«La lumière d’automne raccompagne l’éclat du couchant.
Vent pur, le pin de lui-même bruit,
Aux gelées, les oies sauvages commencent à migrer.
Soies multicolores entassées sur les berges aux érables,
Brumes et nuées du couchant abondent au versant du mont bleu.
Errant çà et là, on fredonne seul en les contemplant,
Au crépuscule, on pousse la porte de branchages.» (Poesía budista)
Envuelto en un ambiente mágico, ceñido por los evanescentes cendales de las neblinosas mañanas oceánicas, el magnético Castillo-observatorio de Abbadia (Hendaya, Pirineos Atlánticos, Francia) surge en toda su asombrosa hermosura y elegida soledad, adornado de patina neogótica y de una selecta sociedad de bestiario pedregoso escudriñando el soberbio paisaje. En conjunto, parece un universo pétreo flotante, suerte de dentellado corcel de bruma navegando al ritmo del profundo soplo del cercano océano, entre cielos anacarados y escarpados acantilados sepias. ¿Será un espejismo ideado por las listas hadas lugareñas para atraer a los pobres mortales? ¿El fotogénico nido de un indómito lunático eremítico, el refugio polimorfo de un invisible hechicero? ¿Acaso una encantada madriguera poblada de sortilegios, reptilíneas gárgolas de infernal aliento, cocodrilos de temibles mándibulas tragando doncellas vírgenes? ¿O el amparo de desafiantes bestias petrificadas, aladas y membranosas más demoníacas que el ubicuo Maligno que intentan aplacar? Nada de todo eso, sino una historia de ciencia, ilusiones, periplos y pasión, única y emocionante, que sólo podía brotar de esa Aquitania fabulosa, donde la belleza es cosa seria y tónica perenne.
Esa enigmática joya de cuento, amurallada e icónica, dominando la mítica Cornisa Vasca, justo donde la Princesa Pirineos hunde sus raíces en el rumoroso Atlántico, fue mandada a construir por un simple humano, impropia adjetivación cuando se trata de un príncipe del saber, Antoine Thomson d’Abbadie d’Arrast (Dublín, Irlanda, 3 de enero de 1810, París, 19 de marzo de 1897). En efecto, dicho portento intelectual personificó, por su recorrido camaleónico, al ideal «gentleman scientist» imperante o, según la divertida palabra francesa, al típico «savanturier» cristalizando las ansias socioculturales decimonónicas. Genética y destino cuadraron un ajustado guión dotando a nuestro protagonista, futuro mecenas y promotor del País Vasco, de un ADN ecléctico y una disposición lingüística excepcional (llegaría a hablar catorce idiomas). Con esos dones se garantizó la gloria enciclopédica universal y el cariño de sus contemporáneos, así como la posibilidad de explorar un mundo al alcance de muy pocos, incluido los caminos de las estrellas.
Antoine, uno de esos colosos intelectuales del siglo XIX del cual fue hijo predilecto, nació en Dublín de madre irlandesa y acomodado padre vascofrancés oriundo de Sola, emigrado en la verde isla después de la convulsión revolucionario de 1789. Como sus cinco hermanos, recibió una estricta educación inglesa con trasfondo cosmopolita. De su filovasco progenitor, una filosofía y arraigo especiales a los valores de sus raíces suletinas, empezando por un vínculo fundamental: el idioma. De ahí la presencia-clave en el hogar de una criada oriunda de la añorada cuna natal y la huella definitoria que dejaría dicha influencia étnica en su recorrido existencial.
Con diez primaveras Antoine regresó a Francia, concretamente en la llamada «Ciudad rosa» (Tolosa), donde su familia se estableció. París, siguiente etapa, le proporcionó una burbuja culta y refinada tejida entre La Sorbona, el Museo Nacional de Historia Natural y el Colegio de Francia. Ya flamante bachiller, forofo del universo artístico y científico, prosiguió su formación siguiendo unos cursos de derecho, de mineralogía, etnología y geofísica. Empero, sus afanes exploradores marcarían todos los tiempos de su vida emocional. En 1836, fagocitado por sus sueños de lejanías, pertrechado del material idóneo y protegido por François Arago, Secretario Perpetúo de la Academia de las Ciencias, consiguió viajar hasta el cálido Brasil para estudiar la variación diurna de la declinación magnética cerca del ecuador terrestre. Dicho periplo le permitió conocer al futuro (y último) emperador francés, Charles Louis Napoleón Bonaparte (Napoleón III) y así entablar una amistad prolífica en intercambio epistolario, que duraría el resto de sus respectivas existencias.
De su colaboración con el filólogo-político Joseph-Augustin Chaho, se publicaron unos estudios gramaticales dedicados al idioma vasco y a los «Zazpi Uskal Herrietako Uskalduner» («Vascos de las siete provincias»). Visitó Argelia y en 1837, con Arnaud Michel, su hermano mayor, después de una minuciosa preparación física e intelectual puso rumbo por un año a un Eldorado ansiado llamado Abisinia (actual República Democrática Federal de Etiopía), todo un misterio para los eruditos y geógrafos de su época.
