener un lucro injustificado a través de prácticas mafiosas.
Los delitos cometidos bajo el manto protector de la autoridad pública resultan especialmente criticables porque quiebran la confianza natural entre los ciudadanos y sus representantes políticos.
Sólo la reacción contundente de las instituciones del Estado puede devolver a la sociedad esa confianza perdida.