Templos de la dulcería francesa: Miremont, sublime institución en Biarritz (Pireneos Atlánticos, Francia)

Templos de la dulcería francesa: Miremont, sublime institución en Biarritz (Pireneos Atlánticos, Francia)

En Biarritz existe un “espíritu”, una mirada y un sabor Miremont. No se trata de un ser vagando por el Más Allá, sino del templo azucarado más longevo de la ciudad oceánica. Y es pura justicia reconocerlo a esa venerable institución de dulce vocación (helados, bollería, postres, tés, caramelos, helados, carta salada…), después de ciento cuarenta y ocho años de incesante “curro”. Para Jean-Marcel Toledo, su actual y séptimo gestor, la mediocridad es kriptonita y ese veterano hostelero tiene una sola ideología: mantener la calidad y la sensibilidad creativa en lo que emprende. Le da caña desde de sol a sol con su equipo y a la vista está, el espacio sigue ostentando su triple atractivo: vistas al mar, a la gastronomía más refinada y sobre todo, a la Historia. Sensaciones palpables desde su maravillosa fachada de reluciente madera azabache, doblemente puntuada de mini-atlantes, angelotes mofletudos tocados de laureles dorados. Miremont extiende su poder de convocatoria a Japón, por acoger en su tiempo y en formación, a unos jovencitos jefes suyos, experiencia ampliamente difundida entre las revistas de lujo del País del Sol Naciente.

Y detrás de la puerta acristalada surge un mundo de preservados encantados decimonónicos. Menudo orgullo local: Miremont integra la lista de los doce monumentos históricos biarrotos, véanse el local “Patrimonio ISMH” (“Inventario Suplementario de los Monumentos Históricos”) y la orden legislativa del 1 de octubre de 2006 corroborándolo. Nada más franquear su veterano umbral, asaltan los efluvios de tiempos pretéritos atrapados en un delicado trazo arquitectónico: araña de cristal, estucos, mosaicos, techo mudéjar, oropeles, lacerías, espejos, ebanistería. Nimbando la atmósfera y transportando a otros siglos sobre un aire de vals, una tonalidad fetiche: ese rosa Pompadour que dominó la zona privada del Sr. Miremont (la primera planta hoy ocupada por el segundo salón de té). Ese color, hoy recuperado en la zona packaging, envuelve los productos vendidos, guiño e inteligente iniciativa de los actuales gestores, que decidieron imponer ese código de tono homenajeando al pasado.

El conjunto compone una pequeña bombonera, tierra de deleites gastro-mundanos mudada a cápsula del Tiempo, donde nostálgicos y letraheridos resucitarán en sepia los polisones, crinolinas, miriñaques, manguitos y sombrillas de encaje. Pero, para apreciar dicha “success story” de encanto atemporal que fue/sigue siendo Miremont, resulta imprescindible contextualizar su historia indisociable de Biarritz, ese antiguo puerto ballenero que debe su auge a una influencer real, gaditana, consorte de Napoleón III e última emperatriz de Francia: la carismática María Eugenia Palafox Portocarrero y Kirkpatrick, condesa de Teba. Tanto apreciaba la relajante zona de serenos aires iodados, sutiles cielos anacarados y clima templado donde veraneaba desde sus nueve años, que su imperial marido, haciéndose con cuatro hectáreas dominando el mar bravo le construyó una residencia estival privada, arquitectónicamente única: el edificio de piedra, pizarra y ladrillo tiene la forma de una “E” mayúscula rememorando su nombre.

Así de original brotó en 1855 la “Villa Eugenia”, hoy mudada al grandioso “Hôtel du Palais”, uno de los pocos “palaces” europeos merecedores de tamaño título lustroso. Suerte, su inauguración coincidiendo con la llegada del ferrocarril a Bayona aligeró el veraniego trasiego real hasta Biarritz. Al poco triunfó otra inteligente iniciativa ideada por los numerosos ingleses de Pau, el “tren de placer”, para nada relacionado con la lujuria, sino con la unión de Burdeos con Bayona y los pueblecitos vecinos. Los cortes desplazamientos de ida y vuelta diarias permitieron entonces patear la ya “playa de las reinas y reina de las playas”: Biarritz.