Regresó a Francia y dominado por su fiebre exploradora, nuevamente al Cuerno de Africa, donde, -en la más estricta soledad- permaneció una década entre etíopes para cumplir varias metas: encontrar las fuentes del Nilo (explorará, después de James Bruce, las del Nilo Azul), los orígenes de la población negra, cartografiar el lugar (con la inestimable ayuda del geofísico prusiano Rodolfo Rádo), acercar el país a la Iglesia Católica Romana y finalmente, ampliar la influencia francesa en dicha región del mundo. A pesar de las difíciles condiciones existenciales, su estancia pacífica fue un éxito, coronando sus propias expectativas con la producción de un diccionario de amharico, el tercero del mundo, aglutinando unas 15.000 palabras y compilando tanto su recolección de datos lingüísticos como el estudio de una treintena de idiomas locales.
Regresó a Francia con un servidor abisino –Abdullah-, fusilado durante la sangrienta segunda Comuna parisina y cuya estatua vigila la gran escalera interior del castillo, que el riquísimo Antoine hizo construir a Hendaya. El artista elegido para su faraónico proyecto fue Duthoit, discípulo del arquitecto-estrella de la escuela racionalista francesa y polémico especialista en restaurar los monumentos medievales: Eugène Viollet-le-Duc. Después de su enlace con Virginia Vincent de Saint-Bonnet, Antoine decidió edificar en 1859 en un sitio sublime -unas 430 hectáreas de pura belleza entre tierra, nubes y montes-, un observatorio humilde, empero único en latitudes europeas por sus instrumentos graduados en décimas. Ampliada la construcción de ese primer edificio, surgió un castillo en forma de Y, organizado en tres alas casi equidistantes, reflejando las expectativas vitales de sus propietarios: ciencia (biblioteca, observatorio, imponente lente astronómica), capilla interior (fe), exóticos salones y coquetas habitaciones (esfera privada). Igualmente se cavó un pozo de unos diez metros de profundidad, guarnecido en el fondo de un baño de mercurio, para observar y medir los microseísmos, así como los cambios de dirección de la plomada. Dicho experimento y conjunto se conocen como «la Nadirane«.
La estética del extraño lugar, el suntuoso mobiliario y la peculiar decoración reflejan el espíritu de los viajes exóticos realizados por el trotamundo d’Abbadie: delicadas esculturas de elefantes, sabios monos escrutando los misterios celestiales entre torres de opereta con luneta incluida o fieros guardianes-cocodrilos vigilando las puertas acogen al sorprendido visitante. Sabias inscripciones redactadas en vasco, amhárico e irlandés adornan entrada, coloreados muros y frescos representando escenas costumbristas de los abisinios.
Dicho original afincamiento y la armonía que desprende no jubilaron a D’Abbadie de sus pasiones viajeras. Dedicó los años siguientes a la observación astral (las eclipses en particular y el tránsito de Venús en las Antillas, 1882), realizando varias misiones allende. En su tiempo «ocioso» ocupó el puesto de alcalde de Hendaya durante cuatro años (1871-1895), presidió la Sociedad de Lingüística de Paris (1864-1865), la de Geografía de París (1892) que le condecoró con una Medalla de Oro, recibió la Legión de Honor gala y en su calidad de vasco ferviente, fue pionero (1879) en reivindicar-impulsar las famosas competiciones literarias locales o «Juegos Florales«, en Elizondo, Urruña, Sara, Saint-Palais (Donapaleu en euskera), apoyado por la Asociación Euskara de Navarra, iniciativa que le valió el moto de «‘Euskaldunen Aita» (Padre de los vascos). Antoine dejó nuestro planeta en París, llamado por el firmamento donde emprendió un eterno viaje entre laberinto de universos ignotos y sus musas habituales, esas luminosas flores celestiales llamadas estrellas. Una gozada, suponemos, para ese explorador nato.
Sin descendencia, dejó atinadamente a la Academia de las Ciencias francesa su dominio pirenaico y su renta anual de 40.000 Francos. Lo bastante para que otros científicos puedan seguir estudiando los arcanos celestiales durante medio siglo y producir un catálogo de medio millón de esas islas de centelleante luz que tanto amó y escrutó. Su último y humilde deseo, -reposar para la eternidad debajo del altar de su capilla de Abbadie, junto a su amada Virginia- se cumplió como lo pidió.
Desde 1996, la famosa mansión, espacio natural protegido y capsula de tiempos pretéritos, cuidadosamente restaurado y clasificado «Monumento Histórico» en 1984, es teatro de exposiciones y eventos sublimes abiertos al público, como la «Noche de las Estrellas» (http://www.afanet.fr/Nuits/Sites/Animation.aspx?num=11187). No dude en visitarla, en vivo y en directo, en otoño la paleta cromática imperante es pura magia. O virtualmente, en un clic: http://www.chateau-abbadia.fr/es/Inicio
Nuestras gracias por su ayuda y apoyo a todos nuestros entrevistados, así como al equipo del Oficio de Turismo de Hendaya (especialmente a su director, Jean-Sébastien Halty, nuestro sesudo cicerone) y al Comité Departemental de Turismo de Bearne-País Vasco (Sras. Christiane Bonnat-Delahaie y Nathalie Beau de Loménie), sin los cuales esos artículos no hubieran podido publicarse en tan excelentes y placentarias condiciones.