Guía del Peregrino

En el Camino de Santiago, San Julián de Samos: un monasterio que nace cuando los suevos poblaban Galicia

LA CAPILLA DEL SALVADOR, SITUADA AL LADO DEL MONASTERIO, ES DE ESTILO MOZÁRABE, DE UNA SOLA NAVE, CON PUERTA DE HERRADURA EN EL MURO SUR Y FRESCOS DE INFLUENCIA ASTUR EN EL INTERIOR

En el Camino de Santiago, San Julián de Samos: un monasterio que nace cuando los suevos poblaban Galicia
Monasterio de Samos. PD

Había dormido de un tirón y me sentía completamente recuperada.

Desperté a Sergio pellizcándole el pie como hacía siempre y le pedí que se diese prisa.

Se asomó y vio que las estrellas aún estaban de fiesta.

“Es antinatural levantarse a estas horas”, dijo mientras se desperezaba.

Tenía razón, aunque eso iba en gustos. Yo solo madrugaba en casos excepcionales, pero siempre me resultaba algo traumático.

No éramos los únicos en pie, ni los primeros. Docenas de peregrinos de diferentes nacionalidades tomaban ya la senda bajo la fronda verde aún imperceptible por la hora. Los pájaros anunciaban un nuevo día con sus trinos desacompasados, y las plantas de los parterres absorbían las últimas gotas de rocío para afrontar otro día caluroso. Una capa de niebla, bastante anómala en esa época del año, estaba retrasando el amanecer. Teresa, al fin, había desistido de ir a Samos y lo encontré muy razonable.

Desde el coche veíamos algún peregrino solitario. Esa ruta era menos seguida que el Camino histórico por San Xil, a pesar de disponer de albergue donde prestan una atención exquisita.

Habíamos comido fruta antes de salir, pero estábamos ansiosos por tomar nuestra dosis de café. Este bendito brebaje que, a buen seguro, también dan en el cielo, es la sal de la vida, a pesar de sus detractores, desconocedores quizá de sus propiedades ocultas que tan bien conocían los antepasados de nuestros hermanos de los territorios de ultramar.

En San Cristobo del Real estaba todo cerrado. Más adelante, en Renche y Lastres empezaban a encender las luces. Al fin, en Freituxe pudimos tomar un desayuno a gusto, con café y pan gallego del día anterior, con aceite de oliva y ajo de la tierra. Los gallegos presumen de país y hablan de sus productos caseros con la solemnidad que merece la excelencia.

Después de una bajada considerable, el gran Monasterio de San Julián apareció ante nosotros como una visión de otro mundo. Por muchos que conociese no conseguía acostumbrarme a ver los monasterios como simples edificios de un tiempo lejano. Siempre tenía la impresión de estar ante algo grandioso, no por la arquitectura, que también, o por el entorno que, a menudo, es un enclave donde se respira algo que no se sabe bien qué es. Era otra cosa, más allá de lo material de nuestra realidad humana. Allí solía entrar en una especie de trance interno que me asomaba a un mundo enquistado donde unas comunidades del pasado habían tenido acceso al arcano que guarda ciertas verdades trascendentes.

Un monje de hábito blanco impecable nos sirvió de guía. Se veía que estaba muy acostumbrado, pues casi sin mirar, nos dio la explicación de carretilla. Grabé todos los detalles, así solo tenía que colgar el audio.

El origen de la abadía se remonta al siglo VI, cuando los suevos poblaban Galicia, pero es en el siglo VII cuando el obispo Ermefredo fundó lo que llegaría a ser uno de los conjuntos arquitectónicos y centros de espiritualidad más importantes de Galicia. Aparecen también en esos primeros años los nombres de San Martín Dumiense y San Fructuoso. Su construcción se prolongó en diferentes periodos, por lo cual vemos una combinación de estilos, desde el románico al barroco, pasando por el gótico y el renacentista. Como otros centros monásticos, a lo largo de los años fue víctima del saqueo y de las llamas en varias ocasiones.

En Samos contrasta la austeridad de sus muros de pizarra, muy al estilo de las construcciones de la región, con la riqueza ornamental de la fachada. El conjunto está organizado en torno a dos claustros. El de las Nereidas es de estilo gótico, con bóvedas de crucería y una fuente barroca. Destacan los frescos de las paredes, con escenas de la vida monacal y la exposición de fotografía sobre el monasterio, y una secuencia del último incendio, en el que desaparecieron parte de los libros.

El segundo, de estilo clasicista, toma el nombre del erudito Feijóo y es uno de los mayores de España. El centro lo ocupa la estatua del padre benedictino, obra del artista Asorey. También se conserva la celda a donde se retiraba a escribir y a hacer oración.

