Se cumple el centenario del nacimiento de uno de los grandes autores del siglo XX

En el Centenario de Albert Camus

El premio Nobel falleció el 4 de enero de 1960 en un accidente de tráfico

En el Centenario de Albert Camus
Albert Camus.

El drama de Camus es también el drama del propio y lamentable siglo XX, un siglo que ha traicionado tantas esperanzas

Se cumple el centenario del nacimiento de uno de los grandes autores del siglo XX. Albert Camus nació en Argelia donde trascurre su juventud. De ascendencia española por parte de madre que le enseñó nuestra lengua, su padre emigrado alsaciano, murió cuando Albert iba a cumplir un año, durante la Primera Guerra Mundial en la famosa batalla del Maine que evitó el avance alemán hasta París.

Premio Nobel de 1957, admirador de Unamuno y Ortega, con preocupaciones acerca de la conciencia humana que nos recuerdan las de Dostoievski, Camus fallecía en trágico accidente de tráfico el 4 de enero de 1960. En su coche siniestrado se encontró un ejemplar de El hombre y lo divino, obra fundamental de la eximia pensadora María Zambrano. Una obra que quizás le había llegado demasiado tarde, justo a las puertas de la muerte: la conciencia misma se agranda tras un desengaño del amor, como el alma misma se había dilatado con su engaño. Si naciésemos en el amor y en él nos moviésemos siempre, no hubiéramos conciencia. Y esta suerte de epitafio es un resumen de toda vida de plenitud, aún la del gran humanista tan prematuramente arrebatado por la muerte. Por una muerte absurda, como tantas de ahora, o de siempre, que sin embargo no le impidió constituirse en uno de los más notables y honrados testigos de su tiempo. Tiempo de búsquedas y desengaños, dirigido al alba pero arrumbado en el ocaso, en que, arrumbada o abandonada la metafísica, el hombre desligado resulta un extraño para sí y para su mundo verdadero: el que tiene que ver con el alma y el amor, auténticas medidas del universo.

La conciencia

Símbolo moderno de la conciencia, Albert Camus es testigo de los actos que se ejecutan sin ser demasiado consciente de ellos como los del señor Meursault, el protagonista de El extranjero (o El extraño, según la versión de Carlos Sainz de Robles). Una noticia modifica su sombría vida anónima de oficinista. Su madre muere sola y pobre en un asilo. El entierro como rito ajeno y desolador pues se comporta casi como un extraño. A sus preguntas, contesta que no sabe si ama a Marie, pues eso no significa nada, pero que da igual, que si quiere se casa con ella. La excursión dominguera, trivial, al mar. Sensaciones vulgares. Y luego, el drama que acecha, el homicidio, la ceremonia de la justicia como otro sacrificio ritual: el final. Meursault no se hace las preguntas últimas, actúa impremeditadamente, vive y muere, pues ya está condenado desde su nacimiento por la inconsciencia y el desamor. El desencuentro con el confesor quien le dice que rezará por él pues tiene un corazón ciego. Vida en la ceguera, sólo aliviada por sensaciones placenteras como la tibieza del cuerpo desnudo de Marie, y que quizás ha de cerrarse con la furia o el insulto.

El drama de Camus es también el drama del propio y lamentable siglo XX, un siglo que ha traicionado tantas esperanzas: así la del sometimiento de los demonios personales gracias a la psicoanálisis o la del comunismo que presuntamente habría de poner fin a la Historia con una civilización sin amos ni esclavos, pero que el cabo se ha revelado como una ideología genocida que el humanista Camus luego abandonó asqueado.

O las de su Argelia natal. La búsqueda de una solución lejos de una imposible «reconquista» o del desarraigo de los franceses de Argelia, que si no tienen el derecho de oprimir a nadie, tienen el de no ser oprimidos y el de disponer ellos mismos de la tierra en que nacieron. Para restablecer la justicia necesaria hay otros medios que el de reemplazar una injusticia por otra. La descolonización no solo de Argelia ha resultado un desastre, acaso cada vez más complejo y difícil de manejar con el auge del islamismo.

La Peste

Pero para mí su obra maestra es La Peste. Una plaga que amenaza la ciudad alegre y confiada como diría otro premio Nobel, Jacinto Benavente. La ciudad dichosa e inconsciente hasta que se manifiesta el mal latente, oculto a los ojos de la sociedad.

Cuando apareció la obra se consideró una alegoría del nazismo, esa peste que infectó cuerpos y almas antes de arrasar Europa. Pero también es un asunto de extraordinaria actualidad, la alegoría profética de un mundo que se nos desmorona desde hace unos años sin que hasta ahora hayamos advertido la profundidad y gravedad de la amenaza.

Como nos advierte Camus: el bacilo de la peste ni muere ni desaparece jamás.
La emergencia del mal ahora en forma de una nueva especie de nazismo devastador pero sin uniformes, cánticos ni correajes. Un proceso de disolución del orden social, de destrucción de la clase media, víctima de la hipertrofia de lo financiero, transformado en poder absoluto y autónomo desligado de lo real.

El mal se manifiesta y ataca a todos, sin respetar a los inocentes. Mas varían las actitudes de los diferentes personajes ante la peste. Así, el patético y abnegado Tarrou que la combate contra toda esperanza. Me quedo con la actitud del heroico y lúcido doctor Rieux, quien decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, pata testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay más cosas en los hombres dignas de admiración que de desprecio.

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