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Juan Pérez Zúñiga, el autor de ‘Cocina cómica‘, nació en Madrid el 18 de octubre de 1860, en el seno de una familia acomodada.
Su gusto por las artes le llevó a estudiar violín con su tío Juan Pérez Lanuza, que era concertino del Teatro Real.
Precisamente fue como violinista que ganó su primer sueldo, tocando en la iglesia de San Antonio cuando contaba diecisiete años. Su trayectoria literaria, que acabará otorgándole la etiqueta de «prolífico escritor festivo», comienza en 1880, cuando el exitoso dramaturgo Vital Aza consigue para él un puesto de redactor en el recién creado Madrid Cómico.
Otras tres recetas del genio:
GALANTINA DE CAPÓN
Despojado el apreciable capón de todas y cada una de sus plumas, se procederá á quitarle los huesos, procurando que el animalito no pierda su forma ni su esbeltez.
Se prepara un nutrido relleno de ternera candorosa, tocino de cerdo, lengua á la escarlata y trufas párvulas, y en caliente se rellena el capón con los mencionados elementos.
Introdúcese al difunto en un molde, se le tiene dos horas en el horno de grado ó por fuerza, se le deja enfriar tranquilamente y se le pone en libertad provisional.
Se le coloca después en una respetable cacerola untada de tocino, se le añade grasa clarificada, se cierra á piedra y lodo la cacerola y se cuece el ave al baño de doña María dos ó tres horas.
Después no resta más que comer el capón, no sin compadecerle, tanto por su triste condición, como por las molestias de que se le ha hecho víctima.
CHOCHAS EN SALSA Á LA ESPAÑOLA
Obtenidas las chochas, se las desnuda, ó mejor dicho, se las despluma con las mismas ganas con que un yerno pelaría á su suegra (que también las hay chochas) y se las chamusca.
De esta operación se encargan la cocinera y la pincha.
Acto continuo se las abre el vientre (no á la cocinera ni á la pincha, sino á las chochas), y en él se hallarán los señores intestinos, que, en unión de los huesos y demás apreciables despojos, se machacan en un almirez, hueco en su interior, acompañados de unas tostaditas de pan que no esté falto de peso y una cebolla, frito todo con manteca de puerco limpio, hecho lo cual se pasan por un tamiz.
Una vez que las chochas estén ligeras de vientre, se rehogan en una cacerola, echándolas cuando estén doraditas un chico de vino blanco dorado á fuego.
Se divide á las chochas en cuatro partes iguales, y cada una de éstas se coloca con mucha simetría sobre un picatoste, á gusto de la cocinera (que las hay de buen gusto), en una fuente menor que la de la Cibeles, adornándolas con unas zanahorias torneadas y unas cebollitas cocidas. Seguidamente se les echa una capa ó una manteleta de la expresada salsa.
Para ésta se usarán las especias que se crea conveniente. Sobre todo deberá ir claveteada.
Aun cuando este manjar es un poco caro, se come bastante, y prueba de ello es que hay muchas personas que chochean.
Son también muy sabrosas al natural las chochas hembras. Hay, sin embargo, quien prefiere los machos.
CIVET DE LIEBRE
Se coge una liebre. (No aludimos al batacazo.) Se la mata como se pueda, bien á golpes ó bien á disgustos. Se murmura de ella hasta que se la haya quitado el pellejo completamente, y después de sacarla del interior los intestinos y otras frioleras, sin desperdiciar la sangre, se la parte en diez pedazos y se incrusta en ellos á trocitos, ya tocino de cerdo, ya jamón del mismo coleóptero.
Se prepara con manteca una cacerola, poniéndola á fuego fuerte, y cuando está como el corazón de mi nena, se echa la liebre á rehogar, cosa que no deja de causarle molestia, y mucho más cuando se le añade pedazos de una cebolla grande, más una zanahoria vegetal y un nabo del mismo reino, laurel, tomillo, órgano (ú orégano), nuez amoscada y pimienta sin amoscar.
Á todo ello se le da movimiento y se le obsequia con media botella de vino tinto ó blanco.
Reducido el líquido á la mitad, se le propone á la liebre una retirada honrosa y se aleja del fuego.
Aún hay más. Se coge el hígado de la liebre, se fríe sin contemplación, y se machaca en un mortero huérfano.
Se le añade á la pasta resultante la inocente sangre del animalito más un poco de harina y dos vasos de caldo de gallina y con todo ello mezclado, se abriga bien á la liebre, que entra en fuego en segunda instancia, hasta que logre hervir un par de veces más por si le había parecido poco la primera.
Ultimamente se le agrega una copa de ron ó coñac y 25 kilómetros de manteca de vacas. Y ya no se hace más.
¡Ah! sí; se sirve la liebre rodeada de triángulos de pan frito, que la alegran mucho.
Si alguno de los pedazos de la liebre se inquietase en el vientre recordando su pasada ligereza, no hay más que esperarla á la salida con una escopeta, y… ¡cataplum!
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