Continuó enseñándonos el monasterio: la escalera neogótica, el refectorio renacentista y la iglesia, de gran riqueza artística. Es imposible no elevar los ojos para contemplar su cúpula. Acoge altares barrocos y retablos de diferentes estilos, con imágenes de José Ferreiro y Francisco de Moure. Su órgano de tres fachadas impregna el valle de música gregoriana.

Muchos peregrinos suelen dormir en la hostería, atendida por los monjes benedictinos con el mismo esmero de antaño.

Solo nos quedaba visitar la preciosa capilla del Salvador, situada al lado del monasterio, levantada entre los siglos ix y X. Otro regalo que nos brindaba el Camino. Es de estilo mozárabe, de una sola nave, con puerta de herradura en el muro sur. El exterior tiene el aspecto rústico que le confiere la piedra pizarrosa del lugar. En su interior hay interesantes frescos de influencia astur. Es conocida también como la capilla del Ciprés en honor al árbol milenario que crece a su lado. El conjunto arquitectónico está envuelto en un entorno natural, con árboles, zonas de descanso, paseos y puentes, al lado del río Oribio.

Estábamos tan ensimismados que no nos dimos cuenta de que la niebla había desaparecido y el sol empezaba ya a pegar fuerte. En lugar de seguir hacia Sarria por Pascais, desanduvimos la ruta y en menos de media hora estábamos nuevamente en Triacastela.

Durante la mañana Teresa había escrito sus postales, había hecho nuevos amigos e incluso sabía de un lugar donde comer un buen cocido gallego con filloas de postre.

Nos fuimos andando por la calle de piedra. Al pasar, nos detuvimos ante el edificio de lo que fue la antigua cárcel. Una lugareña que sabía muchas leyendas nos contó que aún se conservan dos celdas con barrotes donde, hasta hace pocos años, encerraban a los presos. También pasamos por el edificio que se construyó sobre el albergue que ya existía en el siglo IX.

El restaurante estaba bastante concurrido. Peregrinos y gente del lugar se afanaban ante enormes fuentes de cocido. Unas estaban repletas de verdura de nabiza y patatas, con algunas alubias blancas. Otras contenían varios tipos de carnes, morcillas y chorizos, todo ello apilado en forma de pirámide escalonada. Cestillas de pan, cocido en horno de leña y jarras de vino de la casa completaban las mesas, vestidas con manteles de cuadros rojos y blancos.

¡Cómo podíamos comer todo aquello! Era imposible. “Estos gallegos son unos exagerados”, pensé. Juan y Marta pidieron más vino. Les recordamos que iban a conducir, pero no había manera con ellos. Dijeron que hasta la hora de salir tendrían tiempo de metabolizarlo.

María sacó la conversación sobre Samos. Estaba muy contenta de la visita de esa mañana y les enseñó las fotos del móvil. Teresa dijo que le hubiera gustado ir, de no haber salido tan temprano.

—Ayer deberíamos haber dormido allí—dije—. Es un lugar increíble, donde se vive el espíritu del Camino de manera mucho más genuina.

—Eso dependerá de lo que cada uno lleve dentro —dijo Pilar—. El espíritu no te lo da el lugar. Yo creo que depende de lo que tú tienes dentro.

—Es cierto —dije—, pero el entorno es muy importante; para bien y para mal. Porque funciona el efecto contagio, y tú como psicóloga, lo sabes. Por ejemplo, en esos macroconciertos donde hay borracheras y drogas en plan masivo, se produce el fenómeno porque alguien inicia el “ritual” y los demás lo siguen inconscientemente por sintonía. Lo mismo ocurre en las manifestaciones: unos cabecillas perpetran una acción vandálica, los demás los siguen y, de pronto, ves a gente normal pegando patadas a contenedores o increpando a la policía. Pero imaginemos un acto positivo: por ejemplo, oír una misa, meditar, escuchar música clásica o gregoriano en una catedral. Ese es el espíritu al que me refería.

—Pero tú no eres católica —dijo Marta—. Quiero decir que no eres como María.

—A ver, solo es un ejemplo. En cuanto a si soy católica, sí, y también protestante, budista, pagana… Soy de todo menos dogmática y sectaria; al menos, eso pretendo. Todas las doctrinas son buenas. Otra cosa es la exégesis que sobre ellas hacen los líderes religiosos.

Después de las filloas vinieron el licor café y el de “herbas”, también caseros. Eran muy dulces, riquísimos. Estábamos listos para una buena siesta a la sombra, más que para emprender una caminata de varios kilómetros con algunas cuestas arriba. Yo no había bebido nada, no por mérito propio sino porque no solía sentarme bien. Solo tomaba Martini algunos días por la noche cuando teníamos tertulia interesante o algo que celebrar.

