Presidente disidente

Existen dos marcas distintivas de un disidente. En primer lugar, los disidentes son condenados por ideas, y permanecen fieles a ellas sin importar las consecuencias. En segundo lugar, generalmente creen que traicionar esas ideas constituiría el mayor de los fracasos morales. Abandona, se dicen a sí mismos, y el mal triunfará. Mantente firme, y puedes dar esperanzas a otros y ayudar a cambiar el mundo.

Escribe Natan Sharansky, superviviente del Gulag soviético y ex ministro israelí, los líderes políticos constituyen los disidentes más infrecuentes. En una democracia, la vida de un líder es el pulso del electorado. Dejar de mantenerte en sintonía con el sentimiento del público puede hacer tambalear cualquier administración y minar cualquier agenda política.

Además, los líderes democráticos, para los que el compromiso es crítico para el gobierno eficaz, casi nunca ven ningún tema en términos maniqueos. En su mundo, casi todo es de diferentes tonos de gris.

Ese es el motivo por el que el Presidente George W. Bush es tamaña excepción. Es un hombre consumido por una fe profunda en el atractivo universal de la libertad, su poder transformador, y su conexión crítica con la paz y la estabilidad internacionales. Incluso los críticos más feroces de estas ideas ciertamente admitirán que Bush ha encabezado ambas antes y después de su reelección, tanto cuando aparecía alto en las encuestas como ahora que su popularidad ha caído, tanto cuando la crítica ha llegado de detractores con solera como cuando ha llegado de anteriores partidarios.

Con una terca determinación que cualquier disidente sabe apreciar, Bush, haciendo frente a la aplastante oposición, se mantiene en su terreno ideológico, motivado en gran medida por lo que parece ser un rechazo a sostener el fracaso moral.

Yo mismo no he escatimado críticas a Bush. Al igual que mi profesor, Andrei Sajarov, estoy deacuerdo con el presidente en que promover la democracia es crítico para la seguridad internacional. Pero creo que se ha puesto demasiado énfasis en celebrar elecciones rápidas, mientras que se ha dedicado poca atención a ayudar a construir sociedades libres protegiendo esas libertades — de conciencia, de expresión, de prensa, de religión, etc. — que descansan en el corazón de la democracia.

Creo que tal enfoque erróneo es uno de los motivos por los que una organización terrorista como Hamas pudo llegar al poder a través de medios ostensiblemente democráticos en una sociedad palestina dominada desde hace mucho por el miedo y la intimidación.

También creo que no se han hecho suficientes esfuerzos por convertir la política de promoción de la democracia en un esfuerzo bipartisano. Los enemigos de la libertad tienen que saber que el compromiso de la única superpotencia del mundo con ayudar a expandir la libertad más allá de sus fronteras no dependerá de los resultados de las próximas elecciones.

Igual que el éxito a la hora de ganar anteriores conflictos globales dependió de forjar una amplia coalición que se extendiese más allá de líneas partidistas o ideológicas, el éxito a la hora de impulsar la democracia con el fin de ganar la guerra contra el terror dependerá de construir y mantener un amplio consenso de apoyo.

Pero a pesar de estas críticas, reconozco que me tomo el lujo de criticar la agenda de democracia de Bush sólo porque en primer lugar, existe una agenda de democracia. Una política que durante años no ha sido nada más que el tema esotérico de debate académico ocasional es hoy el punto de apoyo del estado americano.

Durante décadas, el «realismo» se basó en una percepción miope de la estabilidad internacional que prevaleció en el debate legislador. Durante un breve periodo a lo largo de la Guerra Fría, la política realista de acomodar la tiranía soviética fue reemplazada por una política que hacía frente a esa tiranía y convertía la democracia y los derechos humanos dentro de la Unión Soviética en una prueba de fuego para las relaciones de la superpotencia.

El enorme éxito de tal política a la hora de poner un final pacífico a la Guerra Fría no impidió que la mayor parte de los legisladores continuasen defendiendo un enfoque a la estabilidad internacional que se basa en acunar a dictadores «amigos» y rehusar a apoyar las aspiraciones a ser libres de pueblos oprimidos.

Entonces llegó el 11 de septiembre del 2001. Parecía como si ese horrible día hubiera dejado claro que el precio por apoyar a dictadores «amigos» por todo Oriente Medio fue la creación del campo abonado para el terrorismo más grande del mundo. Debía ser trazado un nuevo rumbo político.

Hoy, nos encontramos en mitad de una gran lucha entre las fuerzas terroristas y las fuerzas de la libertad. El mayor arma que posee el mundo libre en esta lucha es el sorprendente poder de sus ideas.

La Doctrina Bush, basada en el reconocimiento de los peligros planteados por regímenes no democráticos y en comprometer a Estados Unidos a apoyar el impulso de la democracia, ofrece esperanza a muchas voces disidentes que luchan por llevar la democracia en sus países. El terremoto democrático que ha ayudado a provocar, incluso con todos los peligros que entrañan sus réplicas, ofrece la promesa de un mundo más pacífico.

Pero aún así, cada día que pasa, se añaden nuevas voces al coro de los detractores de esa doctrina, y el círculo de sus partidarios se reduce.

Los críticos protestan contra cada paso en un camino nuevo y difícil en el que se ha embarcado Estados Unidos. Pero al señalar los muchos obstáculos que no han sido evitados y aquellos que aún pueden serlo, sus críticos serían sabios en recordar que el camino alternativo lleva a la opresión continua de centenares de millones de personas y a la continua inflamación de las patologías que llevaron al 11 de Septiembre.

Ahora que el Presidente Bush está cada vez más aislado a la hora de impulsar la libertad, sólo puedo esperar que su espíritu disidente continúe perseverante. Puesto que si ese espíritu se quiebra, en la práctica el mal triunfa, y las consecuencias para nuestro mundo serían desastrosas.

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