Un viaje por la mente del terrorista que destruyó las Torres Gemelas

Un viaje por la mente del terrorista que destruyó las Torres Gemelas

El novelista británico Martin Amis reconstruye los últimos días de la vida de Mohamed Atta, jefe de la célula terrorista islámica que estrelló el primer avión contra ese símbolo del poder económico mundial. El relato es impactante y polémico.

Ninguna prueba física, documental o analítica aporta una explicación convincente de por qué (Mohamed) Atta y (Abdulaziz al) Omari viajaron en auto hasta Portland, Maine, desde Boston en la mañana del 10 de septiembre, solo para regresar a Logan en el Vuelo 5930 la mañana del 11 de Septiembre. Informe de la Comisión 11/9.

El 11 de septiembre de 2001, abrió los ojos a las 4:00 h, en Portland, Maine; y comenzó el último día de Mohamed Atta.

¿Cómo era la escena en que despertó? Una habitación en un hotel, del tipo designado como «económico» en su guía -un nivel por encima de «básico».

Era un Repose Inn, parte de una cadena. Pero no era como los otros Repose Inns en los que se había alojado: en establecimientos higiénicos, con mucha actividad. Este lugar era pesado y solemne, laberíntico y tan viejo como la mayor parte de su clientela.

Y era barato. Bueno. El acolchado de nylon pesado como un chaleco de plomo; un televisor grande cuadradote sobre la cómoda enfrente; y la heladera blanca abollada -donde, como si nada, el motivo por el cual Mohamed Atta estaba en Portland, Maine, estaba enfriándose en un estante…

La particular frugalidad de esas últimas semanas era parte de un combate devocional que estaba llevando adelante. Igual que los otros, asistía a sus oraciones, pagaba sus limosnas, se lavaba a menudo, comía poco. (Pero no era como los demás.) Unos días antes, sus fondos operativos adicionales —unos veintiséis mil dólares— habían sido girados sobriamente de vuelta al intermediario en Dubai.

Se bajó de la cama y llamó a Abdulaziz, que ya estaba dando vueltas, y ya rezando quizá, en el cuarto de al lado. Después al baño: el trabajo de la ablución, la tortura de la excreción, el tormento de la depilación.

Accionó el botón de la ducha y se quitó los calzoncillos. Entró y se sometió a la caricia húmeda y fría de la cortina de plástico sobre la pantorrilla y el muslo.

Luego, pasó un tiempo increíblemente largo tratando de sacar un pelo del jabón. La hebra forastera no dejaba de cambiar de forma —signo de interrogación, símbolo de infinito— pero no se movía; y el jabón, no más grande que una caja de fósforos cuando empezó, apenas existía cuando terminó.

Después, como sucede a veces en estos hoteles viejos, enormes y esencialmente bienintencionados y generosos, el chorro de agua se entrecortó y pasó, en un instante, de una destilación tibia a un chorro fundido; y mientras luchaba por salir del cuadrado patinó sobre un saché de champú y se cayó pesada y abruptamente sobre su cóccis.

Tuvo que incorporarse bañado en vapor y se raspó la cabeza contra el umbral metálico dentado de la ducha. Después de un rato, lentamente se puso de pie y permaneció así, con las manos en las caderas, los ojos solo apenas cerrados, la cabeza gacha, esperando recuperarse.

Se secó con una toalla blanca delgada y detectó un padrastro reluciente.
Acto seguido, emitiendo un suspiro de una lobreguez sin reserva, se desplomó en el inodoro. Ni siquiera se molestó en hacer sus muecas habituales, y en distenderse y temblar, en pare porque sentía la cabeza peligrosamente embotada.

Más conspícuamente, no movía el intestino desde ma yo. En general, la parte superior de su cuerpo era increíblemente esbelta, de todas las horas en el gimnasio con los sauditas «musculosos»; pero ahora había un solemne montículo donde antes estaban sus abdominales, tan orgulloso y tieso como un embarazo de cuatro meses.

Tampoco era ésa la única secuela. Sentía un dolor afiebrado y constante, no en las vísceras sino en la parte inferior de la espalda, en la depresión pélvica, y en el escroto. Con un intervalo de pocos minutos tenía que esperar un interludio de náuseas, mientras los jugos gástricos no utilizados burbujeaban en el pozo de su garganta. Su aliento olía a río contaminado.

Aún faltaba lo peor: afeitarse. Afeitarse era lo peor porque lo obligaba forzosamente a la contemplación de su cara. Miró para abajo mientras se rasuraba las mejillas pero luego apareció el mentón y allí estaba, revelada por la navaja en franjas verticales: la cara de Mohamed Atta.

Un año antes, después de Afganistán, se había despedido de su barba. Hirsuta y oblonga y levemente ladeada, había tenido el efecto de suavizar los rasgos disgustados de su boca, y había ocultado totalmente el ánimo franco de su mandíbula de abajo adelantada.

Por dentro estaba controlado, pero su cara era de alguna manera incontinente, o al menos eso pensaba Mohamed Atta. El odio, el odio por todo, estaba esculpido en ella, desde adentro.

Le parecía increíble que todavía lo dejaran caminar por las calles, mucho más entrar en un edificio o abordar un avión. Otro día, un día más, y no lo dejarían.

¿Cómo no lo señalaban, cómo no se encogían de miedo, cómo no salían corriendo? Y sin embargo a esa cara, a esa altura ya casi cómicamente malvada, pronto le sonreiría, e incluso le dedicaría una aparente atención (su pasaje era business) la azafata predestinada.

Una hipótesis. Si se bajaba de la operación de los aviones, y ésta seguía adelante sin él (o si de alguna manera sobrevivía), nunca podría volver a viajar por aire en Estados Unidos ni en ninguna otra parte —no por aire, no por tren, no por barco, no por autobús.

El perfil no tendría por qué ser racial; sería facial simplemente. Ningún hombre, ninguna mujer en su sano juicio aceptarían quedar confinados en su proximidad. Con esa cara, día a día más gangrenosa. Y ese nombre, el nombre con el cual viajaba, también una promesa de venganza: Mohamed Atta.

En la última década, solamente un ser humano había experimentado un placer obvio al poner los ojos en él, y ése era el Jeque. Había ocurrido en su encuentro de presentación, en Kandahar, donde, en apenas unos minutos, el Jeque lo había designado jefe de operaciones.

