En su ropa lleva impreso el número 999559 y lo llaman La Bestia

A Ángela la violaron y le arrancaron el corazón: su mejor amiga se hizo detective y 25 años después atrapó al asesino

“Tengo grabada a fuego una foto de Angie sobre la cama, había sangre por todos lados y sus ojos estaban abiertos. Hasta hoy recuerdo lo horrible que fue. ¡Muy, muy traumático!”

A Ángela la violaron y le arrancaron el corazón: su mejor amiga se hizo detective y 25 años después atrapó al asesino
Angela Samota, su asesino Donald Andrew Bess y Sheila Gibbons, la amiga que resolvió el crimen. PD

El relato, magistralmente hilvanado es de Carolina Balbiani y aparece este 13 de abril de 2021 en Infobae.

Ángela Marie Samota tenía 20 años, estudiaba informática y electroingeniería y estaba enamorada cuando un brutal asesino la violó, la mató con 18 puñaladas y le arrancó el corazón.

Ángela nació el 19 de septiembre de 1964 en Alameda, California, Estados Unidos. Era la menor de los cinco hijos de Frank y Betty Ruth Samota.

Era alumna en la Universidad Metodista del Sur de Dallas, en Texas.

La noche del viernes 12 de octubre de 1984, Ángela salió con sus amigos, Russell Buchanan y Anita Kadala.

Su novio, Ben McCall, no los acompañó, porque al día siguiente debía levantarse muy temprano para un trabajo que tenía en una construcción

Los tres amigos partieron a la discoteca Rio Room. Se quedaron hasta pasada la medianoche.

Russell recuerda que Ángela parecía conocer a todo el mundo.

Cuando salieron, fue ella quien los llevó en Toyota. A la una de la madrugada, dejó primero a Russell en la calle Matilda Street, en el barrio Lower Greenville de Dallas.

Luego, llevó a su amiga Anita y, se fue a casa.

“Hay un hombre en casa”

Cerca de la 1.45 de la mañana su novio Ben recibe una llamada.

Es Ángela que le cuenta asustada que hay un hombre en la puerta de su departamento que le ha pedido usar el baño y el teléfono.

Pide a su novio que se quede conversando con ella.

“Habla conmigo”, le dice al adormilado Ben, que no llega a comprender si el hombre está dentro o fuera del departamento.

Pero Ángela enseguida le anuncia que lo volverá a llamar y cuelga.

Como no lo vuelve a llamar, Ben preocupado intenta comunicarse con ella varias veces.

Ángela no responde. Alarmado se sube a su auto y maneja hasta lo de su novia.

Golpea la puerta. No hay respuesta. Intenta abrir, pero está cerrada con llave. Ben tiene un teléfono muy moderno para la época que le han proporcionado en el trabajo y llama a información. Ellos lo conectan con la policía.

Lo atiende la oficial Janice Crowther a las 2.17 de la madrugada.

Una pareja policial va hasta el lugar. Observan que el Toyota Supra de Ángela está estacionado fuera, pero no se ve ningún movimiento dentro del departamento.

Por la ventana, ya han visto que los zapatos que usó Ángela esa noche están en la cocina.

La oficial consigue las llaves en la oficina del gerente del edificio. El compañero policial de Janice entra primero. Mientras ella está en el living lo escucha gritar desde el dormitorio: “Hey Janice, la encontré”.

Su voz no suena nada bien.

El cuerpo ensangrentado de Ángela está atravesado y desnudo sobre su cama. Sus piernas cuelgan de un costado.

Sus ojos azules están abiertos. Tiene 18 puñaladas que la atraviesan. Hirieron su hígado, sus pulmones y han partido su corazón, que además fue arrancado y puesto sobre su pecho.

La autopsia dirá todo esto y que ha sido violada en el mismo momento en el que fue asesinada.

Luego de las pericias, los despojos de la bella Ángela son enterrados en el cementerio Llano, en Amarillo, Texas.

Tres sospechosos

Por un buen tiempo, la policía tuvo en la mira a Russell Buchanan, el joven arquitecto de 23 años que había acompañado a las chicas a salir aquella noche del 12 de octubre.

