Las 10.000 maneras de insultar en España

(PD).- ¿Le gustaría saber con exactitud lo que significan voces como «guarripanda», «gandido», «dondorondón», «culichichi» o «viceberzas»? La respuesta la da Pancracio Celdrán en «El gran libro de los insultos», una obra que contiene unos 10.000 improperios y que demuestra que, «para insultar, no hay idioma como el castellano».
«La lengua española se caracteriza por la variedad y enjundia del léxico ofensivo y por su gracia y viveza. El insulto castellano es directo y rápido, audaz, como un tiro», afirma en una entrevista con Efe Celdrán, que ofrece en su nuevo libro «calificativos para todo tipo de conducta miserable, mezquina y deshonrosa».
Desde los destinados a «ladrones y maridos aparentemente engañados; chulos destemplados, soberbios montaraces, granujas disculpables o pobres hombres arrinconados por la vida», hasta los relacionados con la sexualidad, con el hambre o con los numerosos habitantes del reino de «los tontos, pícaros, mentecatos, bobos, truhanes y necios de todo pelaje».
En el campo semántico de los tontos moran «Abundio y Pichote, Cardoso y el cojo Clavijo, Perico el de los Palotes, Panarra y Pipí, el tonto de Coria, el del Bote y el de Capirote». Tampoco falta el pobre al que se le ocurrió asar la manteca o «el tonto bolonio».
«El gran libro de los insultos. Tesoro crítico, etimológico e histórico de los insultos españoles» tiene más de mil páginas y es la obra «definitiva» en este campo de Pancracio Celdrán Gomariz, autor, entre otros muchos títulos, de «El libro de los elogios», «Inventario general de insultos», «Diccionario de frases y dichos populares» o «Hablar con corrección».
El citado «Inventario» fue «el germen» de la obra que ahora ve la luz, pero esta es «más seria y ambiciosa». Tiene unas cinco mil entradas y de cada insulto se da información detallada sobre su origen, los lugares donde se utiliza y las metamorfosis que ha experimentado.
Al consultar esta obra, que publica La Esfera de los libros, se podrá saber que el sonoro «dondorondón» se emplea en Murcia para aludir a «un personaje irreal fastuoso y a la vez ridículo», y que «guarripanda» es sinónimo de «persona puerca» en la provincia de Badajoz.
Hay insultos «desconocidos por completo», como «gandido», es decir, «muerto de hambre, desgraciado, hambriento y menesteroso que no tiene dónde caerse muerto».
En Canarias, «culichichi» se le dice al chismoso o a quien carece de importancia social. En Madrid se llamó «culuchiche» al cursi y también tuvo «el significado adicional de adulón y lameculos».
«Viceberzas» se empleaba en el siglo XIX para designar al secretario de un tonto o al que sirve a alguien más idiota que él. Ese término juega con el adverbio viceversa y es lo que Celdrán llama «un insulto de laboratorio».
Rodolfo Chikilicuatre no habrá ganado el concurso de Eurovisión, pero ha logrado dos cosas: que todo el mundo baile el chiki-chiki y que se haya puesto de moda la voz valenciana «chiquilicuatre», un insulto que ya era corriente en el XVIII y que significa «zascandil, don nadie, pelanas». «También se predica de quien es muy poquita cosa, menguado y raquítico». Chiquilicuatro, chipilicuatre y chiquilicuá son otras variantes.
La mayoría de las palabras ofensivas que se utilizan en España cobraron «vigor propio» en América. «El gran libro de los insultos» incluye algunos ejemplos («cusca», «cojudo», «gringo», «guaje» y «guanajo», entre otros), pero sin ánimo de ser exhaustivos porque, como dice Celdrán, «sólo para México se necesitaría otra obra como ésta».
México y Argentina son «los más ingeniosos a la hora del insulto», afirma Celdrán, quien en su extenso prólogo incluye una disposición laboral distribuida entre los empleados de una multinacional en Argentina: «No se utilizarán voces y expresiones tales como ‘carajo; la puta madre; me da por el quinto forro’. No se tolerarán tratamientos como los de ‘hijo de mil putas; guanaco; mal parido; es una mierda; es una bosta’. La falta de determinación no será descrita como ‘falta de huevos; cagón de mierda; pelotudo; boludo'»…, etc. Está claro que en esa empresa cuidan el idioma.
La pobreza de vocabulario que afecta a un buen número de hispanohablantes queda patente también al insultar. En España se abusa de voces como «gilipollas» o «hijo(de)puta».
Por eso, para no caer en «el insulto único», el humorista Forges propone en el prefacio del libro remozar la jerga, y con su habitual ingenio sugiere improperios como «putiliendre», «jilimuermo», «tertuliano», «poliputo», «concejal de urbanismo», «banquero», «cabronoide», «gorronáceo» y «‘pota’voz parlamentario».

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