Mohamed Atta sabía que lo primero que le preguntaría era si estaba dispuesto a morir. Pero mientras lo decía, el Jeque sonreía, casi con ojos de amor. «La pregunta está de más», comenzó. «Ya veo la respuesta en tu cara».

El horario de salida del vuelo local de Colgan Air a Logan eran las seis. O sea que tenía una hora. Se vistió (la camisa azul marino, los pantalones negros) y se paró frente a la cómoda, torpemente, con las piernas separadas.

Tenía delante dos documentos. Bostezó, luego estornudó. Mientras se afeitaba, Mohamed Atta, por primera vez en su vida se había cortado el labio (el inferior); a una velocidad sorprendente el corte se había arreglado como una imitación convincente de una cicatriz fría.

Más excepcional todavía, también había cortado levemente la voluta carnosa de su fosa nasal derecha, liberando una reserva de sangre aparentemente inagotable; no podía parar de levantarse para ir a buscar más pañuelos dejando atrás una estela de papeles salpicados. Sentía que los temas de recurrencia y prolongación ya estaban empezando a asociarse con su último día.

El Documento Nø. 1 apareció desplegado en su laptop. Era su testamento, redactado en abril de 1996, cuando los pensamientos del grupo habían pasado a concentrarse en Chechenia.

Dos amigos marroquíes, Mounir y Abdelghani, ambos devotos, habían sido sus testigos, o sea que había incluido una cantidad considerable de fórmulas santurronas. Cualquier cosa vieja serviría.

«Durante mi funeral, quiero que todos mantengan silencio porque Dios dijo que le gusta el silencio en tres ocasiones, al recitar el Corán, durante el funeral y al estar prosternado».

¿Prosternado? ¿Lo había escrito mal? Otra disposición le saltó a los ojos y su entrecejo se frunció aún más:
«La persona que lave mi cuerpo cerca de mis genitales debe usar guantes en las manos para no tocarlos.»

Y esto: «No quiero que ninguna mujer embarazada o persona que no esté limpia venga a decirme adiós porque no lo apruebo».

Bueno, esas ansiedades ahora eran académicas. Nadie le diría adiós. Nadie lo lavaría. Nadie tocaría sus genitales.

Había otro documento sobre la superficie de la cómoda, una libreta de cuatro páginas en árabe, armada por la oficina de información de Kandahar (y atada con una cinta mugrienta).

Les habían dado una a cada uno; los otros pronto sacarían sus ejemplares personales y menearían la cabeza y se balancearían y murmurarían una hora tras otra.

Pero Mohamed Atta no era como los otros (y pagaba su precio por eso). Recién empezaba a verlo.

«Átese bien los cordones de los zapatos y use medias ajustadas que se adhieran a los zapatos y no sobresalgan». Consideró que era un consejo atinado. «Que cada uno de ustedes afile su cuchillo y mate a su animal y obtenga consuelo y alivio de su matanza».

Una referencia, presumiblemente, a lo que pasaría a los pilotos, los primeros oficiales, los asistentes de vuelo. Dicen que algunos de los sauditas habían matado sanguinariamente ovejas y camellos en Khaldan, el campo de adiestramiento cerca de Kabul.

Mohamed Atta no esperaba disfrutar esa parte: el uso ejemplar de los cortantes. Se imaginó a las mujeres, con sus uniformes y sus camisas de cuello abierto. No pensaba que le gustaría; no esperaba que le muerte le gustara en esa forma.

Entonces volvió a sentarse y sintió la inminencia de las náuseas: se iba acumulando y luego se diseminaba dentro de él. Su mente, en la medida que era separable de su cuerpo, estaba cerca de la «tranquilidad total» ensalzada y recomendada por Kandahar.

Un tipo muy diferente de hombre de treinta y tres años tal vez habría sentido la misma seguridad extasiada contemplando una tarde en un departamento prestado con su verdadero amor (y obsesión sexual).

Pero la mente de Mohamed Atta y su cuerpo no eran separables: ésa era la dificultad; era el problema mente-cuerpo -en su caso, fantásticamente agudo. Mohamed Atta no era como los otros, porque estaba haciendo lo que estaba haciendo por la razón esencial.

Los otros estaban haciendo lo que estaban haciendo por la razón esencial, también, pero habían alcanzado la sublimación, por medio del ardor jihadi; y sus cuerpos habían sido convencidos por esta disposición y se habían sumado.

Comían, bebían, fumaban, sonreían, roncaban; subían los escalones de a dos. El cuerpo de Atta no se había sumado. «él estaba haciendo lo que estaba haciendo por la razón esencial y nada más que por la razón esencial.

«Purifica tu corazón y límpialo de toda mancha. Olvida y sé indiferente a lo que es llamado Mundo». Mohamed Atta no era religioso; no era particularmente político.

Se había aliado a los militantes porque la jihad era, en muchas dimensiones, la idea más carismática de su generación. Unir ferocidad y rectitud en una sola palabra: no había nada que pudiera rivalizar con eso.

Se conformó a eso e hizo las cosas que impresionaron a sus pares; coleccionó citas, obras de caridad, peregrinaciones, teorías conspirativas y así sucesivamente, como otros coleccionaban autógrafos o latas de cerveza.

Y eso se ajustaba a su carácter. Eliminando todas las estupideces sobre la fe, el fundamentalismo se ajustaba a su carácter, y casi con una precisión siniestra.

Por ejemplo, la actitud hacia las mujeres: le resultaba sumamente armoniosa la mezcla de hostilidad extrema y de cautela extrema. Además, le gustaba la idea de la hermandad, aunque por supuesto despreciaba absolutamente al contingente actual, particularmente a sus colegas pilotos: Hani (el Pentágono) a quien apenas conocía, pero Marwan (la otra Torre Gemela) lo sacaba de quicio y casi lo fascinaba el nivel de su desprecio por Ziad (el Capitolio)…

El adulterio castigado con azotes, la sodomía con sepultura en vida: a Mohamed Atta esto le parecía bien. Y también adhería en el odio por la música. Y el odio por la risa. «¿Por qué nunca se ríen?» solían preguntarles a él y a los otros. Ziad respondía, «¿Cómo puede uno reírse cuando hay gente muriendo en Palestina?»

