La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Diario de un peregrino en Tierra Santa. Capítulo III: Un día con Pedro

Si el día anterior estuvo dedicado preferentemente a María y, por extensión, a la Sagrada Familia, éste fue protagonizado por la búsqueda de Pedro, la roca sobre la que se edificó la Iglesia. Fue, para mí, uno de los más emotivos. Desde el principio hasta el final.

La mañana comenzó con un paseo en barca en el que cruzamos el Mar de Galilea. Lo bueno ya llegó nada más montar en la embarcación: sonó el himno de España y la bandera nacional se izó en el mástil. No me quedó más remedio que levantarme y llevarme la mano al pecho. Fue increíble atravesar el lago y ver en cómo dejábamos en el horizonte lugares emblemáticos como Magdala, patria de María Magdalena, una de mis santas preferidas. En un momento dado, paramos el motor y quedamos en silencio. Fue cuando pudimos cerrar los ojos y rememorar cosas grandiosas que el Maestro hizo sobre esas mismas aguas: apagar la tempestad, caminar sobre el mar, llamar a la pesca de la multitud cuando no había esperanza… El canto de ‘Tú has venido a la orilla’ sonó a eternidad.

Al otro lado de la costa nos esperaba el Templo de las Bienaventuranzas. Aunque no es el sitio histórico, conmemora por igual las palabras de la promesa de Jesús: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados…”. Allí llegó el alto en el camino: exposición del Santísimo, ojos cerrados, reflexión, cánticos, emoción. Un paseo por sus jardines y otro nutritivo zumo de naranja (yo que no tomo fruta ni aunque me maten) marcaron el paso al Santuario del Primado de Pedro. Allí, “a orillas del mar Tiberíades”, se conserva la roca sobre la que Cristo resucitado se presentó a sus discípulos y, tras indicarles el sitio por el que habían de pescar, éstos obtuvieron cientos de peces. En uno de los pasajes que más me emocionan del Evangelio, Pedro se tira desnudo al mar al reconocer a Jesús. Después de la comida, vendría la triple pregunta del maestro: “¿Me amas?”. Un Pedro triste por su triple traición en la hora definitiva, obtiene por tres veces la misericordia y la reafirmación: “Apacienta mis corderos”. Todos besamos la roca del primado de la Iglesia, siguiendo la acción de sus sucesores, Pablo VI y Juan Pablo II, los dos Papas (cada uno tiene dedicada una capilla en el jardín; Benedicto XVI, en su reciente viaje, no pudo acudir allí) que han estado en dicho santuario.

Tras sumergir nuestros pies en el mismo lago Tiberíades en el que Jesús hizo pescadores de hombres a los instrumentos más sencillos, nos dirigimos a Cafarnaúm. Es imposible describir lo que se siente al pasear por las ruinas del pueblo (entonces tendría unos mil habitantes, siendo el último punto de la Galilea) en el que Jesús permaneció más tiempo durante sus tres años de vida pública. Y es que, pese a que el Maestro recorrió todo Israel, su residencia estaba allí, en la casa de Pedro. Una casa de la que se conserva toda su estructura, aunque derruida. Me estremecí al pensar que por esas calles, que aún se mantienen en gran parte, Jesús llamó a Mateo, el odiado recaudador de impuestos; curó a la hija de Jairo y a la hemorroísa; predicó en la sinagoga (aunque la que se conserva es posterior); y un largo etcétera. Así, mi gran impacto llegó al subir a la iglesia moderna que se ha construido sobre la casa de Pedro. Allí, en el centro de su suelo, un gran cristal muestra desde arriba el hogar. ¡Ésa fue la visión que tuvo el paralítico al que sus amigos subieron al techo e hicieron un agujero para llevarle al Maestro! Esa misma casa, abarrotada, también con el recelo de los fariseos, contempló maravillada cómo no sólo le fueron perdonados los pecados, sino que también volvió a andar. Recé arrodillado, ocupando el espacio que fue ese mismo techo, y también quise levantar extasiado la camilla que me ata a mis ruindades. Esa casa era tan especial… Allí la suegra de Pedro fue curada de su fiebre; allí Jesús de Nazaret comió pan, bebió vino, durmió, curó, rezó… Junto a Pedro y su familia. Junto a un pueblo sin fe, junto a unos discípulos que no se enteraban de nada.

