El Viejo (y paralizado) Continente

El Viejo (y paralizado) Continente

Después del ajustado triunfo de la coalición de centroizquierda en las elecciones italianas de esta semana y de la agitación social en Francia, es difícil escapar a la sensación de que Europa está paralizada. Sometida a gobiernos débiles y opiniones públicas divididas, la región parece incapaz de promover las necesarias reformas que deberían reactivar su anémico crecimiento.

Escribe Luisa Corradini en La Nación que Francia e Italia son, sin embargo, los ejemplos más recientes de un proceso que comenzó con el fin de la Guerra Fría, cuando la tradicional polarización que existía en la mayoría de los países europeos fue progresivamente reemplazada por una atomización del universo político y la división de sus electorados.

“La democracia sin enemigos es mucho más difícil de gestionar que la democracia amenazada por un solo enemigo”, explicó el filósofo italiano Giovanni Sartori después de la caída del Muro de Berlín.

La actual ola de recelo frente a la clase política logró incluso destruir las ilusiones que había suscitado la Unión Europea (UE), en particular cuando el continente adoptó una moneda única: el euro.

El proceso de desconfianza se aceleró en mayo de 2005, cuando franceses y holandeses manifestaron un rotundo “no” al proyecto de la Constitución europea, pero luego se extendió a Dinamarca, Italia, España y Gran Bretaña.

Por un lado, ese rechazo colectivo parece expresar los temores que provocan los desafíos de la globalización y un liberalismo diabolizado en el inconsciente colectivo.

Por otra parte, el escepticismo de la opinión pública traduce un desconcierto que coloca a la clase política en un callejón sin salida: las sociedades reclaman gobiernos fuertes para encontrar soluciones inmediatas de fondo y -al mismo tiempo- se rehúsan a aceptar reformas sin consenso, diseminan sus votos, se aferran al statu quo y se aterran ante la perspectiva de cambio.

Este cuadro genera cada vez más fenómenos de ingobernabilidad o, por lo menos, de inestabilidad. «No se golpea a los sistemas asesinando al rey, sino volviéndolos inestables», escribe Umberto Eco en «Golpear al corazón del Estado».

Los ejemplos de Italia, España -en menor medida- y ahora Alemania son pactos basados en alianzas de poder y no en uniones de objetivos o de ideales. «Si no se basa en la unión, cualquier poder es débil», decía Jean de la Fontaine.

Poco después del fracaso del referéndum, los electores alemanes obligaron a Angela Merkel a aceptar una Grosse Koalition entre demócratas cristianos y socialdemócratas.

En marzo de 2004, a pesar de la enorme carga de simpatía popular depositada en José Luis Rodríguez Zapatero, los electores españoles sólo le entregaron una mayoría relativa en el Parlamento, que lo obliga a conciliar con las exigencias de los partidos regionales.

Esa profunda división adicional, cristalizada en torno del proyecto de ampliación de la autonomía de Cataluña, terminó por llevar al presidente a registrar una vertiginosa pérdida de popularidad, que sólo recuperó después del reciente cese del fuego propuesto por ETA.

En Gran Bretaña, la situación de Tony Blair no es mucho mejor, jaqueado por los sectores situados más a la izquierda de su propio partido. Muy debilitado por su alineamiento incondicional con Estados Unidos en la guerra contra Irak y criticado por sus proyectos de reforma en educación, salud pública y, sobre todo, la lucha contra el terrorismo y la inmigración, el jefe del nuevo laborismo corre el riesgo de terminar defenestrado por los sediciosos, impacientes de reemplazarlo por el ministro de Economía, Gordon Brown.

El mismo peligro acecha a Romano Prodi, que deberá gobernar apoyado por un abanico de partidos que van desde la extrema izquierda hasta sectores de centroderecha.

En Francia, los socialistas sólo podrán llegar al poder en 2007 si pactan para la segunda vuelta con la extrema izquierda y el Partido Comunista. Esos dos partidos, tenaces adversarios del liberalismo y la globalización, le impedirán aplicar reformas de fondo.

Esos casos muestran otra de las paradojas que paralizan a Europa. ¿Cómo reprocharle a un partido que pacte para llegar al poder? ¿Cómo exigirle, al mismo tiempo, que aplique reformas si algunos de sus aliados las resisten? ¿Para qué votar a un partido reformista, como ocurrió en 1995, cuando Francia plebiscitó a Jacques Chirac, si luego están dispuestos a salir a la calle durante semanas enteras para mantener el statu quo?

En una región donde los electorados se niegan a dar a sus gobiernos una amplia mayoría capaz de facilitarles capacidad de acción, impulsar cambios parece transformarse en una tarea imposible.

«Todos sabemos cuáles son las reformas necesarias. Lo que no sabemos es cómo implementarlas y ganar después las elecciones», reflexionó recientemente el primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Junker.

En un mundo donde la economía crece a un ritmo anual del 4,5% y los intercambios internacionales, el 8,5%, Europa es la excepción.

Una parte del continente arrastra un pesado lastre, esencialmente por los países que más sufrieron en la Segunda Guerra Mundial, cuyas opiniones públicas se niegan con insistencia a alejarse del modelo tradicional del Estado de bienestar: Alemania, con el 1,1% de crecimiento desde 1990, un desempleo del 11,2% y un déficit público del 3,6% del PBI; Francia, con un crecimiento del 1,4%, un desempleo del 9,6%, un déficit público del 3,5% y una deuda del 67% del PBI; Italia, con un crecimiento del 0,1%, un desempleo del 7,7%, un déficit y una deuda públicas del 4,1% y del 110% del PBI, respectivamente.

Peso económico

El problema es que Alemania, Francia e Italia representan respectivamente el 69% del peso económico de la zona euro que, de este modo, se ve sumergida en un pozo de estancamiento, desempleo y endeudamiento. De allí el carácter decisivo del ciclo electoral que comenzó en la región con las elecciones alemanas de 2005, los comicios legislativos de esta semana en Italia y las presidenciales francesas de 2007.

La tenaz oposición popular francesa a un instrumento menor de flexibilización laboral y la voluntad del electorado italiano de no dar una amplia mayoría a sus gobernantes refuerzan la idea de que el «mal europeo» tiene raíces mucho más profundas.

Esta persistente aversión al cambio de los pueblos europeos parece ser el último coletazo de la Guerra Fría. Temerosos de abandonar el pasado, desorientados frente al futuro, incapaces de definir claramente sus objetivos, la realización del sueño europeo parece postergarse.

Líderes debilitados

Jacques Chirac

Una serie de marchas estudiantiles y sindicales lo obligaron a retirar el polémico Contrato de Primer Empleo, impulsado por el premier Dominique de Villepin.

Tony Blair

Los sectores izquierdistas del laborismo, su propio partido, lo cuestionan por su alineamiento incondicional con Estados Unidos y por sus proyectos de reforma educativa, de salud y de combate al terrorismo.

José Luis Rodríguez Zapatero

Tiene una mayoría relativa en el Parlamento, lo que lo obligó a satisfacer las exigencias de partidos regionales y acceder al discutido proyecto de ampliación de la autonomía de Cataluña.

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