Mohamed Atta nunca se reía, no porque se muriera gente en Palestina sino porque nada le parecía gracioso. «Lo que llaman Mundo». También eso le hablaba a él. El mundo siempre le había parecido una ilusión, una burla irreal.

«El tiempo entre tú y tu casamiento en el cielo es muy breve». Ah, sí, las vírgenes: seis docenas, la mitad de una gruesa. Había leído en una revista de noticias que «vírgenes», en el libro sagrado, era una mala traducción del arameo.

Debía decir «uvas». Se preguntaba vagamente si el equívoco tendría algo que ver con «sultana», que significaba (a) una uva pequeña sin semilla, y (b) la esposa o concubina de un sultán. Abdulaziz, Marwan, Ziad y los otros: no se sentirían demasiado complacidos si al llegar a Jardín, encontraban un paquetito rojo de Sun-Maid Sulanas (Contenido medio 72). Mohamed Atta, con dos títulos de arquitectura, su excelente Inglés, su excelente Alemán: Mohamed Atta no creía en las vírgenes no creía en el Jardín. (¿Cómo iba a creer en semejante paraíso inverosímil y desalentadoramente fálico?

«él era un apóstata: eso era exactamente. No esperaba el paraíso. Lo que esperaba era el olvido. Y, es extraño decirlo, no encontraría ninguna de las dos cosas.

Empacó. Se detuvo un momento y se inclinó sobre la heladera abollada, luego se irguió y caminó hacia la puerta.

En su descenso, el ascensor, en una sucesión de pacientes sufrimientos, paró en el piso undécimo, el décimo, el noveno, el octavo, el séptimo, el sexto, el quinto, el cuarto, el tercero y el segundo.

Personas mayores, vacilantes y con expresiones de desconfianza, entraban y salían; cuando lo hacían, uno de los suyos oprimía el botón puerta-abierta con un pulgar marfánico, insolente. Y a esa hora, además: casi no había luz.

Mohamed Atta se horrorizó brevemente ante la idea de que todos eran amantes, que volvían temprano a sus camas. Pero no: tenía que ser la falta de sueño, el insomnio de la edad, las vigilias tempranas de la edad. Sus esfuerzos por mantenerse vivos, en cualquier caso, le parecieron esencialmente innobles.

Se había sentido igual en el hospital la noche anterior, cuando había ido a ver al imán… Consultando su reloj cada diez o quince segundos, decidió que este viaje hacia abajo era tiempo muerto, todo lo muerto que puede llegar a estar el tiempo, como hacer cola, o una luz roja interminable, o mirar estúpidamente el equipaje en la cinta de un aeropuerto.

Allí estaba, de pie, cercado por la palidez y la decadencia, y martirizado por complejas revulsiones.

Abdulaziz lo esperaba bajo la débil luz y la música ambiental del hall. Silenciosos, en ayunas, se incorporaron a la fila del checkout. Pasó más tiempo muerto. Mientras ajustaban el paso y avanzaban en lo que quedaba de la noche hasta el estacionamiento, Mohamed Atta, con un espíritu no muy generoso, consideró a su colega.

Ese saudita musculoso en particular tenía un aspecto de ternero fláccido como el de Ahmed al Nami —el chico lindo del pelotón de Ziad. Por otro lado, Abdulaziz, con su cara levemente africana, sus ojos infantiles, era fácil de dominar, de una manera casi insultante.

Tenía esposa y una hija en el sur de Arabia Saudita. Pero eso influía tan poco en él que era como decir que tenía una camioneta en el sur de Arabia Saudita.

También había llevado a cabo, increíblemente, ciertos deberes devotos en su mezquita local. Y sin embargo, era Abdulaziz quien llevaba la navaja, Abdulaziz quien estaba listo para aplicarlo a la carne de la auxiliar de a bordo.

Cuando llegaron al auto, Abdulaziz dijo unas pocas palabras en plegaria a Dios, agregando, con cierta intención de desenvoltura.

«Bueno. Empecemos nuestros »estudios de arquitectura»».

Muhammad Atta sintió que su cuerpo experimentaba un sobresalto involuntario. «¿Quién te lo dijo?», dijo.

«Ziad».

Cargaron el auto y se instalaron en los asientos delanteros. Abdulaziz en principio no tenía por qué estar al tanto del código del objetivo. «Derecho», era el Capitolio.

«Política», era la Casa Blanca. En las charlas con el Jeque había habido una competencia fuerte por «arquitectura» (el World Trade Center) y «artes» (el Pentágono), pero no se habían puesto de acuerdo respecto de un tipo de objetivo totalmente distinto, a saber «ingeniería eléctrica».

Eso era la planta nuclear que Mohamed Atta había visto en uno de los vuelos de entrenamiento cerca de Nueva York. En una actitud desconcertante, el Jeque había retirado su bendición —pese a la posibilidad presumiblemente atractiva de transformar amplias franjas de costa oriental en un cementerio de plutonio para los siguientes setenta milenios (o sea, hasta el año 72001).

Pero Mohamed Atta sintió un dilema moral, una silenciosa sugerencia de que ese gesto podía ser considerado exorbitante. Fue el primero y único indicio de que, en su guerra cósmica contra los enemigos de Dios, había algún tipo de límite máximo.

Mohamed Atta se preguntaba a sí mismo con frecuencia: ¿El «Jeque» estaba dispuesto a morir? A lo largo de sus conversaciones había aflorado que pese a estar visiblemente reconciliado con el eventual martirio (no lo haría de otra manera, etcétera) el Jeque sentía muy poca atracción personal hacia la muerte; y muy pronto sería además famoso, profetizaba Mohamed Atta, por la obstinación con que la eludía.

Esos encuentros y discusiones —con el Jeque y posteriormente con su emisario yemení Ramzi bin al-Shibh— perdían ahora peso y valor en la mente de Mohamed Atta, opacados por la indisciplina de Ziad, por la promiscuidad de Ziad (y, si Abdulaziz sabía, entonces, todos los sauditas sabían). Volvió a pensar en su histórica conversación con Ramzi, por teléfono, la tercera semana de agosto.

«Nuestros amigos están ansiosos por saber cuándo comienza tu curso».

«Sería más interesante estudiar »derecho» cuando se reúna el Congreso.»

