Por tierras de A Coruña

Santiago de Compostela (parte IV)

La catedral y su entorno

Santiago de Compostela (parte IV)
Santiago peregrino, urna alegórica y los discípulos Atanasio y Teodoro. Manuel Ríos

Me hallo en la plaza del Obradoiro, la más universal de la ciudad y tal vez del orbe. La primera impresión que me suscita es de amplitud y majestuosidad. Si cierro los ojos en esta infinita explanada puedo escuchar a los canteros de otro tiempo trabajando el granito con que levantan esta espectacular fachada, la obra barroca por antonomasia. En realidad, me hallo en medio de un extenso taller, obradoiro en lengua gallega, y de ahí el nombre de la plaza. Pero, no accedo todavía a la catedral, me sitúo frente a ella, la miro, ocre y gris como siempre, me giro y observo los edificios que conforman el recinto, cada uno de un estilo arquitectónico, pero armoniosos y equilibrados en su conjunto. A la izquierda, el viejo Hospital Real, hoy Hostal de los Reyes Católicos, hotel de lujo; a continuación, el palacio de Raxoi, levantado para residencia de confesores y actualmente sede del Ayuntamiento; y seguidamente, el Colegio de San Jerónimo, levantado para atender a estudiantes pobres, embrión de la universidad en el siglo XV, la Escuela Normal en que me gradué como maestro y en la actualidad Rectorado de la Universidad compostelana. Vuelvo los ojos a la catedral y observo a su izquierda el palacio de Gelmírez o palacio episcopal, levantado por el arzobispo guerrero para recibir a los romeros ilustres que peregrinaban a Compostela, y a su derecha, el claustro catedralicio.


Catedral compostelana. / Manuel Rios

La catedral, también llamada Jerusalén celeste, es el corazón y el alma de Compostela. Vista con los ojos de este tiempo, estoy ante una construcción románica cuidadosamente envuelta en una estructura barroca. Y la fachada del Obradoiro, la de poniente, es parte de esa protección. En 1188, el maestro Mateo da por finalizado el pórtico de la Gloria, la más sublime manifestación de la escultura románica. Según avanzaban las cuentas en el rosario de los siglos, alguien con sentido de la eternidad debió de advertir que el Pórtico y su policromía, al aire, corrían serio peligro de perderse para la posteridad y, poco después de mediado el siglo XVII, puso en marcha la construcción de esta monumental fachada que, a la vez, lo protegiera, finalizada a mediados del XVIII.

Pero, vayamos paso a paso. Cuando nos acercamos a la basílica, al ras de la plaza nos damos de bruces con la llamada catedral vieja («… bajo la cual [bajo la basílica] hay otra iglesia que merece ser vista como una de las cosas más raras de Europa», A. Jouvin, 1672). Se trata de un equívoco. El maestro Mateo debía resolver un grave problema técnico: superar la diferencia de altura entre la plaza y las naves de la catedral, y lo solucionó levantando esta sólida cimentación sobre la que ubicó su obra. Merece la pena ser visitada.

Asciendo por la escalinata y me encuentro en la base desde la que el elegante hastial (1) asciende al encuentro de las estrellas. Estoy ante un tríptico. Los cuerpos laterales parecen sobreponerse al área inferior de las torres, orientadas al infinito. Y en el cuerpo central, en lo alto, Santiago peregrino; debajo, la urna alegórica al descubrimiento de sus restos y Atanasio y Teodoro, sus discípulos, guardándola.

Las dos torres, calificadas como «mellizos lirios de osadía» por Gerardo Diego, de ochenta metros, medidos desde la plaza, fueron levantadas sobre las originarias románicas; la derecha, con trece campanas, un siglo antes; y la de la izquierda es llamada torre da Carraca por albergar un artilugio semejante a una carraca que era activado coincidiendo con los oficios de Semana Santa, y cuentan las crónicas que el Jueves Santo de 1809, cuando las tropas francesas pasaban la noche al raso en el claustro de la catedral, la carraca fue puesta en acción y su sonido, confundido con el de los zuecos de los paisanos, puso en desbandada al ejército invasor. Y en la torre de la izquierda, la representación del Zebedeo, mientras que en la derecha, Salomé, su esposa, los padres de Santiago.

