El Paris-Brest es una deliciosa corona de masa idéntica a la que se confecciona para profiteroles, rellenada de crema de mantequilla café o praliné, tocada de almendras laminadas y tostadas.
En boca, el conjunto, espolvoreado con azúcar glas y cacao amargo, es pura ternura, delicadeza y provoca auténtica adicción.
Nació en 1891 de la carrera ciclista homónima (1200 kilómetros (Paris-Brest-Paris)), una idea de Pierre Giffard, apasionado de la “petite reine” (la bici) y pionero del reportaje periodístico moderno. También fue director del cotidiano parisino, el «Petit Journal”.
Un pastelero, presenciando la prueba en directo desde Maison-Lafitte (arrabales parisinos), creó en su honor un diminuto manjar en forma de rueda de bicicleta. El goloso Giffard aplaudió la ocurrencia, el plumilleo patrio difundió la noticia y encantada, toda Francia devoró la novedad. Por tanto, prueba, postre y períodico ya míticos hicieron el camino juntitos y en 1931, acogieron incluso a los ciclistas no profesionales. Hoy en día, la cosa sigue en activo (http://www.paris-brest-paris.org/FR/index.php) y la meta atrayendo a más de 5,000 participantes en 2007.
Existen pantagruélicos París-Brest de casi 50cm de rotunda cintura, con radios de rueda hechos de pan, vendidos por porciones a los prudentes fórofos y enteros a los golosos empedernidos pasando del dichoso michelín y del temible colesterol.
Con el siglo XX llegó el revolucionario cubismo, agazapado incluso tras los fogones y unos enrollados pasteleros, soñando con mundos y ruedas novedosas, despojaron el postre de sus redondeces clásicas y aparecieron ante el horrorizado respetable unos Paris-Brest progres de forma.. rectangular.
Sea como sea, su fineza intacta siguió embrujando al gourmet universal con tanta fama que, saltándose las fronteras, la dulce y legendaria rueda comestible siguió su particular carrera de fondo, degustada en los salones más finos del mundo mundial.
El tierno París-Brest de la ilustración, pasado hace mucho tiempo a mejor vida, lo paladeamos regado de chispeantes alegrías de Moët Chandon rosado, bajo los oropeles del mítico Hôtel du Palais y sol tibio del bello Biarritz, playa de los reyes y reina de las playas. Rest in peace.
Foto: Marie-José Martin Delic Karavelic