«Pero no deberíamos postergarlo. Con tantos estudiantes nuestros en Estados Unidos…»

«Está bien. Dos ramas, un trazo oblicuo y una amapola».

Ramzi volvió a llamarlo y dijo, «Para dejar todo claro. ¿El once del nueve?»

«Sí», confirmó Mohamed Atta. Y fue la primera persona en el mundo que lo dijo, que lo dijo de esa forma: «Once de septiembre».

Había guardado el secreto hasta el 9 de septiembre. Ahora, por supuesto todos lo sabían: el día había llegado. Estaba impaciente por su conversación telefónica con Ziad, que estaba prevista para las 7:00 h. Ziad seguía afirmando que no se había decidido entre «derecho» y «política». Parecía «derecho».

Como objetivo, la casa del Presidente había perdido gran parte de su atractivo cuando establecieron, hasta donde pudieron, que el Presidente no estaría allí.

Para ese momento, el Presidente se aprestaba a correr, a la mañana temprano, en Sarasota, Florida, donde Mohamed Atta había aprendido a volar, en Jones Aviation, en septiembre de 2000.

El dolor de cabeza empezó durante el viaje al Aeropuerto Internacional de Portland. En los últimos meses se había convertido en una especie de experto en dolores de cabeza. Y sin embargo ahora le parecía que aquellas jaquecas iniciales apenas merecían considerarse tales: «esto» era un dolor de cabeza.

Al principio atribuyó su virulencia a su accidente en la ducha; pero después el dolor le subió hasta la coronilla y se estableció, como una anguila eléctrica, de un oído al otro, de un ojo al otro, y después los dos. Tenía dos dolores de cabeza, no uno, y aparentemente estaban en guerra.

El auto, un Nissan Altima, era flamante, recién salido de fábrica, y le había parecido una especie de premio el 10 de septiembre, pero ahora su aire cerrado al vacío sabía a mareo y al olor de los barcos por debajo de la línea de flotación. De pronto, su visión se pixeló con pequeños enjambres de puntos ciegos. De modo que tuvo la necesidad de hacerse a un lado y decirle a un sorprendido Abdulaziz que tomara el volante.

El nivel de tránsito parecía desmesurado. Estadounidenses, ya en plena actividad… Más allá de atormentar a su pasajero con miradas regulares de preocupación, Abdulaziz manejaba con su habitual atención supersticiosa, asaltado por pequeños miedos, ese día.

Mohamed Atta se esforzaba por no moverse en su asiento; camino al estacionamiento, diez minutos antes, se había esforzado por no correr; en el ascensor, otros diez minutos antes, se había esforzado por no gemir ni gritar. Siempre se estaba esforzando por no hacer algo.

Eran las 5:35. Y en ese momento empezó a reflexionar en el desvío a Portland: una empresa pueril, tal como lo veía ahora. Su grupo era competitivo no solamente en devoción sino también en impulso nihilista, en despreocupación nihilista; y se le había ocurrido que sería decididamente sofisticado pasear de un extremo de Logan al otro con menos de una hora.

Por otro lado, también estaba la perspectiva, irritante como nunca para el corazón, de su conversación con Ziad. Pero la razón para ir a Portland había sido fundamentalmente frívola. No lo habría hecho si Internet, el 10 de septiembre, no le hubiera garantizado tantas veces que el 11 de septiembre sería una mañana radiante.

Y no se solazó con la idea de que ya era, después de todo, 11 de septiembre, y que se podía llegar a los aeropuertos sin mucho tiempo de anticipación.

«¿Hizo las maletas usted mismo?»

La mano de Mohamed Atta trepó hasta su ceño.

«Sí», dijo.

«¿Las ha tenido todo el tiempo»

«Sí».

«¿Alguien le pidió que le llevara algo?»

«No. ¿El vuelo sale a horario?»

«Tendría que hacer conexión.»

«¿Y las maletas siguen de largo?»

«No. Tendrá que volver a despacharlas en Logan.»

«¿Quiere decir que voy a tener que pasar por todo esto de nuevo?»

Más allá de cualquier otra cosa que haya logrado el terrorismo en estas últimas décadas, es indudable que produjo un claro aumento del aburrimiento mundial.

No tomó mucho tiempo hacer y responder esas tres preguntas —unos quince segundos. Pero esas preguntas y respuestas sobre el tiempo muerto eran repetidas, sin ninguna variación, cientos de miles de veces por día.

Si la operación con los aviones salía adelante como estaba previsto, Mohamed Atta legaría más, quizá mucho más tiempo libre a nivel planetario. Era adecuada, quizás, y no paradójico, que el terror promocionara también marcadamente su opuesto más obvio. El aburrimiento.

Resulta que Mohamed Atta era un recluta del Sistema de Inspección Previa de Pasajeros por Computadora (CAPPS su sigla en inglés). Lo cual significaba que su bolso despachado no sería acomodado hasta que él no abordara el avión.

Eso era en Portland. En Logan, un aeropuerto «Categoría X» como Newark Liberty y Washington Dulles, y supuestamente más seguro, tres de sus sauditas musculosos serían inspeccionados por CAPPS, con las mismas consecuencias irrelevantes.

Mohamed Atta y Abdulaziz se presentaron en el mostrador del checkpoint. No les revisaron los bolsos; la vara manual no los rayó ni los lastimó. La mochila infantil de Abdulaziz con los cortantes y el aerosol paralizante, pasaron por el túnel del amor.

Justo antes de abordar, otra nube de náusea envolvió a Muhammad Atta, como un montón de pequeños secuaces confabulados. Esperó que pasaran, pero no lo hicieron, y en cambio se coagularon en su buche.

Mohamed Atta fue al baño de hombres y largó una braza de bilis verdosa. Seguía limpiándose la boca sucia cuando salió a la pista y subió los escalones temblorosos de metal.

El Colgan 5930 no solamente estaba atrasado: era también un avión de propulsión abierta con diecinueve plazas e iba lleno. Penosamente, tuvo que acomodarse al lado de una gorda rubia con una enfermedad en el cuero cabelludo y, encima, un bebé, cuyo increíble llanto ella trataba en vano de aplacar colocándolo reiteradamente sobre el pecho.

