El PSOE ha sabido evolucionar como nadie de las tascas a las estrellas Michelin
Todo haría entender, en principio, que las mejores mesas y las mejores añadas serían atributo espiritual de cierta derecha de grandes casas y grandes títulos o -al menos- grandes rentas.
E incluso la crítica gastronómica -limitándonos a la española, los Pla, Luján, Perucho…- parece confirmar esa intuición, digamos, derechista.
Pensemos que el PSOE, de acuerdo con su primer carácter obrerista, se fundó entre los vapores tabernarios de Casa Labra, reputada por su Valdepeñas peleón y sus tajadas de bacalao.
En todo caso, veremos que en España, donde la Constitución se fraguó entre los afamados pinchos de José Luis, la comida está siempre muy presente en la clase política: esa relación es una constante desde los tiempos de Talleyrand y un Congreso de Viena en el que por primera vez hubo que dar de comer en masa a gentes educadas.
Sin embargo, el PSOE ha sabido evolucionar como nadie de las tascas a las estrellas Michelin: toda una generación de dirigentes se adentró en los santos misterios del foie y los quesos bien afinados con la frecuentación de Cuenllas, allá en los primeros números de la calle Ferraz, en Madrid.
Aquello fue en los años en que el felipismo podía llenar el Bateau Mouche del Sena de manzanilla y langostinos de Sanlúcar.
Después, en honor a la verdad, habrá que decir que Zapatero -adicto a la plancha y a las cremas- y Rubalcaba no solo han sido más frugales, sino unos reputados antigourmet: el último candidato socialista llegó a tuitear sus almuerzos de pechuga de pollo.
Meses atrás, La Gaceta revelaba el encuentro de Carme Chacón, Manuel Marín y José María Barreda en una de las salas más cotizadas de Madrid: la del Sushi 99 de la calle Hermosilla.
La cena no dejó de ser una power dinner, que tuvo sus consecuencias políticas: hoy, Marín y Barreda son pecios del apoyo a Chacón, todos caídos en desgracia.
Pero también era el indicio de un socialismo happy, atento a la comida sofisticada, con gin-tonics premium, inclinación por el sashimi y los vinos blancos del Mosela, lejos definitivamente del bocata de tortilla de los días de Rodiezmo, sustituidos ya por la tempura de langostinos tigre o los niguiris de pez mantequilla con trufa.
Los arroces de Aznar
Internacionalmente, quien lleva la batuta ideológica de la izquierda gastro-chic es el poshippy Michael Pollan, erudito y autor de The omnivore’s dilemma, y un Warren J. Belasco ha dedicado un documentadísimo libro a analizar «cómo la contracultura conquistó la industria alimentaria», pasando de las universidades de Berkeley y los lisérgicos carromatos de los años sesenta al stand de yogures de los hipermercados.
En lugares como Chez Panisse o The French Laundry, ese espíritu contracultural sigue muy vivo. Nada de extrañar en un país donde el foie está prohibido en algunos estados -el muy mirado Barack Obama elige uno extremeño en el que las aves no han sufrido de ingesta forzosa-.
El presidente americano apuesta, además, por el vino de Oregón, al norte de aquellos grandes pagos californianos de Reagan.
Por supuesto, en el socialismo hispánico no todo es posmodernidad gastronómica, sindicalistas en El Bulli o ante el pato laqueado del chino del Villamagna: hace muy poco tiempo, Felipe González, hombre sibarita y aficionado a los guisos -rabo de toro- en sus tiempos en Moncloa, dio en probar la cocina neonavarra de Larumbe, y se dio un atracón de vasquismo culinario en el mítico Currito, en un homenaje al no menos mítico Paco Marugán.
Y si los populares privilegian las mimadas verduras de La Manduca de Azagra, las carnes de Las Reses o -cuando hay que ir de menú- el Casa Manolo de Orellana, e incluso algún italiano honesto de la zona, y más allá del gusto por el muy barriosalmantino Hevia de Aznar y de Zaplana, todos coinciden en algunos lugares: el Casa Manolo de Jovellanos, de célebres croquetas, el Errota Zar -muy peneuvista- o el Hotel Gaudí, definitivamente convergente.
Quizá alguien piense que estamos lejos de los ortolans y las ostras de Mitterrand, de la tête de veau de Chirac, de la sopa de trufas recubierta de hojaldre que ideó Paul Bocuse para Giscard d’Estaing, e incluso de las elegantes abstinencias de Nicolas Sarkozy.
Puede ser: al fin y el cabo, en Francia se sabe quién es el panadero del Elíseo, y aquí solo sabemos que a Aznar le gustaban los arroces, a Zapatero la comida a la plancha, y que el PSOE cambió de los Falcon el Ribera aznarita por el Rioja zapaterista.
Pero habrá que consolarse pensando en que alguien como Adolfo Suárez, de paladar de uralita, pasó a la historia por conformarse con una tortilla francesa bien envuelta en el humo de un Ducados.
Los verdaderos gobernantes
Además de fumar diez puros al día, Winston Churchill -a quien hoy no le habrían dejado ni llegar a concejal- fue un bebedor prodigioso: jovencito, para cubrir la guerra de los Bóers, se llevó cuarenta botellas de vino, dieciocho de whisky y doce de lima Rose’s.
Ahora, Cita Stelzer, en Dinner with Churchill: policy-making at the dinner table, cuenta las comidas gargantuescas del genio inglés, capaz de cansar a todos sus acompañantes.
Pero claro, es que alguna razón tenía Churchill, que jamás llegó a freír ni un huevo, cuando afirmó que los verdaderos gobernantes del mundo son los estómagos.
NOTA.- leer reportaje original en ‘La Gaceta’.