La Misa que tuvimos ante la casa de Pedro, en un altar que, en un jardín, se abría al Mar de Galilea, jamás, jamás la olvidaré. Allí la suave brisa me dio paz, mucha paz. Olía a verdad, olía a esencia. Eso sí, el cambio de paisaje fue brusco. Inma, una compañera, tuvo una lipotimia y acabó en el hospital de Tiberíades. El resto, una vez tranquilos al ver que todo parecía controlado, nos dirigimos a comer a un Kibutz, una de las muchas comunidades colectivas (sus usuarios, al estilo de las comunas, comparten todo) conformadas por colonos en tierra ocupada. En este caso, atravesamos los Altos del Golán y nos adentramos a una zona que hasta la Guerra de 1967 pertenecía a Siria. En el Kibutz comí pescado típico, similar a los que los apóstoles pescaban junto a Jesús.

Después pasamos con el bus a tres kilómetros de la frontera con Líbano, uno de los puntos más conflictivos de todo el país. Desde allí Hizbolá solía dirigir sus cohetes. Y, además, hace sólo dos años de la invasión por Israel de lo que un día fue la Suiza de Oriente Próximo… Los constantes avisos que en la carretera nos advertían contra la presencia de minas no nos tranquilizaban mucho. Finalmente, llegamos a nuestro destino: Cesarea de Filipo, conocida anteriormente como Banias. Allí, aparte de los restos de un templo al dios Pan (dios de la fertilidad), a Zeus y otro que Herodes el Grande dedicó a Augusto, en ese mismo sitio, se produjo un pasaje determinante en el Evangelio. “Cuando llegaron a la región de Cesarea de Filipo”… Jesús, en reconocimiento a la seguridad de Pedro al proclamarle como Hijo de Dios, sentenció: “Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. ¡Allí, ante nuestros pies, la roca! ¡Allí el inicio de la Iglesia! ¡Allí la fe! No pude evitar coger alguna piedra como símbolo de ese momento irrepetible. Ya había cogido más antes en nuestro baño en el Tiberíades. Lo que me iba a pesar la maleta…

Aún en Banias, aprovechando que nacía una fuente del Jordán, todos llenamos botellas y botellas del agua del río en el que se bautizó el Cristo. Si ya tenía el vivo de Caná para la boda, ahora tenía el instrumento del bautizo para mis Malavitos. ¡Lo que cuesta crear una familia! Por cierto, no menos especial fue la ceremonia que siguió. Con el mismo agua del Jordán, cada uno de los presentes renovamos nuestro Bautismo.

La asimilación de tantas emociones (es ahora, en casa, al escribir esto, cuando lo paladeo y asiento en mi corazón y en mi mente) sólo podía llegar con la risa. En la piscina del hotel, Juan Pablo, alias ‘el Tiburón’, dirigió una sesión de aquaerobic. Al pie del agua, al ritmo de la música más discotequera, dirigía los movimientos que decenas de personas imitábamos dentro de la piscina. El espectáculo fue tal que hasta las camareras del comedor y gente de la calle se asomaban a la sesión y no podían evitar desternillarse. A Juanpa le ofrecieron ficharle como animador social del hotel…

Eso sí, el relax definitivo llegó por la noche. Unos cuantos cogimos unos taxis y nos plantamos en el Benidorm de Israel. Cervezas y ¡al fin! puritos, supieron a gloria. Hasta que llegamos al bar del triunfo. De repente, empezó a sonar ‘Volaré’. Un segundo después todo eran palmas, bailes y despelote. Siguieron muchas españoladas más. Flamenquito del bueno y frikadas varias: fiesta. Exaltación de la amistad y orgullo patrio. La gente de la calle flipaba. “Estos españoles…”, vendrían a decir. Y el colofón. El dueño del bar tenía una bufanda del Real Madrid (me fastidia admitir que en la mayoría de los sitios predominaban las del Barça… aunque yo creo que es porque las del Madrid se han acabado). Hablándole de Kaká y Cristiano, dijo: “Bien, bien, pero el mejor es Raúl”. Ahí morí. ¡Olé!

Ya en el hotel, miré por última vez el Mar de Galilea iluminado por la luz de la luna. Melancólico, aunque era feliz. Al día siguiente dormiríamos en Belén. A Belén, pastores; a Belén, chiquitos; que ha nacido el rey de los angelitos…

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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