Entre una pulsación y otra, cuando era capaz, por instantes, de un pensamiento continuo, imaginaba que la rubia era la azafata predestinada.

El avión se elevó con entusiasmo, sin nada de la dificultad tecnológica que caracterizaría el ascenso del American 11.

Había ido a Portland, Maine, para su diálogo con el imán.

El hospital, donde estaba internado moribundo, era un edificio mediano descascarado en el centro: una empresa más entre todas las demás empresas. Adentro también, Mohamed Atta no había tenido la sensación de ingresar en una atmósfera de atención vocacional —simplemente la practicidad estadounidense, sin suavizar la voz, las pisadas, sin la suavidad de las mínimas sonrisas de las recepcionistas…

Camino a la guardia, avanzó a través de la calidez húmeda de cenas a medio comer o intactas y el olor sordo más pesado de las drogas. El imán estaba dormido en su cama, formando una especie de hueco, como si hubieran ahuecado un canal del tamaño del imán en el colchón. Mohamed Atta observó que tenía los labios gris oscuro, como los labios de los perros.

El tiempo muerto pasaba. En un momento, el imán se despertó y descubrió la mirada sin humor de Mohamed Atta. Suspiró sin contenerse. Los dos retrocedieron: a la mezquita de Falls Church, en Virginia.

«¿Tiene una cita para mí?» preguntó el imán, imprevistamente alerta.

«Es de las tradiciones. El Profeta dijo, »Aquel que se mate con un cuchillo será atormentado con ese cuchillo en los fuegos del Infierno… Aquel que se arroje de una montaña y se mate se arrojará a sí mismo a los fuegos del Infierno por los siglos de los siglos… Quien se mate de la manera que fuere en este mundo será atormentado de esa manera en el Infierno».»

«Siempre hay excepciones. No debemos olvidar que estamos en la tierra del descreimiento», dijo el imán y siguió enumerando los crímenes de los estadounidenses.

Eran por demás conocidos para su visitante, que consideraba reales los motivos de queja.

Según cómo se contara, Estados Unidos era responsable por una razón u otra de muchas millones de muertes.

Pero Mohamed Atta no estaba convencido de una equivalencia moral. Algunos sistemas de armamentos afirmaban ser precisos; el poder no era preciso. El poder era siempre un monstruo.

Y nunca había habido un monstruo de la dimensión de Estados Unidos. Cada vez que se daba vuelta mientras dormía arrastraba desastres que aplastaban pueblos. Eran errores y perversidades y crueldades calculadas; y no había ningún reconocimiento, ninguno.

No obstante, Estados Unidos no derrochaba ingenio en sus esfuerzos por matar a los inocentes.

«¿Es una instalación enemiga?» preguntaba con agudeza el imán.

Mohamed Atta no respondió. Dijo simplemente, «¿Lo tiene?»

«Sí. Y lo necesitarás».

La mano del imán, para la mirada lejos de comprensiva de Atta, parecía y sonaba como la garra delantera de una langosta resonando contra el laminado de la mesa de noche; se abrió el armario, como un puente rebatible. Lo que había adentro era igual a una botella medio vacía de 16 onzas de Volvic.

«Tómalo, no al despertarte, sino cuando sientas que tu prueba está cerca. Ahora bien. Tuviste la amabilidad de decir que describirías tu iniciación».

Ese era el intercambio: quería que le hablara del Jeque. Recién en ese momento, el imán abruptamente se puso de costado, de cara a Mohamed Atta, y por un instante su postura evocó repulsivamente la de un niño que se apresta a escuchar un cuento antes de dormirse.

Pero ese abandono no era sino parte de una maniobra más amplia del imán. Se echó hacia atrás e incorporándose de tal manera que algunos pelos, por lo menos, quedaron en la almohada.

Mohamed Atta había supuesto irreflexivamente antes que trazaría para el imán una imagen tranquilizadora, idealizada incluso, del Jeque —el visionario de dedos alargados en la cima de la montaña que sin embargo, en toda su humildad y su apertura, seguía siendo un simple guerrero de Dios.

Ahora se recompuso. Nunca en su vida había dicho lo que pensaba. El olor de las drogas era particularmente fuerte junto a la pileta amarilla, a medio metro de su nariz.

«Tuve varios encuentros con él», dijo, «en el campo de Faruq, en Kandahar. Y en las Granjas Tarnak. Es hechizante – eso es. Cuando habla de la derrota de los rusos… Oírselo decir, no fue Occidente el que ganó la Guerra Fría. Fue el Jeque. Pero necesitamos terriblemente ese hechizo, ¿no? La fascinación del éxito.»

«Pero los éxitos son reales. Y esto es sólo el comienzo».

«Sus esperanzas de victoria dependen de la participación activa de la superpotencia», dijo Mohamed Atta.

«¿Qué superpotencia?»

«Dios. De ahí la crisis actual».

«¿Es decir?»

«Viene del dolor religioso, ¿no le parece? Durante siglos, Dios ha castigado a los creyentes y recompensado a los infieles. ¿Cómo explica esa indiferencia?»

O su enemistad, pensó, mientras abandonaba la cabecera del enfermo y la guardia. Consideraba también que podría ser así, subconscientemente, por supuesto: si la oración y la devoción habían fracasado —fracasado tan claramente— tal vez fuera tiempo de cambiar de lealtad y convocar a los otros poderes.

En Logan, él y Abdulaziz eran los únicos pasajeros en el carrusel que supuestamente tomaban el vuelo de conexión desde Portland. Y el carrusel estaba en silencio y detenido. Mirar una cinta con equipaje real dando vueltas de pronto resultaba algo bastante estimulante.

Mientras tanto, las anguilas o rayas de aguijón en su cabeza libraban un combate a muerte en la zona ubicada exactamente detrás de sus oídos. A veces, por momentos interminables, podía tomar distancia del dolor y simplemente «escucharlo».

Era música en su siguiente fase evolutiva, más allá de la atonal. Y constató por qué siempre había odiado la música; de todo tipo, hasta la melodía más emoliente, había entrado en su mente como dolor.

Usando todas las reservas, continuó mirando las tablillas de caucho negro durante otros treinta segundos, otro minuto, luego dio media vuelta, y Abdulaziz lo siguió.

«¿Hizo las maletas solo?»