Él testificó haberse ido inmediatamente a la cama y haberse quedado dormido.

Pero el hecho de que el departamento de Russell quedara a una breve caminata del condominio donde vivía Ángela, en la calle Amesbury Drive, resultaba bastante perturbador para los investigadores.

También mantuvieron bajo la lupa a su novio Ben McCall. Y sumaron a la lista al ex novio de Ángela al enterarse de que una vez, durante un ataque de ira y celos, había cortado la ropa de su novia y la había amenazado con un cuchillo.

Pero no pudieron avanzar mucho más.

Durante la investigación se estudiaron la sangre, el semen y la saliva hallados en la escena, lo que permitió saber que el atacante era “no secretor”.

Eso significa que poseía una mutación genética por la cual su grupo de sangre no aparecía en sus fluidos. Este detalle no menor excluía de la investigación a Ben McCall y al ex novio de Ángela. Pero Russell Buchanan quedó en el centro de las miradas: era “no secretor”.

Una amiga de acero

Sheila Gibbons y Ángela Samota se habían conocido en 1982, en su primer día de universidad en Dallas.

Fueron compañeras de habitación y se convirtieron en grandes amigas. Dos años después, cuando Ángela fue brutalmente asesinada Sheila se mostró desesperada por colaborar con los detectives.

En esos primeros días de declaraciones, contestó todas las preguntas.

Y tuvo que soportar ver el expediente desplegado sobre la mesa con las horrendas fotos de su amiga muerta:

“Recuerdo una de Angie sobre la cama, había sangre por todos lados y sus ojos estaban abiertos. Hasta hoy recuerdo lo horrible que fue. ¡Muy, muy traumático!”.

Cuando la policía le pidió que ayudara en la investigación, no lo dudó. Concertó una cena con Russell Buchanan. La policía lo tenía como principal sospechoso, pero necesitaba descubrir algo más para poder imputarlo. La misión de Sheila era averiguar qué más tenía este joven para decir.

“Mi madre estaba escandalizada, pero Russell vino a recogerme y fuimos a un lugar llamado August Moon. Yo estaba nerviosa y no actuaba con normalidad, mientras pensaba: ‘Estoy sentada al lado de un asesino’ porque, claro, yo creía que él era el culpable”.

Russell le contó que había viajado a Houston a ver a sus padres la misma mañana en que fue descubierto el cadáver de Ángela. çY le aseguró que no se enteró de nada hasta que volvió a Dallas. La historia que había contado Russell a la policía coincidía ciento por ciento. El joven estudiante pasó satisfactoriamente por el detector de mentiras.

Sheila reconoció que una vez ella “había llamado a la policía para reportar que había algo en Russell que me hacía sentir incómoda. De lo que no me di cuenta entonces fue que, en ese momento de mi vida, todo el mundo me hacía sentir incómoda: estaba bloqueada”.

Los detectives no reunieron pruebas para inculparlo, pero la idea de que Russell era el sospechoso que había tenido la suerte de zafar, quedó flotando en el aire. çAun así, él pudo continuar con su vida exitosamente. Sheila, por el contrario, abandonó los estudios universitarios y quedó atrapada en la desesperación de no saber quién había asesinado a su amiga.

El caso se enfrió mientras que en la cabeza de Sheila sucedía el proceso contrario: la tragedia se había convertido en su única obsesión.

La desesperada búsqueda de la verdad

La amiga de Ángela nunca dejó de perseguir a los responsables de la investigación. Los llamaba cada día:

“(…) Los detectives creyeron que, con el tiempo, yo desaparecería. La gente más normal se hubiera rendido y continuado con su vida. Pero yo no. Pensaba que había algo que no era correcto y, simplemente, no aceptaba un ‘no’ por respuesta. Así que seguí llamando”.

Sheila iba a tomar algo con los investigadores a los bares Snuffers y Cardinal Puffs donde hablaban largamente sobre el caso. Pero no lograron llegar a ninguna conclusión.