Cuando se accede a la catedral por vez primera debe formularse para nuestro interior una gracia, un deseo; permítaseme un guiño: al hacerlo, nuestro hijo preguntó a su madre si era posible pedir jubetes (¿o juvetes?). Yo tenía previsto escribir ahora que cruzo la entrada y accedo al nártex, esa especie de vestíbulo que separa la fachada del espectacular y majestuoso pórtico de la Gloria, la expresión máxima del románico, un libro en piedra en el que los hombres analfabetos de la época tenían la oportunidad de recrear el mundo sagrado, de vivir con sus propios ojos la tradición cristiana. Pero, no puedo garabatearlo porque el Pórtico se encuentra en proceso de restauración. Así que, ¿cómo continúo? Y digo yo: si me teledirigió el benedictino de Samos, ¿no puedo autoteledirigirme? Eso haré. Imaginar que realizo la visita en la realidad y narrar su desarrollo. Allá voy. Supuestamente, me encuentro ante el pórtico de la Gloria. Observo fugazmente sus diez metros de altura y sus diecisiete metros y medio de largo, cierro los ojos e intento situarme en la piel de un peregrino de hace ochocientos años que tras mil o más kilómetros de penalidades, por fin, alcanza esta maravilla. ¿Qué sensación recorrería su alma? Hoy, la luz difusa ilumina arquivoltas, capiteles, columnas y personajes. Y el peregrino actual y, especialmente el de ayer, cree vivir una ensoñación, necesita asegurarse de que lo que contempla es real y, en lugar de pellizcarse, hunde su mano en el parteluz (2), en la columna del árbol de Jesé, el padre de David, que recoge la genealogía de Jesús hombre; y otro romero, igual; y otro, y otros…, hasta propinarle las llagas que podemos apreciar. ¿Cuántas manos habrán querido asegurarse de que se encontraban en esta dimensión? Lo reconfirmaré también yo a los pies de Santiago. ¿Y los personajes? Los personajes, ajenos al paso del tiempo, ajenos a tanto peregrino y a tanto curioso, cumplen su misión, la que Mateo les encomendó y que entrevió Rosalía: parece que susurrasen unos con otros. Torrente puso el oído a esos susurros y entendió que se mofan del mundo. ¡Genial por Rosalía, por Torrente y por Mateo! Y todas estas figuras, ¿a quién representan? Es la pregunta inmediata. Parece que el maestro se llevase la clave consigo. Desde hace siglos, investigadores y teólogos buscan infructuosamente la interpretación definitiva sin alcanzar acuerdo. En lo que sí coinciden es en que el Apocalipsis subyace en la realización. La piedra vive silente, muda, pero no me cabe duda de que fue tallada para transmitir, transmitir, ¿qué? A partir de lecturas y reflexiones, recojo la versión comúnmente aceptada en los casos en que así sucede. Imagino cómo se divertirá Mateo observando las lucubraciones de unos y de otros.

Caigo en la cuenta de que el Pórtico está formado por tres arcadas que se corresponden con las tres naves del templo. Se estima que la izquierda representaría a la Iglesia de los judíos; la central, a la de los cristianos; y la derecha, a la de los infieles. ¿Empezamos por la central, la de los cristianos? El parteluz en que dejé mi huella sostiene un espléndido tímpano presidido por una imagen de Cristo resucitado, de casi tres metros, rodeada de los cuatro evangelistas; a los lados del parteluz, ocho ángeles mostrarían los llamados instrumentos de la pasión; por encima, cuarenta figuras que miran a Jesús representarían a la cristiandad, al pueblo llano sufridor, a los justos; y en la arquivolta, los ancianos del Apocalipsis, los veinticuatro, un auténtico coro de bienaventurados, organizados de dos en dos, susurrando cada uno con su vecino a la vez que afina el instrumento. Resulta curioso constatar que de algunos de estos no existe constancia de que existieran en la España de la época. Y en lo alto del parteluz, ¡Santiago!, con aureola, báculo en forma de tau y pergamino, mirándonos, tal vez reconociendo el esfuerzo peregrino, acaso mostrándonos sus mejores deseos.


