El gran Bruce Lee murió en 1973, hace casi medio siglo, pero sigue siendo una leyenda.
Fue mucho más que un actor y un experto en artes marciales.
Fue el héroe que arrebató a los blancos el dominio de la cultura popular mundial.
Hasta principios de los años setenta del Siglo XX, en el cine o la televisión, los asiáticos estaban condenados a papeles de malvados o de fieles compañeros del protagonista.
Él despedazó el estereotipo y se alzó como el tipo duro al que nadie (ni europeos, ni estadounidenses ni japoneses) afrentaba sin acabar con más de un hueso roto.
Empezaban los setenta y la economía hongkonesa prosperaba con incrementos descomunales del PIB. Pero la realidad era distinta en la todavía colonia británica: una mayoría de población china hacinada en habitaciones para toda una familia.
El estreno en 1971 en las pantallas de Hong Kong de Karate a muerte en Bangkok fue un terremoto sin precedentes: nacía, por fin, un héroe autóctono y moderno al que admirar e imitar. Tras el descomunal éxito de la primera cinta, al año siguiente se dobló la ración: Furia oriental y El furor del dragón.
En 1973 llegaba el asalto planetario.
Los ejecutivos de la Warner vieron potencial mundial a aquellas películas de protagonista con principios, mamporros bien coreografiados y algún que otro momento de humor. El estudio hollywoodiense financió (en parte) y distribuyó Operación Dragón. La película costó 850.000 dólares y recaudó 200 millones en todo el mundo. Bruce Lee nunca lo supo.
Semanas antes del estreno, se tomó un analgésico para el dolor de cabeza, se fue a dormir y nunca despertó. Tenía 32 años.
De chico malo a megaestrella
El combate y el espectáculo fueron su vida desde edad muy temprana. Su padre, un afamado cantante de ópera cantonesa, lo introdujo en el cine de la colonia, donde trabajó de actor infantil.
A los 17 años ganaba un título local de boxeo y, un año después, levantaba también la copa de Hong Kong de chachachá. Encontró tiempo para aprender wing chun (un arte marcial), mezclarse con malas compañías y enzarzarse en alguna pelea callejera.
A los 18 años, sus padres, precavidos, lo facturaron a Seattle, donde residían unos amigos.
Fue en EE. UU. donde eclosionó como un astro de las artes marciales.
Se ganó la vida como instructor de wing chun, modalidad a la que añadió elementos de esgrima, boxeo, judo o aikido, entre otras muchas disciplinas.
A los 18 años fue enviado por sus padres a EEUU. donde eclosionó como un verdadero genio de las artes marciales.
Llamó a su invento Jeet Kune Do (el camino del puño interceptor). En 1964, año en que se casó con Linda Emery, se pasó por un torneo de artes marciales en la californiana Long Beach y dejó al público boquiabierto con sus flexiones con el índice y el pulgar de una mano y su puñetazo a una pulgada (colocaba los nudillos a esa distancia del pecho de su contrincante y, con un rapidísimo movimiento hacia delante, lo hacía salir despedido).
El California dream era posible. Se hizo con el papel de Kato, el chófer y guardaespaldas del millonario protagonista de la serie The Green Hornet.
Duró solo la temporada 1966-67. Pero en Hong Kong tuvo un éxito arrollador, y allí se fue Lee para exprimirlo.
Únicamente vio estrenadas tres películas de artes marciales. Otras dos lo hicieron de forma póstuma (la última, Juego con la muerte, en 1978). Una filmografía corta, pero influyente.
Su lado superhumano tenía mucho que ver con ser uno de los pioneros de la fiebre del fitness.
Corría, levantaba pesas, dormía con estimuladores eléctricos para los músculos, ingería suplementos vitamínicos, ginseng, jalea real, bistecs licuados y, muy probablemente, esteroides.
En su cadáver se hallaron restos de marihuana. Muchos fans quisieron pensar que había sido víctima de una venganza por revelar al mundo los secretos del kung-fu.
Era demasiado duro pensar que la kryptonita que acabó con el héroe pudo ser –es una de las teorías– algo tan prosaico como su ínfimo nivel de grasa, que le hacía altamente susceptible a los medicamentos.