La relación era tan cercana que, cuando Sheila se casó en 1988, a uno de ellos lo invitó a su boda.

En el año 2004, veinte años después del asesinato de Ángela, Sheila Gibbons de Wysocki vivía en Tennessee y tenía dos hijos.

Una noche mientras trabajaba sobre sus estudios bíblicos tuvo una visión que sería vital para el caso:

“Miré hacia la derecha, y allí estaba Angie. Pensé, ¿estoy soñando? ¿estoy dormida? ¿qué sucede? (…) No hubo palabras, solo que allí estaba ella y su gran sonrisa (…) tengo mucha fe y creo en las señales, y en ese momento pensé: llegó el momento. Me incliné sobre mi mesa de noche y levanté el teléfono para llamar al Departamento de Policía de Dallas. Pregunté por el detective que conocía y le dejé un mensaje. Nunca me devolvió ninguna de las llamadas que le hice. Ese hombre me conocía lo suficientemente bien porque había sido invitado a mi boda, pero nunca me llamó. Me dejó un sabor amargo (…) La parte más descorazonadora fue que me dijeron que en veinte años nadie había llamado, solo yo. Ni una sola persona. ¿Cómo puede ser que alguien muera de forma tan violenta y que nadie llame y quiera saber por qué o quién fue? Eso todavía me hace llorar”.

Fue entonces que Sheila se enteró de que la mejor forma de colaborar y participar activamente en una pesquisa era estudiar para ser investigadora privada.

“Le dije a mi marido que me iba a convertir en una detective privada. (…) Por la noche, después de la cena, mi hijo mayor me leía todas las leyes del estado que tenía que aprenderme y yo se las recitaba de memoria. Me porté como si fuera a ir a Harvard o a Yale”.

Se dedicó en cuerpo y alma a ello y lo logró. No tardó en desilusionarse:

“Pensé que la policía se sentaría a trabajar conmigo ahora que tenía mi licencia de detective. ¡Qué tonta fui! No les importó en lo más mínimo”.

A la revista norteamericana People le dijo que, en todos esos años, había llamado a la policía de Dallas unas 750 veces.

Estaban cansados de atenderle el teléfono y le habían dicho que el kit con las pruebas de la violación ¡se había perdido en una inundación!

Sheila estaba furiosa. Pero su insistencia había renacido con la visión premonitoria de su amiga y su carrera de investigadora privada.

Esta vez, lograría sacar del ostracismo el caso de Ángela. Finalmente, consiguió que el caso fuera re-examinado. Se lo dieron a una detective mujer: Linda Crum.

Sheila Gibbons de Wysocki le dijo a Infobae:

“Tener a Linda Crum involucrada cambió la trayectoria del caso en un ciento por ciento. Creo que las investigadoras mujeres son mejores, en general, por su gran compromiso. Tenerla fue un verdadero plus”.

Era el año 2006 y ya habían pasado 22 años del homicidio. Linda hizo enseguida un gran hallazgo: ¡tenían las uñas de Ángela!… Además, estaba el semen y la sangre. Nada estaba perdido.

Ahora disponían de técnicas que antes no existían: podrían comparar el ADN del atacante con otros miles de ADN recolectados en los bancos de datos.

Empezaron una carrera para tratar de hallar coincidencias. Sheila lo recuerda con emoción:

“Tenían las uñas de las manos de Angie, así que era obvio que ella se había resistido (…) Estaba emocionada porque sabía que eso iba a ser clave: en 1984, las pruebas de ADN recién estaban en su fase inicial, pero 20 años después el ADN se había convertido en una herramienta forense muy poderosa”.

El éxito no fue inmediato. Un día, tres años después, sonó el teléfono de Sheila. Era Linda Crum para darle una sorprendente noticia.

Fue al grano y le dijo: “¡Lo tenemos!”.

Sheila creyó que iba a oír el nombre que siempre había asociado al crimen: Russell Buchanan. Pero no, el nombre le sonó totalmente desconocido.

El contundente resultado de ADN señaló a un hombre llamado Donald Andrew Bess Jr, que había nacido, en 1948, en Arkansas.