Sergio estaba preocupado por mí y me sugirió que hiciese la etapa en coche. Le parecía que debía estar agotada por el madrugón y el día era muy caluroso. Le prometí descansar al día siguiente todo el día y se quedó conforme.

Me apetecía vivir la etapa en soledad. Quería repasar mis recovecos internos y comparar mis dragones actuales con los de aquella primera etapa desde Roncesvalles a Zubiri, tan lejana ya. Hice un voto de silencio como en algunas etapas anteriores.

Mis sentimientos hacia Sergio habían cambiado. Mi actitud era otra, y aunque aún no habíamos hablado sobre nuestro futuro los dos estábamos más contentos y relajados. Volvía a verlo como el hombre con el cual me había escapado a una playa del Adriático para pasar con él la vida entera.

Tenía por delante unas cuantas horas para meditar, y la naturaleza iba a ser mi aliada esa tarde pacífica de reflexión. El cielo había engullido la niebla de la mañana y lucía uno de sus mantos azules cuya monotonía se interrumpía con la presencia de las pequeñas motas de algodón blanco de los cirros. Los riscos permanecían orgullosos en sus cumbres de brezos. Más abajo, la arboleda de abedules ondeaba al viento sus hojas en forma de corazón. Dios estaba presente. Lo podía sentir. Allí estaba el Creador de todos para guiarnos en el Camino, para protegernos y darnos todo a cambio de que nos amemos los unos a los otros. Y en el Camino conseguimos cumplir ese mandamiento que encierra todos los demás, esa premisa mágica. Por eso el Camino nos atrae y atrapa, y el que lo hace vuelve. Porque, en el fondo, todos llevamos impreso el patrón divino y, sin saberlo, todos buscamos el amor universal que nos hermana a nuestros semejantes. Esa es la razón oculta de que el Camino sea tan subyugante y misterioso.

Salimos de Sarria y caminamos en paralelo al arroyo Valdeoscuro hasta el lugar de Balsa. Ante nosotros se alzaba la mayor variedad de árboles de todo el trayecto. A los robles, castaños y abedules que nos venían acompañando se unían ahí, fresnos, sauces, alisos, nogales y arces que compartían espacio con arbustos, como el saúco y el endrino, especies de monte bajo, prados y zonas de cultivo.

El agua discurría abundante por ríos y arroyos que formaban remansos y pequeñas cascadas en los recodos. El silencio solo era interrumpido por nuestros pasos al andar, el fluir del agua y el canto de mirlos y ruiseñores.

La subida a San Xil y al alto de Os Pereiros se hacía dura y tuvimos que sentarnos un rato para tomar aliento en la Fuente la Vieira.

—Merece la pena el esfuerzo —dijo Virginia mientras se llevaba la botella a la boca—. Esto es precioso. Viendo toda esta vegetación nadie diría que estamos en un planeta agonizante o afectado por el cambio climático. Hay que invitar a Al Gore a hacer el Camino para que vea todo esto.

—¿Habéis oído los pájaros? —pregunté—. Ahí abajo había ruiseñores… con una energía… Fue una sorpresa, porque los ruiseñores siempre suelen cantar en solitario. Es una delicia. Los grabé en el móvil para Sergio. A él le fascina el canto de los pájaros.

—¡Qué detallista! —dijo Enrique—. ¡Qué regalo tan original!

—Esta noche, si queréis hacemos algo —propuse—. No sé cómo será Sarria, pero leí que hay buen ambiente. A lo mejor hay sitios majos y podemos hacer una velada de las nuestras. ¡Siempre que no lleguemos muy tarde; aún nos quedan horas! Le prometí a Sergio no madrugar mañana y dedicar el día a descansar para afrontar los últimos cien kilómetros con fuerza.

—Cien hasta Santiago —dijo Virginia—… pero luego queda el Finisterre y Muxía.

—Sí —dije—. A ver cómo está la iglesia de la Barca. Ya sabéis que hubo un incendio causado por un rayo y quedó bastante deteriorada.

—Y la “Pedra de Abalar” —dijo Enrique—. A la “Pedra dos Cadrises” la partió un temporal. Leí que querían pegarla… Ya sabéis…, esa roca por la que pasan las mujeres que no consiguen quedarse embarazadas y las personas que padecen de la espalda.

—Ya se rompió en otra ocasión y está pegada —añadí—. Allí hay que quemar la ropa y echar las cenizas al mar. Muchos hacen un ritual de purificación.

—Me encanta Galicia —terció Enrique—. Me gusta la gente, su cultura, sus tradiciones, la gaita… ¡Y la gastronomía es lo más!

En los prados rodeados de alambre, veíamos vacas rubias, frisonas y ratinas, pastando y rumiando, que nos miraban al pasar como si supieran a dónde nos dirigíamos. En lo alto crecían tojos y brezos, ahora sin flor, pero no era difícil imaginar el jaspeado multicolor en primavera.