«¿Qué maletas ? Ya me tomé la molestia de explicar…»

«Señor, sus maletas estarán en nuestro próximo vuelo. Tengo que hacer las preguntas sobre seguridad, señor».

Estos estadounidenses esa forma que tienen de decir «señor». Lo mismo podrían decir «hermanito».

«¿Empacó usted?»

Oh, la miseria de la recurrencia, como el ascensor del hotel haciendo su antigua reverencia en cada piso, como el pelo extraño en el jabón cambiando de forma a través de una sucesión de alfabetos, como el (necesariamente) monótono gong en el interior de su cabeza.

Ya antes había pensado que su mal, si es que se podía llamar así, era simplemente el mal del aburrimiento, un aburrimiento desenfrenado, donde todo el tiempo era tiempo muerto.

Como si su vida entera consistiera en responder esas mismas tres preguntas, diciendo «Sí» y «Sí» y «No».

«¿Y alguien le pidió que le llevarla algo?»

«Sí», dijo Mohamed Atta. «Anoche, en el restaurante libanés, un mozo nos pidió que le lleváramos un enorme radio despertador a su primo en Los Angeles».

Su sonrisa fue amplia y breve.

«Es gracioso», dijo.

Caminaron hasta la Puerta 32 y después se retiraron para ir al shopping. Con un gesto le dijo a Abdulaziz que fuera a buscar a sus compatriotas. Mohamed Atta se sentó frente a un café y se preparó para la llamada a Ziad. Ziad: el chico de la playa y fantasma de las discos de Beirut el borracho y bohemio, ahora con sus exaltaciones y postraciones, sus cantos y gemidos, su manera de balancearse y hamacarse…

Confundir a Ziad, enviarlo a su muerte con un corazón lleno de duda: ésa era la razón de la delegación a Maine.

En Alemania, en una oportunidad, Ziad había dicho que las prometidas en el Jardín estarían «hechas de luz». En un fuerte contraste, por lo tanto, con la oscuridad y la pesadez de sus hermanas terrestres, en particular la pesadez y la oscuridad de Aysel Senguen —la turca alemana o la alemana turca de Ziad.

Mohamed Atta había visto a Aysel solamente una vez (piernas descubiertas, brazos descubiertos, cabello descubierto) en la librería médica en Hamburgo y no había olvidado su cara. Ziad y Aysel eran su experimento de control para la vida vivida según el amor sexual; y durante muchos meses los dos habían poblado sus insomnios.

Sabía que Aysel había venido a Florida en enero (y que había acompañado escandalosamente a Ziad a la escuela de vuelo); también se había sentido oscuramente conmovido por el hecho de que el testamento de Ziad era una carta para ella.

Y se preguntaba constantemente cómo se juntaban sus cuerpos, cómo seguramente ella se abría a él, con toda su pesadez y oscuridad… Mohamed Atta había decidido que el ardor romántico y religioso provenían de partes contiguas del ser humano: las partes que él no tenía.

No obstante, Ziad, como aniquilador del «derecho» (y aniquilador del vuelo United 93), estaba debidamente equipado para el asesinato en masa. Sólo «aproximadamente» contiguas, entonces: Ziad podía decir que lo hacía por Dios, y muchos le creerían, pero no podía decir que lo hacía por amor. No lo hacía por amor, ni por Dios. Simplemente lo hacía por la razón esencial, igual que Mohamed Atta.

«¿Todo bien en Newark Liberty?»

«Todo bien. Estamos en una zona estéril. ¿Vio a su apreciado imán?»

«Sí. Y me dio el agua».

«El agua? ¿Qué agua?»

«El agua sagrada del oasis», dijo Mohamed Atta con deleitación. Siguió un silencio. «¿Qué hace?», preguntó Ziad. «Absuelve de lo que el imán llamó la ‘enormidad’, el crimen atroz, del delito contra sí mismo, Ziad.»

Siguió otro silencio, pero ya no era auténtico. Atta pensó que tendría que haber sacado más de esa conversación si no hubiera sido por una barredora mecánica, parecida a un catamarán, montada por un anciano, emitiendo gemidos alrededor de su silla.

«Me preparo para beber el agua sagrada incluso mientras hablo».

«¿Viene en una botella especial?»

«Una redoma de cristal. Dios dijo, ‘Aquellos que me odian aman y cortejan a la muerte’. Ves, Ziad, eres el administrador de tu cuerpo, no su dueño. Dios es su dueño».

«¿Y el agua?»

«El agua está dentro de mí y me preserva para Dios. Es una nueva técnica, comenzó en Palestina. Tu infierno arderá con combustible de avión hasta la eternidad. Y la eternidad nunca termina, Ziad —nunca comienza siquiera. Por eso puede ser que haya cierta demora hasta que llegues a esas novias de la luz. Tal vez tendrías que haberte conformado con tu nudista alemana. Adiós, Ziad».

Colgó, volvió a marcar, y tuvo más o menos una conversación idéntica con Marwan, sin el tema de Aysel. En el caso de Marwan (la otra mitad de «arquitectura», y en camino ahora, en United), las consideraciones eran de otro orden.

El énfasis de su rivalidad no tanto era el ardor yihadista como la indiferencia nihilista. De modo que ambos intercambiaron alardes abiertos, en clave, respecto de cuán bajo y a qué ángulo darían el golpe, y fríamente acordaron que, si hubiera F-15 sobre Nueva York, estrellarían sus aviones en las calles…

Por último, como correspondía, llamó a Hani («artes»), el único piloto saudita con el que no compartía ninguna historia y no demasiado odio. Mohamed Atta esperaba no haber debilitado decisivamente a Ziad quien, después de todo, era un saudita menos (o dos, descontando a Ahmed). No. Creía que podía confiar, a esa altura, en la física feroz del grupo de pares.

Había llegado a la conclusión de que un grupo de pares competitivo en la devoción respecto del suicidio era algo muy poderoso, y Occidente no tenía equivalente. Un grupo de pares para el cual la muerte no era muerte —y la vida tampoco era vida. Sin embargo, una inversión tan extrema, pensó, se volvería rápidamente decadente: hospitales, escuelas, geriátricos, dispensarios.

La transgresión, por su naturaleza misma, era confusa y siempre estaba condenada a escalar. Y la cosa empezaría a acabar en una generación, a medida que lenta e incrédulamente todos lo intuyeran: la razón esencial.