Juicio a un preso

Al momento del asesinato de Ángela Samota, en octubre de 1984, Bess tenía 36 años y estaba en libertad condicional a pesar de haber sido condenado, en 1978, a 25 años de cárcel por secuestro y violación.

Para cuando Linda halló la coincidencia de los ADN en 2009, Bess ya estaba de nuevo tras los barrotes con prisión perpetua por otro secuestro y violación ocurridos en 1985.

Durante las audiencias por el crimen de Ángela, en 2010, otras mujeres testificaron haber sido violadas por él.

Incluso su ex mujer declaró que Bess había abusado de ella y de sus hijos durante su matrimonio entre los años 1969 y 1072. Ese hombre era un feroz depredador serial.

Sheila asistió al juicio que se celebró a 1046 kilómetros de su casa y tuvo la satisfacción de escuchar la sentencia el 8 de junio de 2010: fue hallado culpable y condenado a muerte.

Sus apelaciones, interpuestas desde entonces, fueron rechazadas. Espera, sin fecha de ejecución, en la fila de la muerte de la prisión de Polunsky.

En su ropa lleva impreso el número 999559 y lo llaman La Bestia. El número de la Bestia, dicen los que siempre quieren leer algo más en las coincidencias, son esas tres primeras cifras (999) invertidas (666) de su placa de convicto.

“Angie era muy amigable y una de las pocas mujeres en el Departamento de Ingeniería Informática y Eléctrica de la universidad. Lo tenía todo: una gran personalidad, belleza e inteligencia. Durante el primer semestre no nos llevamos bien porque tenía un novio que no me gustaba, pero cuando rompieron nos hicimos muy amigas. Ambas habíamos crecido sin padre y eso fue lo que nos unió. Angie era muy estudiosa y se quedaba despierta hasta altas horas de la noche. Pero yo soy disléxica, la estaba pasando mal, y solo esperaba poder acabar la universidad. Éramos polos opuestos. El asesinato de Angie fue el episodio más traumático de mi vida y no sabía qué era lo que debía hacer. Dormí en el suelo de la habitación de mi madre por un tiempo. Yo había cambiado, había perdido mi inocencia. Nunca volví a la universidad”.

Sheila, tras haber contribuido a la resolución del crimen, sigue desempeñándose como investigadora privada en Tennessee.

Respecto a cómo se enteró del homicidio de Ángela, Sheila le contó a la BBC que estaba pasando unos días en la casa de sus padres cuando ese sábado entró una llamada de línea:

“Cuando sonó el teléfono, entré corriendo a mi habitación. Lo descolgué y, del otro lado, estaba Bárbara, una amiga mía y de Angie. Estaba llorando. Entre sollozos, dijo que había habido un accidente. Bárbara siguió llorando de forma histérica así que, después de unos minutos, no sé por qué, simplemente le dije: ‘¿Está muerta?’. Me dijo que fue un apuñalamiento muy violento, horroroso. Recuerdo haber gritado porque mi madre vino y, cuando colgué el teléfono, entre lágrimas, le conté lo que había sucedido”.

Luego de haber hallado al culpable, Sheila consideró que necesitaba hacer algo más: llamar a Russell Buchanan para pedirle disculpas. Este hombre es hoy es un arquitecto de renombre, dueño de un importante estudio y sus diseños pueblan las revistas de tendencias. Le dijo que quería verlo y hablar del pasado. Russell accedió.

“Lo había odiado porque pensaba que era el asesino. A pesar de todo lo ocurrido él había tenido una gran vida y le iba muy bien en su profesión. Le pedí perdón. Después, fuimos juntos a visitar la tumba de Angie. Es un gran hombre, un ser humano increíble. Me agradeció por ser tan persistente y por ayudar a desenterrar la verdad porque dijo que ahora él estaba libre de aquella nube de sospecha”.

Aunque los milagros escasean últimamente, la creyente Sheila, logró convertir en realidad el suyo.

Resultó ser el verdadero ángel guardián de la memoria de Ángela Samota que un día llegó para hacer justicia.

Te puede interesar

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído