Con demasiada frecuencia hemos visto que se utiliza la fe como herramienta para dividir a unos y otros; como una excusa para el prejuicio y la intolerancia.
Se han emprendido guerras.
Se han ejecutado inocentes. A lo largo de los siglos, religiones enteras han sido perseguidas, siempre en el nombre de lo que se cree correcto.
Sin duda la misma naturaleza de la fe muestra que nuestras creencias nunca serán iguales. Leemos diferentes libros. Seguimos diferentes mandatos.
Estamos suscritos a diferentes relatos acerca de cómo fue que llegamos aquí. Y adonde iremos luego, y algunos no profesan absolutamente fe alguna.
Pero independientemente de aquello en que elijamos creer, recordemos que no existe ninguna religión cuyo credo central sea el odio. No existe Dios que consienta la eliminación de seres humanos inocentes. Eso lo sabemos muy bien.
Sabemos también que a pesar de nuestras diferencias, hay una ley que vincula a las grandes religiones. Jesús nos dijo ama a tu prójimo como a ti mismo”.
La Torah ordena: “aquello que sea malo para ti, no lo hagas a tus semejantes”. En el Islam, hay una enseñanza que afirma: “ninguno cree realmente hasta que desea para su hermano lo mismo que desea para sí”. Y lo mismo vale para los Budistas, los Hinduistas, los seguidores de Confucio y para los humanistas.
Es, por supuesto, la Regla de oro, la propuesta que nos invita a amarnos, a entendernos, a tratar con dignidad y respeto a todos aquellos con quienes compartimos un breve momento en esta tierra.
Es una regla antigua, una regla simple, pero también uno de los mayores desafíos.
Porque pide de cada uno de nosotros que tomemos responsabilidad por el bienestar de gente que tal vez no conocemos ni admiramos y con quienes tal vez no coincidimos del todo.
A veces, nos pide que nos reconciliemos con acérrimos enemigos.
O que resolvamos viejas disputas.
Y eso requiere una fe activa, vital, y fervorosa. Requiere no sólo que creamos, sino que actuemos, para dar algo de nosotros para beneficio de otros y la construcción de un mundo mejor.