La costa bordando la casa de la bella Eugenia revistió el título imperial hasta el desastre de Sedán y la conclusión del segundo imperio galo (4 de septiembre de 1870). Durante su reino, Madame Napoleón III, emulando su admiradísima antecesora en el puesto, María Antonieta de Francia y funesto destino, hizo de Biarritz su Trianon particular. En ese refugio casi libre de etiqueta, pudo vivir/comer/vestir a su aire, practicar los “baños terapeúticos de ola” (entended de mar) imprescindibles para su restablecimiento físico después de dos abortos naturales. También paseó a sus anchas: por las calles, playas, boutiques, salvajes dunas vecinas, donde se le antojó. Lo hizo a pie, en burro… Y o caballo, cuando realizó el histórico ascenso al  vecino macizo de La Rhune (30 de septiembre de 1859), hazaña inmortalizada en la clara arenisca de un obelisco dedicado a dicha excursión. Entre incursiones por las tierras adentro, la “dama de malva”, su color favorito, descubrió los encantos chocolateros/balnearios de Cambo y también los de Sare, Navarrenx y Eaux-Bonnes. ”Las rutas de Eugenia” favorecieron el auge económico-gastronómico regional y del futuro “oro azul” (el turismo) que lanzaría internacionalmente Biarritz, su destino de recreo predilecto.

Y como no, los activos monarcas drenaron por sus lares estivales los demás “royals” en ejercicio. Ahí, con/después de Eugenia e imperial cónyuge, entre placeres eclécticos las demás testas coronadas gestionaron sus negocios, emporios, sujetos y proyectos: una suerte de G7 prematuro, nadie escapa de su destino. Bismarck, los reyes de Bélgica, Isabel II de España, Víctor Hugo, astros de cualquier estamento, todos se citaron en ese “it place” tan sumamente placentario/hedonista/sibarita.

Recibir en condiciones esa marabunta de potentados planetarios implicó construir una red hostelera ad hoc (empezando por el lujoso “Gardère”), múltiples estructuras enfocadas al novedoso disfrute marino (“los Baños Napoleón”, 166 cabinas), iglesias, capillas de credos distintos… Nadie/nada escapó de la súbita/febril «operación Renove» agarrando la urbe. Se mejoró/alumbró debidamente el callejero, brotaron como setas los negocios refinados, algunos destinados al comercio de un rico manjar supuestamente afrodisíaco, el cacao, popularizado desde 1609 por unos expertos “chocolatiers” judíos, a la sazón expulsados de Portugal e instalados en la ribera derecha del Adur, concretamente en el barrio “Saint-Esprit”. A la sazón, su pericia técnica favoreció el negocio cacaotero y Bayona, consagrada “ciudad del chocolate” devino el primer puerto de acogida del sabroso “oro de Moctezuma”, manjar divino reservado a élite y guerreros según  el “Popol Vuh”, “biblia” del pueblo maya. Se sabe que el amargo brebaje espumoso y moneda de cambio, el “xocoatl”, (“almendra” para Cristóbal Colón), fue rechazado por el almirante genovés en Guanaja y 1502. Más listo y enterado de su altísimo poder nutritivo “que permitía guerrear durante días enteras sin probar más bocado”, el conquistador extremeño Hernán Cortés despojó Moctezuma de sus “bancos de cacao” (las plantaciones imperiales) y hacia 1520 las “almendras” tocaron suelo español, traídas entre galeras y terminando con el castigo de Colón a los golosos imperantes.

Mejorado de vainilla, canela, clavo de olor y azúcar de caña en su austera cuna europea (el Monasterio de Piedra, Nuévalos, Aragón) por sus inquilinos cistercienses de oremus perdido ante la maravilla (1534), el fabuloso polvo sombrío “de las Indias” emitió otro cantar y aromas. Al tiempo y compás de las bodas reales, las dulces vainas enloquecieron la Corte de Luis XIII mediante otra regia señora, “fundida” por su adictivo sabor: su esposa, la infanta Ana de Austria (1615). Reservada a la élite en sus prolegómenos, la fabricación de la carísima bebida, al tiempo democratizada por decisión real (1705), ocupó una miríada de talleres vascofranceses, generó una placentaria economía y dinastías de familias del ramo. Con esos mimbres el “medicinal” chocolate “a la taza” cercó más “víctimas”. Hay que tener un admirativo respeto al inocuo grano de cacao: desde que tocó el suelo galo, contabiliza más de cuatrocientos años de seducción mastodóntica y eficacia energética (y no hablemos del resto del mundo).

