Se cuenta que San Valentín languidecía en una prisión. Un día uno de los carceleros le llevó a la celda a su hija Julia para que la curara. Valentín prometió hacer lo que pudiera.
Examinó los ojos de Julia, le aplicó un ungüento y le pidió que volviera para continuar el tratamiento.
Le dijo a la joven que, sucediera lo que sucediera, el resultado sería la voluntad de Dios. Y rezaron juntos.
Pasaron varias semanas y la vista de la chica no mejoraba. En la víspera de su muerte Valentín escribió a la joven una última carta en la que la animaba a estar siempre cerca de Dios, y firmaba: “De tu Valentín”. Fue ejecutado al día siguiente, 14 de febrero del 269.
Cuando el carcelero fue a su casa, recibió el saludo de su joven hija.
Abrió ella el sobre y descubrió una flor de azafrán dentro.
Al derramarse el polvillo del azafrán en la palma de su mano, por primera vez en su vida la joven vio brillantes colores. Julia había recobrado la vista.
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De nada sirve la belleza sí no la acompaña la inteligencia. La belleza del espíritu es preferible a las bellezas del cuerpo.