Mi padre solía decirme cuando yo era un crio, que la gente cree que nunca pasa nada malo, pero «pasa todos los días, a cada hora, a cada minuto, a cada segundo», señalaba. «Tanto así -reiteraba- que si se tuviera que publicar noticias de sucesos no bastaría con un par de páginas en un periódico, sino que tendrían que utilizarse todas las páginas de un par de ejemplares para plasmar todo lo que acontece a diario».
A través de la historia el ser humano ha sido testigo de las salvajadas más grandes perpetradas, unas veces en nombre de Dios; otras, en busca de la paz; y/o simplemente por la ambición desmedidas de los gobiernos.
Los titulares de los medios de comunicación nos recuerdan hoy en día que, desde tiempos inmemoriales, nada ha cambiado en absoluto.
Para muestra un botón: La guerra entre Rusia y Ucrania, mejor dicho, la invasión de Ucrania por el ejército de Vladimir Putin, es un claro ejemplo de lo cruel y miserable que puede llegar a convertirse el ser humano. Todo sigue igual a través de los tiempos.
Limpieza étnica en Los Balcanes
Hace 28 años, precisamente el 11 de julio de 1995, el ejército serbio, dirigido por el general serbio-bosnio Ratko Mladić, atacó la ciudad de Srebrenica, en el este de Bosnia. La operación militar para tomar el enclave bosnio duró diez terroríficos días. Una vez tomada la ciudad, las fuerzas serbias perpetraron uno de los más grandes genocidios que se pueda recordar. La matanza la denominaron «limpieza étnica». Más de 8.000 personas fueron asesinadas, principalmente niños y hombres musulmanes bosnios.
Decía, nada ha cambiado a través de la historia. Vivimos otros tiempos, y muy ufanos, creemos que nada nos puede pasar, que estamos inmunes mientras subimos una foto a Instagram. Basta con echar un vistazo a lo que acontece en Ucrania para saber que no estamos a salvo.
Lejanos quedan aquellos días cuando un iluminado (Adolf Hitler) defensor de la raza perfecta, organizó durante la Segunda Guerra Mundial, la «Madre de todas las matanzas», creando los siniestros campos de exterminio. Auschwitz fue uno de ellos.
Según los historiadores en aquel campo de concentración fueron asesinados más de un millón de personas, en su mayoría judíos. Auschwitz estuvo operativo desde 1940 hasta el 27 de enero de 1945.
VIAJE HACIA LOS ‘CAMPOS DE EXTERMINIO’ DEL TERCER REICH
Es invierno y la bella ciudad de Cracovia me recibe con su manto de frío siberiano que me atrapa con sus gélidas garras y me obliga a dirigirme al hotel a pasos agigantados.
Un té con limón y posteriormente una sopa Zurek, que es la más típica de Polonia (huevo cocido, alubias, patatas y salchichas), me devuelven la vida.
Muchos coinciden que es una de las más bellas ciudades de Polonia. A mi me encantó nada más pasear por sus calles, incluso por la Rynek Główny, plaza que con 40.000 metros cuadrados es el centro neurálgico de la ciudad. A solo unos metros, cada hora en punto, desde la torre más alta de la basílica, sale un trompetista que rememora el aviso ante la invasión tártara del siglo XIII. A pesar del frío polar, pude degustar de su gastronomía y disfrutar de un fin de semana de ocio al calor de unas copas y buena música.
Cracovia es hoy en día una de las ciudades más grandes, antiguas e importantes del país, lo cual contrasta con el macabro rol que cumplió durante la Segunda Guerra Mundial en la cual fue sede del gobierno general nazi y testigo directo de las más grandes atrocidades perpetradas por el género humano.
AUSCHWITZ
El cartel «ARBEIT MACHT FREI», «El trabajo os hará libres», era el letrero que colgaba (y cuelga) en el otrora campo de exterminio y que hoy irónicamente te «da la bienvenida» a Auschwitz.
Visitar Auschwitz-Birkenau, no es una experiencia agradable, pero permite, casi un siglo después, ser testigo de la historia, comprobar in situ, que realmente existieron estos centros de exterminio.
Aparte de los barracones, donde dormían y vivían hacinados los prisioneros; y los hornos crematorios donde incineraban sus cuerpos tras morir en las cámaras de gas, una de las imágenes que más me chocaron durante mi estancia en Auschwitz fue darme de bruces con los «Trenes de la muerte», esos endiablados armastotes de hierro y madera en los cuales cientos de miles de judíos eran trasladados cual ganado hacia los tristemente célebres campos de concentración en donde les tenían preparada la «Solución final», ese diabólico plan que idearon los nazis para consumar el genocidio sistemático de la población judía-europea durante la Segunda Guerra Mundial.
Los trenes de la muerte, que no eran más que vagones para transportar ganado y en algunas ocasiones mercancías, partían desde todos los países ocupados por el III Reich. ¿Su destino?: los campos de exterminio.
Una vez en el destino, tras varios días de viaje en condiciones infrahumanas, los presos -en su mayoría judíos- eran esclavizados y llevados a las cámaras de gas.
En cada vagón podrían entrar hasta 50 personas, que muchas veces viajaban parados debido a la estrechez del mismo. Durante el viaje decenas morirían de hambre o asfixia.
Los vagones no disponían de ventanas, sólo de unas pequeñas rendijas para que pudieran respirar.
Los prisioneros casi nunca sospechaban lo que les deparaba el viaje. Eran vilmente engañados. Se les hacía creer que iban a campos de trabajo.
INHUMANIDAD
En Auschwitz, así como en otros campos de exterminio, las SS «trabajaban» desde el lunes hasta el sábado. Hasta ahí todo parecería normal. Pero se daban casos de que algunos trenes llegaban con prisioneros judíos un sábado por la tarde… Entonces era cuando se producía unos de los hechos más miserables de la condición humana, si es que hubiera algo de humano en ello: los prisioneros quedaban encerrados a su suerte en los vagones hasta el lunes siguiente sin que se les proporcionara agua ni alimentos.
Lógicamente, si ya habían muertos en los vagones, estos repudiables hechos sólo vendrían a acrecentarlos.
Así de crueles y miserables eran los nazis.