Isabel Polanco, editora

(PD).- Isabel Polanco Moreno murió este sábado 29 de marzo en la clínica Ruber Internacional, en Madrid, a los 51 años. Estaba casada con Alfonso López Casas, abogado y secretario general de Unión Radio, el grupo radiofónico de PRISA, y deja un hijo y tres hijas.

Era una mujer extraordinaria, apasionada, noble, una infatigable trabajadora que hasta el final de sus días estuvo pendiente de su trabajo, pero sobre todo de los demás. Su larga lucha contra la enfermedad, un cáncer al que presentó batalla con enorme gallardía, terminó este sábado 29 de marzo, a mediodía.

Fue pedagoga, editora; siempre ligada al Grupo PRISA, que fundó su padre, Jesús de Polanco, fallecido en julio pasado. Era consejera delegada del Grupo Santillana desde el año 2000.

Su aportación a la edición literaria en español y a la consolidación de Santillana como una de las grandes marcas del mundo educativo iberoamericano no son los únicos factores que hacen admirable la trayectoria que ahora termina. Fue, sobre todo, una extraordinaria mujer, de una sencillez radical.

Confiesa Juan Cruz en El País que le cuesta mucho escribir en pasado de Isabel Polanco. Era una mujer de una enorme energía.

La puso al servicio de su convicción: el español es una gran lengua de cultura, ha de fortalecerse para así fortalecer su porvenir. Y ese porvenir se basa, creía ella, en el idioma de ida y vuelta, un viaje que ha de hacerse con generosidad y con amplitud de miras.

Lo que quiso hacer, e hizo, se parece a ella, una mujer firme, generosa, una fortaleza al servicio de una idea: editar es servir a los otros, ayudar al desarrollo de una lengua, de una cultura, de ese «territorio de La Mancha» del que habla Carlos Fuentes.

Sus primeros años al frente del Grupo Santillana los dedicó a fortalecer esa relación; viajó ella misma a todos los centros que el grupo tiene en América Latina; impulsó iniciativas, como el Premio Alfaguara de Novela, que ella quería que fuera símbolo de su ambición editorial; introdujo con pasión su impronta pedagógica en el universo didáctico de las divisiones educativas de Santillana en todo el mundo, y aún tuvo tiempo para poner en primer plano la prioridad de todo editor: los autores.

La reacción que manifestaron ayer muchos de los autores que la conocieron al enterarse del triste desenlace de su vida simboliza bien el vacío sentimental que deja, porque la relación con Isabel Polanco nunca fue, en ningún ámbito, convencional.

Su pasión era dedicarse a los demás; su manera de hacerlo, la nobleza de ánimo. Le venía de su aprendizaje pedagógico y de su personalidad, que en tantos rasgos -arrojo, delicadeza, gentileza- tanto tiene que ver con la de su padre.

Su instrumento más notorio, en su relación con los otros, con los autores y con su equipo, con los competidores y con los amigos, fue la discreción. Ese rasgo fue crucial en su carácter, porque es la espina dorsal del negocio al que dedicó su vida. Era una persona ante la cual sus interlocutores siempre sentían directamente la principal marca de su carácter: era una persona fiable y profunda, en toda circunstancia.

Para las grandes cosas y también para las menudas, Isabel Polanco siempre fue mucho más que una compañera de trabajo o de proyecto profesional. Siempre encontró tiempo, también en los negrísimos momentos de la zozobra pertinaz de su salud, para estar pendiente de la vida de los otros y de sus propias zozobras; dejó en segundo plano sus propias tribulaciones. La muerte de su padre, que fue un duro golpe para todos los que estuvieron cerca de la familia Polanco, fue para ella, en medio precisamente de su larga crisis de salud, una sacudida, pero que sobrellevó con la entereza discreta con la que asumió todas las turbulencias de una vida que afrontó con un extraordinario espíritu de lucha.

Cuando asumió la dirección general de Santillana, después de haber sido editora, directora de Recursos Humanos de PRISA y directora de la propia Editorial Santillana, Isabel Polanco se empeñó en dotar al grupo de unos supuestos éticos, en las relaciones internas y externas, que luego aplicó con una mano que era al mismo tiempo suave y decidida.

Consumió los primeros años de esa nueva Santillana viajando a América Latina; una semana en España, una semana en América. Sacrificó su salud y su descanso para poner en marcha, casi físicamente, su idea de unificar la gestión de esa ambición que dominaba su figura de editora. Fruto de ese trabajo constante fue uno de los logros que más le animó a seguir: el ingreso de Santillana en Brasil, a través de las editoriales Moderna y Objetiva. Pero no se obsesionó con lo grande, o con lo grandioso, sino que tuvo ojos siempre para los detalles mínimos, para hacer de su manera cotidiana de relacionarse con la vida una pasión permanente, indesmayable. Lo que decía ayer Sergio Ramírez, el último presidente del jurado del Premio Alfaguara, que ella promovió: «Su devoción era la vida».

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