Tal vez el equivalente más cercano que Occidente pudiera exhibir eran los bomberos. Mohamed Atta había estudiado arquitectura e ingeniería. Sabía que el fuego que generarían diez mil galones de combustible de avión no se podía combatir: el marco de acero de la torre se curvaría; las paredes, que no estaban pensadas para soportar peso, se caerían, una sobre otra; y se vendría abajo todo.

No se podría combatir el fuego —pero habría bomberos. Los llamaban «los más valientes», con justicia, en su opinión; y, como los más valientes, asumían cierta responsabilidad. Los bomberos decían, todos los días, ¿Quién hará esto si no lo hacemos nosotros?

Si no lo hacen los más valientes, ¿quién va a arriesgarse a la muerte para salvar la vida de extraños?

Sentado un momento más en la silla de estaño, mientras miraba cómo despertaba el shopping y adquiría vida comercial, llenándose ahora de estadounidenses y de intención y confianza automática estadounidenses, sintió que lo había cronometrado bien. (Y su cara lo había cronometrado bien).

Porque posiblemente no sobreviviría otro día de detestación total, de pan-anatema. Ese sentimiento le resultaba familiar desde la edad de doce o trece años; se había abatido sobre él como una enfermedad sin ningún síntoma. Cairo, Hamburgo, incluso los albores del invierno en Kandahar; todo había sido igual para él. Una burla irreal.

Mohamed Atta sacó la botella de su bolso. El imán dijo que era de Medina. Se encogió de hombros y bebió el Volvic sagrado.

El embarque comenzó con la primera clase. Y, si a Mohamed Atta le hubiera parecido algo divertido alguna vez, tal vez habría sonreído a esto: Wail y Waleed, los hermanos, los dos patanes semianalfabetos de las tierras malas de la frontera yemení, instalándose en sus tronos —2A y 2B. «él iba adelante. Abdulaziz y Satam lo seguían.

Ni siquiera había llegado a su asiento cuanto lo alcanzó. Le vino con una gran pureza de tono, reemplazando todo lo demás en su percepción ampliada. Hasta su dolor de cabeza, sin retirarse del todo, inmediatamente se hizo a un lado, casi con un floreo, para acomodar al nuevo invitado.

Era un sentimiento que lo había abandonado para siempre, él creía, cuatro meses atrás, pero ahora volvía. Con nerviosa prontitud, avanzó el torrente de música enlatada: una balada común, una flauta florida con muchos gorjeos y gracias.

El leitmotiv bien audible se unió al ruido gradual de los motores; sin embargo, ninguno de los dos pudo ahogar el golpe seco, el gemido, el crujido, como de la puerta de una torre en su interior más profundo —la rabia indeciblemente torpe de sus entrañas.

De modo que allí estaba aferrado a los apoyabrazos del 8D mientras pasaban los pasajeros del avión. ¿Por qué tenía que haber tantos, siempre otro portafolios, otra mochila, otro corte a la navaja, y otra cabeza canosa?…

Esperó, se levantó y con una indolencia abrumadora, apretados los muslos, empezó a caminar. Los tres baños decían ocupado. No estaban ocupados, él lo sabía. Mohamed Atta, viajero inquisitivo de los aviones comerciales estadounidenses, sabía que los baños estaban cerrados, como todos los otros baños (era lo usual en las frecuencias ajustadas) y permanecerían cerrados hasta que el avión ganara altura.

Apoyó la mano abierta sobre los tres: nuevamente, la miseria de la recurrencia, de la duplicación. Trató, pero no pudo contener un breve impulso de empujar y patear y protestar. Al regresar al 8D vio que Abdulaziz lo miraba, no con conmiseración, ahora, sino con una desilusión consternada, moviéndose incluso en su asiento para intercambiar un gesto de desaprobación con Satam.

Sujetado a su asiento, Mohamed Atta pudo elaborar la siguiente serie de ideas. Necesitaba el sistema de creencias, la ideología, el ardor. Había que tenerlo. La razón esencial bastaba para la mente. Pero no podía arrastrar al cuerpo.

Se daba cuenta de que a los otros les estaba ofreciendo una detallada encarnación de un hombre que había perdido el coraje. Pero él no había perdido el coraje. Aún antes de que el avión diera su salto preliminar sintió el tirón, con alivio, con reconocimiento: la velocidad de escape que necesitaba para entregarse al fin de su viaje.

El American 11 se alejó de la Puerta 32, Terminal B, a las 7:40. Estaban el capitán y el primer oficial; había nueve auxiliares y 76 pasajeros, sin contar a Wail, Waleed, Satam, Abdulaziz y Mohamed Atta.

Entonces se obligó a hacer lo que siempre había tenido la intención de hacer, durante el ascenso. Tenía una memoria lista y un experimento pensado. Quería prepararse para abrir la carne femenina; quería prepararse para lo que pronto le estaría pasando a la garganta de la azafata —a la que podía ver, en su asiento eyectable, con la cabeza inclinada, una lapicera en la mano y una planilla en la falda.

En el 2000, su boleto de regreso de Afganistán lo había puesto en un vuelo de Iberia desde los Emiratos Arabes Unidos hasta Madrid. El avión acababa de nivelarse cuando tomó conciencia de un altercado en la parte posterior de la cabina.

Girando en su asiento, vio que aproximadamente unos quince o dieciséis hombres, con turbante y túnicas blancas, se habían juntado en el pasillo y luego se habían echado al piso, encorvados en oración. Se podían oír las protestas monótonas y derrotadas del auxiliar de vuelo al retirarse, «Por favor, señores. Es ilegal. Señores, ¡por favor!»

A los pocos minutos, entró el capitán en la cabina, diciendo en español, inglés y árabe del golfo que si los pasajeros no regresaban a sus asientos lo más probable era que retornara a Dubai.

Entonces apareció ella. Hasta Mohamed Atta admitió una vez que era la hembra oscura en su forma más cochinamente voluptuosa: alta, de cuello largo, ella también aerodinámica y de líneas elegantes, con el cabello como un cartel de mousse de chocolate, y toda esa carne, húmeda y resplandeciente como de fiebre o incluso lujuria.

