Los robots de la muerte

Magdi Allam, intelectual de origen egipcio, que reside desde hace varios años en Italia y escribe habitualmente en Corriere della Sera, publicó el pasado viernes -justo al rebufo de la detención de una veintena de musulmanes británicos que querían volar en vuelo aviones en la ruta Londres a Nueva York– un artículo degarrado, en el que insta a Occidente a combatir sin matices a los fascistas islámicos.

Todos deberíamos estar en guerra contra los «fascistas islámicos». No sólo Estados Unidos, el único país que ha tenido el coraje de declararlo abiertamente. No sólo Gran Bretaña, nación más afectada por las acciones terroristas de Al Qaeda que otros países europeos. Todos, ya que el descubrimiento de un plan para hacer explotar simultáneamente varios aviones pertenecientes a compañías americanas con el fin de provocar una matanza de proporciones inimaginables no hace más que confirmar que ese terrorismo está completamente globalizado y que Occidente se ha transformado en una fábrica de kamikazes islámicos.
Los atentados frustrados a los aviones en Londres este pasado jueves y otros que sí se han llevado a cabo tienen similitudes dignas de ser resaltadas. Los cuatro terroristas suicidas que protagonizaron los dramáticos hechos acaecidos en Londres el 7 de julio de 2005 eran ciudadanos británicos, lo mismo que los terroristas suicidas que preparaban estos días la frustrada masacre en los aviones que iban a despegar de la misma ciudad.

Occidente es el lugar donde, desde hace 20 años, miles de combatientes islámicos se convierten en robots de la muerte, llamados a la Guerra santa en Afganistán, Bosnia, Kosovo, Chechenia, Cachemira, Argelia, Somalia, Yemen, Marruecos, Túnez, Egipto, Israel, Indonesia e Irak. Occidente también fue el escenario en el que los autores de los atentados del 11-S en Nueva York y Washington y del 11-M en Madrid completaron su proceso de adhesión a la fe en el martirio islámico. Todos ellos fueron víctimas de un lavado de cerebro idéntico al que sufrieron los 20 jóvenes arrestados anteayer en Londres y Birmingham. Y todos ellos frecuentaban mezquitas cuyos predicadores incitan al odio o son auténticos apologistas del terror.

La denominación «fascistas islámicos» utilizada por Bush resulta muy apropiada, ya que integra la esfera puramente criminal del terrorismo con su dimensión ideológica. La raíz del mal es una ideología del odio que, bajo la estela del antiamericanismo y el antijudaísmo, de la condena a Occidente y del no reconocimiento al derecho a la existencia de Israel, ha desencadenado una corriente de violencia a escala mundial.

Ésa es la idea central del manifiesto del Frente Internacional Islámico de Yihad (guerra santa) contra los Judíos y los Cruzados, el organismo mediante el cual Osama bin Laden privatizó y globalizó el terrorismo en junio de 1998. En esos mismos principios se basan los estatutos del movimiento internacional Hermanos Musulmanes y de Hamas -su rama palestina-, así como los del Hizbulá, cuya estrategia en el Líbano ha sido impuesta por el régimen nazi-islámico iraní de Ahmadinejad, sostenido por la complicidad de la tiranía siria de Bachar el Assad. A juzgar por la estrecha compenetración ideológica entre grupos extremistas con raíces históricas y génesis políticas tan distintas, parece que el Líbano pretende convertirse en un nuevo frente de primera línea en la guerra santa islámica contra Israel.

Los hechos acontecidos en Londres y la situación actual del Líbano demuestran que nos hallamos ante un terrorismo agresivo -y no reactivo-, basado en un tipo de odio que está presente en todos los países europeos. Quienes sigan pensando que dicho terrorismo es una reacción a la ocupación israelí y al imperialismo americano, se equivocan. Todavía hay personas convencidas de que el nacimiento de un Estado palestino, incluso sometido al poder teocrático de Hamas, y el retiro de las tropas de Irak y Afganistán -aunque dichos países tuvieran que ser conquistados por los cortacuellos de Al Qaeda-, conseguirían librar a Occidente de la amenaza terrorista.

Esas almas ingenuas han edulcorado una realidad devastadora, tal como demuestran, por ejemplo, varias sentencias dictadas por tribunales de Justicia en un país democrático occidental como Italia, en las cuales se legitima y dignifica a los reclutadores italianos de kamikazes, considerándolos miembros de la «resistencia». Lo mismo se ha hecho con los asesinos de los soldados de la fuerza multinacional en Afganistán, a los que se distingue como «mártires».

Pero insisto, en cualquier país europeo, desgraciadamente, existe la fábrica del terror de la cual proceden los kamikazes de Londres. Se trata de una red de mezquitas en las que se predica la destrucción de Israel y se legitiman los terrorismos palestino, iraquí y afgano. Dichos templos están bajo el control de grupos, como la organización radical marroquí Justicia y Caridad o el movimiento Tabligh, que goza de gran influencia entre la comunidad paquistaní.

Sin embargo, nosotros seguimos comportándonos como si no ocurriera nada. Nos preocupamos por abortar el atentado, que no es más que la punta del iceberg, pero no queremos afrontar el iceberg entero, que es la fábrica del terror.

Ése ha sido el mayor error cometido por nuestros servicios secretos y nuestros cuerpos de seguridad, los cuales, actualmente, se hallan en serias dificultades a raíz de varias investigaciones e incertidumbres políticas que han puesto en tela de juicio su credibilidad internacional.

Lo único que podemos hacer es cruzar los dedos y esperar que lo ocurrido en Londres no vuelva a suceder nunca ni allí ni en ningún otro lugar.

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