Con todo, Biarritz, en la segunda mitad del siglo XIX y bajo el sol de Eugenia se convirtió en la “Trouville sureña”, verbigracia una concurrida estación balnearia de suaves colinas esmeraldas, arenosas playas infinitas, rica gastronomía, elegantes palacetes y classy mansiones anglo-normandas. Idílica, hermosa y refinada, la zona propicia al dolce farniente para los pudientes atrajo los apellidos más aquilatados y necesitó literalmente, una imperiosa propuesta de comestibles en consonancia. Entre exquisiteces, esa primorosa pastelería abierta en lo que corresponde hoy al 1 bis de la Plaza Clemenceau por un joven pastelero suizo de Saint-Moritz, Etienne Singher (17 de febrero de 1872), negocio vendido ocho años después al francés Jean-Baptiste Miremont, cuyo apellido pronto mudado a logo, sigue designando la famosa boutique. El sabroso “five o’clock” del nuevo “pâtissier-confiseur-glacier” mutó sine die a faro mundano del Gotha europeo: la “abuela de Europa” (Victoria de Inglaterra) decretó el lugar “surtidor patentado” de su casa; su hijo, el bon vivant Eduardo VII, asiduo inquilino del Hôtel du Palais, fue un gran devorador de sus petits-fours y demás dulcería; el monarca español Alfonso XIII disfrutó con su esposa inglesa “Ena” (de Battenberg) de un pastel nominativo, ideado en 1905 por el Sr. Guillot, imperante  jefe pastelero. Dicho postre regio hecho de un zócalo de génoise, adoptó la forma de corona y celebró los colores de la bandera española mezclando atinadamente cerezas y ciruelas escarchadas, puntuadas de suave Chantilly. Una bomba.

Entre royals, Natalia de Serbia encontró su nirvana goloso entre las catorce variedades de caramelos blandos-amantequillados-fragantes de la concurrida “maison”. La última reina consorte de Portugal, Amelia de Orleáns, no conceptuaba disfrutar de sus infusiones vespertinas sin su predilecto macaron almendrado degustado frente al famoso ventanal de Miremont, abierto sobre una acuarela movidiza poniendo el océano a sus pies y agitando las vaporosas cascadas de endémico tamarisco rosiverde y hortensias multicolores asediando los índigos atlánticos orlados de olas impresionantes.

Al tiempo, por más guerras, trincheras y caídas de emporios nada cambió y la marabunta aristocrática siguió “golosineando” sin tregua ni perdón en Miremont. Por algo Maurice Rostand, primogénito del famoso autor de “Cyrano de Bergerac”, describió en una frase perfecta dicha tertuliera plaga linajuda en sus memorias tituladas “Confession d’un demi-siècle, souvenirs” (1948): «A las cinco de la tarde, hay en Miremont menos postres que reinas y menos babas au rhum que grandes duques».

Hoy día, el salón de té Miremont conserva celosamente el delicado encanto cosy y chic creatividad barroca que le propulsaron a la gloria planetaria. Fe de ellos, su coloreado show de ricas propuestas: clásicas como el fragante ”gâteau basque” relleno de crema o cerezas (inventado, según las crónicas pasteleras, en el Cambo del siglo XVII), incomparable/inconturnable chocolate caliente de grano del Caribe, untuosas delicias como el “Béret basque” (invento achocolatado de 1914, reconforte de damas y demás afectados de la primera contienda mundial); el traslúcido “Béret rouge” (una carmesí creación de 1990 compuesta de un zócalo de pâte sucrée, mus de chocolate blanco, corazón de frambuesas y rojo topping lacado de las mismas); el tradicional/almendrado “Russe” y sublimes descendientes (el novedoso “Russe Pistache”, la frutal “Tzarine” de arándanos, cassis, grosellas); el suculento “Paris-Biarritz” (un revisitado “Paris-Brest” de redondo cuerpecito de pâte à choux, relleno de aérea mus de crema rosada, mix de chocolate bayonés, cerezas de Itxassou y pimienta de Espeleta), el refrescante “Muscadine” (mus de pistache, ganache de chocolate con leche y limón), glamourosas tartaletas afrutadas, con dúos de ganache y frambuesas, limón merengado, melocotones acaramelados y éclats de pistacho, financieros “tigres”, acaramelados «cannelés«, milhojas rebosantes de avanillada crema pastelera,  aromáticos borrachos, macarons, delicados «Opéra», suntuoso Saint-Honoré de tres sabores, esbeltos y glossy “éclairs” (supuesta creación pastelera decimonónica de Antonin Carême), mofletudas “religieuses” (ideadas en el parisino Café Frascati en 1855), dorados «Golden» (masa sablée, manzana, crema de almendra), brownie à la fêve de Tonka, bollería finísima y delicias heladas integran las propuestas tradicionales e innovadoras de ese creativo templo de sabores, que también despacha sus propias confituras, recetas saladas (quiches, ensaladas, panes) y catorce variedades de tabletas de chocolate “grand cru” (Venezuela, Santo Domingo…).

Ay, Miremont y sus encantos, sanctasanctórum de los dulces felizmente prolongado -desde 2012- a la vuelta de su esquina por el Restaurante Brasserie y Terraza “Miremont Bellevue”. Otra dirección epicuriana y otro lujo abierto hasta tarde por la noche para deleite de los picos finos en el mágico Biarritz, que también tiene su réplica en el 5 de la bordelesa calle Buffon.

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Autor

Marie José Martin Delic Karavelic

Marie José Martin Delic Karevelic, apasionada periodista culinaria autora del blog ‘Fogon’s Corner’ en Periodista Digital.

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