Santiago, en lo alto del parteluz, mirándote. / Manuel Rios

Dejo a cada cual la interpretación de la arcada izquierda. Y, en lo que se refiere a la derecha, me fijo con atención y creo vislumbrar el juicio final presidido por el Padre y el Hijo; los monstruos atormentarían a los pecadores, los condenados, las figuras desnudas, a la derecha de las arcadas; y en el área equivalente de la izquierda, los justos, elevados a la casa del Señor.

Y los pilares del Pórtico, asentados en una maraña de quimeras alusivas al pecado para unos y al poder para otros; tal vez tengan razón todos porque, más a menudo de lo que deseáramos, poder y pecado caminan de la mano.

¡Mateo, maestro Mateo! Pero, ¿quién fue Mateo? He aquí otra de las incógnitas del Medievo. Enigmático, misterioso, se desconoce todo en torno a su persona y pasa a la posteridad documental a través de su nombre, Mateo, y del apelativo maestro, tal vez pensando como otros grandes constructores que importa más la obra que el hombre. Curioso y admirable. Aunque podemos hacernos idea de cómo era si damos la vuelta al parteluz y observamos una pequeña figura arrodillada, de pelo rizado, que popularmente es conocida como O Santo dos Croques y que pasa por ser la representación del maestro. Avala esta idea el hecho de que en la cartela que muestra pudo leerse Arquitectus hasta no hace mucho. Forma parte de la tradición el que los visitantes de la basílica den tres golpecitos con su cabeza en la de Mateo, dura como la piedra de que está labrada, con la esperanza de absorber por ósmosis algo del genio y de la ciencia de esa mente preclara, especialmente los estudiantes en víspera de exámenes. Se cuenta que este humilde Mateo arrodillado cara al altar se situó primero entre los bienaventurados del tímpano central del Pórtico, actitud que pareció soberbia, vanidosa, irreverente, y que no gustó a la autoridad eclesiástica del momento, lo que supuso que aquella primera representación fuese transformada en Sansón. Intento identificarlo. Y cedo a la tentación de recoger una atroz leyenda en virtud de la cual, terminada la obra, el pueblo arrancaría los ojos a Mateo para impedir que pudiera repetir otra semejante.

Vuelvo al nártex, doy la espalda al Pórtico y observo los arcos de la fachada. En el de la izquierda, san Marcos, con su mano, parece señalar el camino de la calle a los músicos que se entretienen en sus chismorreos. Observo el central y la vista se me escapa a Esther, hermosa, mutilada, tal vez ruborizada por la sonrisa pícara y la mirada lasciva de Daniel que la observa desde enfrente; y es que, según recoge la tradición, es tal su belleza que un obispo del XVIII ordenó suavizar sus senos. No falta quien estime que Daniel, o hasta el propio Mateo, se mofan por adelantado del príncipe de la Iglesia.


Esther, mutilada. / Manuel Rios


Daniel, pícaro, lascivo… / Manuel Rios

Notas
(1) En las iglesias, cada una de las tres fachadas correspondientes a los pies y laterales del crucero.
(2) Aquí, columna en medio del arco-tímpano centrales.

Imágenes editadas por Asier Ríos.
© de texto e imágenes Manuel Ríos.
Twitter @boiro10
depuentelareinaacompostela [arroba] gmail.com

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