(Paul Monzón).- El Rally Dakar 2012, el más importante del mundo, que este año incluyó por primera vez al Perú en su itinerario, llegó al final este domingo. Fueron quince días de frenética y dura carrera aderezada con correlatos de alegrías y sinsabores. Me encontraba el pasado sábado 14 de enero en el desierto de Pisco, en la zona de Pozo Santo, final de la penúltima etapa que comprendía las ciudades de Nazca-Pisco, cuando fui testigo, al igual que cientos de espectadores peruanos y extranjeros, de la cara amarga de la muerte.
Eran las 10:20 horas y el calor empezaba a apretar. Dos imponentes dunas hacían una especie de pasillo por el cual se esperaba que 25 minutos después fueran a pasar los cientos de pilotos de camiones, motos, coches y quads en su endiablada búsqueda de la meta. En cada ladera tomaban posiciones centenares de aficionados que deseaban presenciar el final de etapa cuando ocurrió lo imprevisto.
Tras escuchar el rugido de un motor volteé, cual acto reflejo, a mi izquierda y pude divisar a 50 metros a un motorista que aceleraba y emfilaba a gran velocidad por la falda de la duna, cuando derrapó y su moto tropezaba -según me pareció- con una piedra, lo que provocó que enganchado a su moto diera una vuelta de campana; y dio otra más pero en esta ocasión salíó despedido del vehículo y caía de cabeza sobre la arena. La moto no apta para surcar un terreno así siguó dando un par de vueltas más.
El estupor provocado por el accidente fue total. Decenas de personas se acercaron presurosos para ayudar al accidentado que se mantenía inerte sobre el árido desierto. Algunos efectivos de la policía intentaron moverlo y trasladarlo a un hospital pero desistieron conscientes que podrían agravar el estado del accidentado.
Mauricio Saldarriaga Riera, de nacionalidad colombiana,