En Montán visitamos la iglesia románica de Santa María, muy rural y humilde, pero llena de encanto. Fontearcuda parece un pueblo sacado de otra época, y lo mismo Furela, con su capillita de San Roque que los vecinos tienen en tanta estima. Más adelante están Pintín y Calvor, con huertos cultivados y frutales, ovejas ajenas a sus destinos entre los alpendres ruinosos y los corredores de madera gris. Y uniendo todo el rosario de pueblos, las “corredoiras” gallegas flanqueadas por árboles de añosos troncos con hiedras colgantes y paredes antiquísimas, por donde retozan las meigas al atardecer.

San Mamede y San Pedro del Camino anunciaban que Sarria andaba ya muy cerca. Entramos en la villa escoltados por una hilera de árboles. Felices y pletóricos porque habíamos pasado la tarde en el paraíso.

Nuestras retinas llevaban grabadas las instantáneas de los mil paisajes del Camino, tan antagónicos y diferentes entre sí, pero cada uno, único e irrepetible; desde los campos navarros y los viñedos riojanos a las llanuras interminables de la Tierra de Campos, con sus girasoles y trigales; de las parameras de tierra rojiza de Burgos a los montes de León y a los puertos de Galicia. Esta variedad paisajística nos había emocionado en muchos momentos de comunión con la naturaleza. Sin embargo, acabábamos de dejar atrás una de las zonas más bellas y feraces de la Ruta Jacobea, protagonizada por la frondosa vegetación y el agua distribuida en riachuelos, arroyos, cascadas y fuentes.

En esta ocasión nos alojamos todos en el Hotel Carris Alfonso IX, en la calle del Peregrino, en pleno Camino de Santiago. Elegimos la segunda planta y era la primera vez que teníamos habitaciones contiguas.

Al ver a Sergio me tembló el corazón, pero no quise demostrárselo. Le di un simple beso en la mejilla. Estaba deseosa de arreglar las cosas y poder fundirnos en apretados abrazos interminables. Él decía que eran abrazos ursinos. ¡Cuándo llegaría ese momento!

Me había ganado un buen baño reparador con lavado de cabeza. Cuando echaba la vista atrás tenía la sensación de llevar meses fuera de casa, de iglesia a iglesia, de catedral a catedral, de oca a oca y de puente a puente, y una más porque me lleva la corriente, hasta llegar a la gran oca blanca central en el jardín, o la gloria, el centro, el fin del trayecto. Siempre el tablero, la peregrinación, el calvario, el recorrido de la vida.

Echaba de menos a mi madre. Hablaba con ella casi todos los días, pero no podía evitar que se preocupase. También me acordaba de mi abuela. Con mi hermana Susi me comunicaba varias veces por semana. La quiero bastante más que a Berta. Es mejor persona y mucho más ecuánime. Susi siempre se alegra de mis triunfos. Berta tiene una extraña manera de reaccionar. Casi nunca alaba mis trabajos ni suele hablar de mis libros. En cambio, siempre está dispuesta a ponderar los logros de otras personas con las que apenas tenemos vínculos. Su talante me ha hecho sufrir mucho, pero Sergio siempre me ayudó a relativizar sus desplantes.

Estaba completamente ensimismada pensando en mi familia mientras apuraba mi Martini, cuando Sergio me recordó la hora y me sugirió que fuésemos pensando en bajar.

Estaba tan a gusto envuelta en mi albornoz blanco de felpa que me hubiese quedado tumbada en la cama viendo una película al lado de Sergio. Solíamos hacerlo a menudo, aunque los tres últimos años, absorbida por el trabajo, me había independizado demasiado de él. Llegaba a casa tarde y demasiado cansada, sin humor y con mis problemas laborales a cuestas. No quiero justificar lo que hizo, porque la fidelidad nunca debe ser moneda de cambio, sino un imperativo categórico, con independencia de los merecimientos de la persona a la que se le es fiel. Pero me culpo de haberme equivocado en el establecimiento de prioridades. Estaba tan centrada en mis ambiciones profesionales que, sin darme cuenta, fui alejándome de él, quizá pensando que siempre lo tendría ahí. Dejé el amor en un segundo plano, confiando en que era demasiado especial e intenso para ser destruido. Creí que nada se interpondría entre nosotros, que estábamos a prueba de todo. Y estuvimos a punto de perdernos el uno al otro. En realidad, no estaba del todo segura de que aún estuviéramos a tiempo de reanudar nuestra vida en común. Él también tendría que perdonarme, y así los dos nos demostraríamos la grandeza de ese amor tan jaleado por nuestros amigos y del que tanto presumíamos.

(De mi novela El Códice de Clara Rosenberg).

 

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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