Se detuvo y giró los ojos de una manera que arrastró a toda la cabeza, luego avanzó con grandes movimientos de las manos hacia derecha e izquierda, gritando: «¡Vamos arriba, coño!» (en español en el original) Y los hombres de rodillas tuvieron que mirar hacia ese serafín de pecho, caderas y poder uniformado, y levantarse y fruncir el entrecejo y lentamente volver a sus asientos.

Mohamed Atta no había sentido otra cosa que desprecio por los hombres inclinados sobre la alfombra estampada, pero nunca olvidaría la cara de la azafata —la cara de derecho incuestionable— y cómo había querido lesionarlo.

Y sin embargo, no, no funcionaría. Para él, la combinación, vista de cerca, era totalmente inmanejable: la combinación de mujeres y sangre. Hasta el momento, pensó, éste es el peor día de mi vida, probablemente el peor día.

En su cabeza, la agotadora lucha entre los gusanos había terminado; uno estaba muriendo, y ahora estaba siendo asquerosamente comido por el otro. Y su ingle, entre ellos; estaban logrando para él algo muy cercano a la sensación de la violación anal. Hasta ese instante, había sido el peor día de su vida.

Pero en realidad todos los días eran el peor día, porque cada día era el día más reciente, y el más desarrollado, el más avanzado (con todos los otros días atrás) hacia el pan-anatema.

El avión volaba a toda velocidad. Esperaba la orden. Sería dada por el capitán, cuando apagara el cartel referido a los cinturones de seguridad.

«Tenemos algunos aviones», dijo fríamente Mohamed Atta. «Solo quédense quietos y estarán bien. Estamos volviendo al aeropuerto. Que nadie se mueva. Todo estará bien. Si tratan de hacer algún movimiento, se pondrán en peligro ustedes y el avión. Simplemente quédense quietos».

Había ingresado en la zona del aturdimiento inexpresable, y fue hasta la cabina de control. Allí en la gruta del herrero loco, había más carne humillada y más sangre, pero dócilmente masculina.

Entonces, desactivó la computadora y se aprestó a volcar por la ley directa. Eran las 8:24. Se rió por primera vez desde la infancia: estaba en el Atlántico del cielo, manejando los controles del arma más grande de la historia.

A las 8:27 hizo un semicírculo en dirección contraria a las agujas del reloj, girando al sur. A las 8:44 inició su descenso.

La razón esencial era naturalmente toda la matanza, toda la ejecución. No la tripulación, no los pasajeros, no los trabajadores de oficinas en las Torres Gemelas, no los encargados de limpieza y de la comida, no los hombres de la N.Y.P.D. (Departamento de Policía de Nueva York), y la F.D.N.Y. (Departamento de Bomberos de Nueva York).

Pensaba en la guerra, las guerras, los ciclos de guerra que derivarían de ese día. «él no creía en el Diablo, como una fuerza activa, pero sí creía en la muerte. La muerte, en determinadas oportunidades, dejaba de moverse a su ritmo parejo y estallaba en una carrera hambrienta, lerda. Allí estaba el derecho primordial. Ya no cuidadosamente custodiado, ya no bien guardado.

Matar era un deleite divino. Y el suicidio era simplemente parte de la contribución que se hacía, la contribución masiva a la muerte. Todas las frialdades y las futilidades volvían a escribirse para llenarse de significado. Eso era lo que se volvía posible cuando se daban vuelta las olas de la vida, cuando se corría con bestias, cuando se volaba con las moscas.

Primero, los tótems menores de Queens, como una línea de defensa para las deidades tutelares de la isla. Cuando llegó hasta la cuadrícula de Manhattan, allí estaba delante de él y a sus pies, eso que llaman Mundo. Diagonales, manzanas, distritos, saltaron debajo de las líneas de velocidad del avión.

Se alegró de no tener que desplomarse en la ciudad, y hasta sintió amor por ella, por todos sus ensanches y sus ensambles. Y no sintió ningún impulso de aumentar la potencia o de inclinarse y golpear más abajo. Lo arrastraba. En ese instante hasta la necesidad de cagar lo hizo sentir bien frente a su destino avanzando hacia él.

Hay muchos relatos, uniformemente incompletos, de lo que es morir lentamente. Pero no hay ningún tipo de información sobre cómo es morir repentina y violentamente. Somos demasiado benévolos cuando describimos esas muertes como instantáneas.

«Los pasajeros murieron instantáneamente». ¿Sí? Tal vez algunos puedan hacerlo, puedan morir instantáneamente. Los muy ancianos, porque las fuerzas vitales son débiles; los muy jóvenes, porque no hay un gran acrecentamiento de la experiencia que deba destrozar.

Mohamed Atta tenía treinta y tres años. A él (y tal vez esto sea así incluso en los casos de vaporización, quizá fue así incluso para las sombras chinescas de Japón) le llevó mucho más que un instante. Para cuando llegó el último segundo, el primer segundo parecía tan lejano como la infancia.

El American 11 se estrelló a las 8:46:40. El cuerpo de Mohamed Atta estaba más allá de toda cura a las 8:46:41, pero su mente, su presencia, necesitó tiempo para apagarse.

El tormento físico —un ataque de pánico en cada nervio, un tumulto de átomos— meramente subrayó las últimas chispas de su cerebro. No eran pensamientos; eran más como series de conclusiones no ignorables, impuestas desde afuera.

Esto era el más allá, después de todo; y era el arreglo de cuentas. Su mente gimió y se topó con lo irreconciliable, una derrota, una auto-anulación. ¿Podía armar la tesis? Por lo tanto —por definición— sí y solo sí. Y entonces la tesis se construyó, sola… La alegría de matar era proporcional al valor de lo destruido. Pero el valor era algo que un asesino nunca podía ver y nunca evaluar. Y allí estaba la alegría que él creía haber sentido —¿dónde estaba ese júbilo, esa comezón, esa picazón vil? Sí, cuán seriamente la había subestimado.

Cuán gravemente había subestimado la vida. A la suya la había odiado y deseado perderla; pero cuánto tiempo le tomaba ausentarse de sí misma— y con qué pesar impotente él la veía irse, imperturbable en su belleza y su poder. Incluso mientras su carne ardía y su sangre hervía, había vida, besando sus huellas digitales. Luego el eco se desvaneció y terminó.

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