Se encuentra cómoda en el papel recién adquirido

La Reina ríe: Letizia cambia y asegura la supervivencia

Ya no rehúye el trato con la gente, sino que se mezcla con ella y, lo que es más importante, se ve que eso le gusta

La Reina ríe: Letizia cambia y asegura la supervivencia
Mohamed VI saluda a la reina Letizia. MR

@falcarazfer: «Letizia Ortiz, la más elegante y sonriente «Reina de la Felicidad» en el 150 aniversario de Cruz R».

Hasta el último día de su reinado, la Reina Sofía fue definida como una «profesional». Casi desde siempre (un «siempre» que ha medido cuatro largas décadas), así ha sido vista por una inmensa mayoría: desde el Rey Juan Carlos (el primero en acuñar el término), hasta el más republicano de los españoles.

Y todos ellos, en apariencia, sin más propósito que el de condensar en una sola palabra todo lo mucho y bueno que la caracterizaba: rigor, seriedad, sacrificio y una entrega absoluta -mucho más profunda que la institucionalmente exigible- al cumplimiento de sus deberes como Reina consorte.

Pero realmente, ¿era éste el único propósito de tan entusiasta y persistente identificación?

En los últimos años, está claro que no. Convivía con otro, menos confesable: rebajar por contraste la valoración de la Princesa Letizia. En definitiva, el método denigratorio tan típicamente español: a la Princesa no se le criticaba directamente, pero con el ensalzamiento explícito y subrayado de Doña Sofía, el efecto conseguido era el mismo. Y todo esto sin perjuicio de quienes ya optaban por entrar sin rodeos en la crítica abierta de la Princesa, sin sutileza ni maniobra algunas (que también de éstos hubo, y en abundancia).

El pretexto esgrimido para la crítica -declarada o tácita- era, cómo no, la «falta de profesionalidad» de la Princesa (pretexto, que no causa real, pues en el fondo ésta radicaba en la convicción de que la ciudadana Letizia Ortiz estaba incapacitada, tanto social como genéticamente, para ejercer de reina). Y la prueba aportada de tal falta de profesionalidad era su comportamiento en público, ya fuera en actos oficiales o de paisano.

Así, ya se tratase de botaduras de barcos, actos inaugurales de congresos, fiestas de centenario o menos años, escapadas nocturnas a cines culturetas o folklores varios, la crítica era siempre la misma, aun proferida bajo distintos nombres: falta de naturalidad, encorsetamiento, distanciamiento, altivez… En definitiva, una ausencia total de empatía y proximidad en el trato con la gente.

Y probablemente era cierto. Pero no lo era menos que todo ello se debía a que, de tanto obsesionarse por merecer la aprobación de los Reyes y demás miembros del Tribunal de oposición a Princesa de Asturias, Letizia Ortiz no tuvo en cuenta que había un segundo examen que también debía aprobar, y éste aún más importante que el primero: el de los ciudadanos.

Se olvidó. No lo preparó. Y por eso lo suspendió… hasta hoy.

Efectivamente, desde la proclamación de Felipe VI algo ha cambiado. Si se observan las imágenes más recientes de la ya Reina de España (por ejemplo, y muy especialmente, las de su participación en el acto conmemorativo del 150 aniversario de la fundación de la Cruz Roja Española), se percibe algo distinto: la Reina Letizia ríe, no regula los labios; anda, no se auto-desliza; habla, no recita lugares comunes. Y, sobre todo, no rehúye el trato con la gente, sino que se mezcla con ella y, lo que es más importante, se ve que eso le gusta.

En definitiva, la Reina se encuentra cómoda en el papel recién adquirido, y se le nota.

Probablemente, este cambio obedezca a que ya no sufra la tensión de sentirse continuamente sometida al examen de ese Alto Tribunal, dado que ahora es ella, junto con el Rey, quien lo preside.

En todo caso, y sea cual fuere la razón, lo que está probado es que siempre (o casi) que a alguien le gusta la gente y se lo demuestra, a la gente le termina gustando ese alguien. Por eso resulta tan importante para el nuevo reinado que comienza que la Reina consiga ganarse el cariño de sus conciudadanos. Porque sólo así les podrá hacer cómplices en la única tarea en la que un rey no puede permitirse fallar: su propia supervivencia.

 

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