El sabor de la derrota palestina

El sabor de la derrota palestina

Desde que Daniel Pipes argumentara en una columna que Israel puede y tiene que derrotar a los palestinos, le ha caído encima un verdadero bombardeo de réplicas y descalificaciones. Algunas eran triviales (el diario Ha’aretz publicó un artículo desafiando mi derecho a opinar en tales materias por no residir en Israel) pero la mayoría planteaban temas serios que merecen una respuesta.

El antiguo estratega chino Sun Tzu observaba:

«Que en la guerra tu gran objetivo sea la victoria».

Y de él se hizo eco el pensador de guerra austriaco del siglo XVII, Raimondo Montecuccoli. Su sucesor prusiano Clausewitz añadió que «La guerra es un acto de violencia con el fin de obligar al enemigo a cumplir nuestra voluntad».

Estas opiniones continúan siendo válidas hoy. La victoria consiste en imponer al enemigo la voluntad de uno, lo que significa típicamente obligarle a abandonar sus objetivos bélicos. Los conflictos terminan normalmente con la voluntad de uno de los bandos aplastada.

En teoría, ése no tiene que ser el caso necesariamente. Los beligerantes pueden comprometerse, pueden agotarse mutuamente, o pueden resolver sus diferencias bajo la sombra de un enemigo mayor (como cuando Gran Bretaña y Francia, vistos durante mucho tiempo como «enemigos naturales y necesarios», firmaron en 1904 la Entente Cordiale, a causa de su temor compartido a Alemania).

Tales resoluciones «sin ganador ni perdedor» son la excepción en los tiempos modernos, no obstante. Por ejemplo, aunque Irán e Irak terminaron su guerra 1980-88 en estado de mutuo agotamiento, este paralelismo no resolvió sus diferencias. Hablando en general, mientras ningún bando experimente la agonía de la derrota – siendo rotas sus esperanzas, su dinero desperdiciado, y vidas extinguidas – la posibilidad de la guerra persiste.

Uno esperaría que esa agonía siguiera a una aplastante derrota en el campo de batalla, pero desde 1945 normalmente ése no ha sido el caso. Los aviones derribados, los tanques destruidos, las municiones agotadas, los soldados desertando y la pérdida de territorio raramente son decisivas.

Considere las múltiples derrotas árabes frente a Israel durante 1948-82, la derrota de Corea del Norte en 1953, la de Saddam Hussein en 1991, o la de los sunníes iraquíes en el 2003. En todos estos casos, la derrota en el campo de batalla no se tradujo en abandono.

En el entorno ideológico de las últimas décadas, la moral y la voluntad ya no importan. Los franceses se dieron por vencidos en Argelia en 1962 a pesar de sobrepasar en efectivos y armamento a sus enemigos. Lo mismo se aplica a los americanos en Vietnam en 1975 y a los soviéticos en Afganistán en 1989. La Guerra Fría terminó sin un desastre.

Aplicar estas opiniones a la guerra de Israel con los árabes palestinos lleva a diversas conclusiones:

Israel a duras penas disfruta de libertad de movimientos para perseguir la victoria; en particular, es acuciado por los deseos de su principal aliado, el gobierno americano. Es por lo que yo, un analista americano, trato este tema con la intención de examinar la política en Estados Unidos y otros países occidentales.

Israel debería ser animado a convencer a los árabes palestinos de que han perdido, con el fin de influenciar su psicología.

Una medida agresiva como «transferir» a los árabes palestinos del West Bank sería contraproductiva para Israel, provocando mayor indignación, incrementando el número de enemigos y perpetuando el conflicto.
A la inversa, las percepciones de debilidad de Israel reducen la posibilidad de derrota de los árabes palestinos; así es como los tropezones de los años de Oslo (1993-2000) y la retirada de Gaza inspiraron el delirio árabe palestino y más guerra.

Israel sólo necesita derrotar a los árabes palestinos, no a las poblaciones árabes o musulmanas enteras, que con el tiempo seguirán la tendencia árabe palestina.

Me abstengo de sugerir medidas específicas que Israel debiera tomar, en parte porque no soy israelí, y en parte porque debatir tales prácticas para ganar antes de que la victoria sea la política es prematuro. Baste decir que los árabes palestinos reciben inmensa ayuda y fuerza de una red mundial de apoyo de ONGs, articulistas, académicos y políticos; que el inventado problema del «refugiado» árabe palestino» se encuentra en el malsano corazón del conflicto, y que la ausencia de reconocimiento internacional de Jerusalén como capital de Israel lacera. Estos tres temas son prioridades claramente.

Irónicamente, el éxito israelí en aplastar la moral bélica de los árabes palestinos sería lo mejor que pudiera suceder nunca a los árabes palestinos. Significaría su abandono definitivo de su sueño demente de eliminar a su vecindario, y ofrecería en su lugar la oportunidad de centrarse en su propia política, economía, sociedad y cultura. Para convertirse en un pueblo normal, uno cuyos padres no animan a sus hijos a convertirse en terroristas suicida, los árabes palestinos necesitan experimentar la prueba de la derrota.

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