Fue en Somalia. Ayer. En el siglo XXI. Asha, amordazada, entró a base de golpes, bastonazos, escupitajos e insultos al cadalso: la plaza de la portuaria Kismayu. La turba clamaba por el justo castigo a infringir a la que había pecado con el crimen del adulterio. La ley paralela, la irreligiosa de unos barbudos, es la que rige en el mundo de lo abominable. Para disfrute de los que poblaban ayer el recinto público. Para silencio y oprobio del resto del mundo. ¿Lo veremos hoy en las noticias?

Atada la presa de piernas y manos como un vulgar perro, la ceremonia más inmunda estaba dispuesta a comenzar. Las piedras a cientos ya estaban levantadas, cuando un inocente se levantó frente a lo que veía. Era Ismail, su hermano, quien a carne viva gritaba mientras se acercaba corriendo a la adúltera. Los barbudos, en absoluto dispuestos a que nada interrumpiera el pulcro rito, no tardaron en disparar indiscriminadamente. El resultado: Abú, un niño de cinco años, cayó muerto ante los ojos incrédulos de su madre.

Resuelto el “pequeño inconveniente”, ya nada se interpuso en el camino de la ley de la sangre y el honor saciado. El silencio absoluto se apagó con el eco de la primera pedrada, que partió la clavícula derecha de la “traidora perra”, quien encima “osó llorar”. La siguiente destrozó su rodilla; la siguiente hundió su pómulo, la siguiente arrancó las tripas de su vientre; la siguiente le partió la cabeza. Las diez últimas ya no las sintió, pues el frío cadavérico es incapaz de sufrir la vergüenza.

“Así muere una pecadora”, sentenció el justiciero más anciano. Los alaridos del miedo de la mujer se difuminaron de ese modo ante el entusiasmo de los que luego fueron al templo a cumplir con la segunda y preceptiva oración del día.

Fue en Somalia. Ayer. En el siglo XXI.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA