Estado de alarma

¿Qué ocurriría si una bomba casera fabricada con explosivos líquidos y camuflada en una botella de Coca-Cola explotara en un avión con 300 pasajeros? Vicente Fernández cuenta en la revista Quo que Jimmie Oxley, profesora de Química de la Universidad de Rhode Island, afirma que no sería muy espectacular:

“No habría una gran bola de fuego, y aunque la cabina se despresurizaría, los pasajeros no serían succionados a través del orificio abierto en el fuselaje. Lo que realmente ocurriría sería más lento, pero también más angustioso para los viajeros”.

El orificio abierto por la explosión aumentaría poco a poco de tamaño, rasgando la estructura del avión hasta que se deshiciera en pedazos, y los pasajeros asistirían impotentes a su horroroso final.

Una escena espeluznante que estuvo cerca de hacerse realidad. Hace tres meses, Scotland Yard abortó una conspiración terrorista para destruir diez aviones con destino a EEUU usando explosivos líquidos; se evitó así que el 11 de julio se convirtiera en otro día negro en la espiral de pánico creciente en la que estamos inmersos.

Porque a todos nos vinieron a la cabeza los más de 3.000 muertos del 11-S en Nueva York, los 191 del 11-M en Madrid, y los casi 200 del 11-J en Bombay. El número 11 se ha convertido en el nuevo símbolo del terror. La alarma se plasma en interminables colas para cruzar los marcos de seguridad de los aeropuertos.

Las estrategias más letales
Para un grupo de intelectuales ha comenzado una nueva era en la que el término terrorismo se queda corto para definir el nivel de pánico al que nos enfrentamos, y personajes como el escritor Martin Amis proponen una nueva denominación… Bienvenidos a la era del ¡horrorismo!

Las amenazas (en este caso, el terrorismo) no son nada nuevo para nuestra sociedad. “Lo novedoso”, afirma el filósofo Jonathan Chaska, “es que el enemigo entra en nuestras casas cada día apor medio de los informativos. El rostro de Bin Laden es tan conocido como el de Brad Pitt. Vemos al monstruo de frente y escuchamos sus mensajes de su propia voz. Conocemos los motivos (reales o inventados) de sus crímenes, muchas personas le comprenden y algunas hasta le justifican”.

Pero para Román Gubern, el éxito de Bin Laden, lo que le ha convertido en fundador de la era del horrorismo, no es tanto la cifra de víctimas cosechadas con sus atentados como la puesta en escena. “Usó uno de los símbolos de la tecnología actual, el avión, para destruir otro de los emblemas de nuestra civilización, el rascacielos”, explica Gubern.

“Aunque hubiera sucedido el milagro de que no hubiera muerto nadie, la acción fue tan espectacular, tan impensable hasta el momento en que sucedió, que nos habría enmudecido de asombro igualmente”.

La consecuencia, según Gubern, es que ahora consideramos a Bin Laden capaz de cualquier cosa. “Si logró destruir el World Trade Center, ¿por qué no va a envenenar las reservas de agua o usar armas atómicas y químicas?”, reflexiona.

Aviones usados como misiles y bombas caseras fabricadas con gel o pasta de dientes. ¿Cuál será la próxima amenaza? “Ese es el problema, que nadie lo sabe”, explica el analista internacional Jonathan Alter.

“Cuando los adelantos de la sociedad moderna se vuelven contra nosotros, las alternativas de defensa son limitadas, mientras que las que sirven para sembrar el caos parecen no tener fin. Ahora el miedo viaja oculto en un tarro de crema facial”.

Tras los atentados del 11-S, el transporte aéreo multiplicó las medidas para la prevención de atentados. Estados Unidos y Reino Unido son los paises que más han gastado en el tema, con una inversión conjunta estimada en cinco mil millones de dólares para blindar los aeropuertos.

¿Pero sirve para algo?

El pasado mes de marzo, NBC News reveló un informe de la CIA según el cual varios agentes del Gobierno pusieron en evidencia la ineficacia de estas medidas: lograron pasar de contrabando materiales para fabricar explosivos caseros; los investigadores burlaron los controles de seguridad de 21 aeropuertos diferentes.

“Los materiales prohibidos eran parecidos a los que querían usar los terroristas en el aeropuerto de Londres, pero nadie tomó medidas hasta la conspiración de Heathrow”, se queja Irwin Redlener, director del Centro Nacional para la Prevención de Desastres de Columbia. “Igual que a nadie se le ocurrió revisar los zapatos de los viajeros hasta que Richard Reid camufló una bomba en su calzado en 2002. Los terroristas van siempre varios pasos por delante de nosotros”.

Pero hay otro problema añadido: la carga aérea. Cuando los pasajeros ya han vaciado sus bolsillos en el control de seguridad y se han visto obligados a desprenderse de sus botellas de agua y latas de refrescos, imaginan que las mercancías que viajan a bordo del avión también han sido sometidas a un proceso de revisión similar.

Pero están muy equivocados. Las aerolíneas de pasajeros transportan al año más de cuatro mil millones de toneladas de mercancía comercial, y no poseen máquinas que puedan inspeccionar las diversas formas y contenidos de tantos paquetes. De hecho, solo puede revisarse un 7% de dichos cargamentos, que se elige de forma aleatoria.

“Con respecto al problema de la carga, se puede decir que lo único que pueden hacer las autoridades es rezar para que no pase nada”, explica Redlener. “Realmente, la seguridad en el mundo moderno depende de la fe.”

El poder crea monstruos
La seguridad total no existe. Pese a ello, nuestra sociedad sigue tratando de blindarse. Así, una ciudad como Madrid tiene ya más de cien mil cámaras para la vigilancia urbana; 4.500 de ellas instaladas en la terminal T4 del aeropuerto de Barajas. Y algunos paises, como Estados Unidos, van muchísimo más lejos, promulgando normas que permiten realizar escuchas telefónicas o interceptar los correos de internet sin autorización judicial.

Medidas que sirven a algunos pensadores, como el polémico Noam Chomsky, para afirmar que el mayor beneficiario de que el pánico se perpetúe es el poder institucional.

“Todos los dictadores han usado el miedo para controlar a la población, pero ahora son los gobiernos democráticos los que manipulan nuestros temores, para cortar las libertades”, afirma Chomsky.

Es imposible saber quién fue el primero que descubrió el potencial manipulador del pánico, pero ya en 470 a. C. Esquilo explicó en Las Euménides que el terror era el arma más eficaz para educar a los niños. Decía que los pequeños estaban dominados por el hibris, una tendencia innata a la desobediencia, y que la única forma de inculcarles el respeto por el orden era asustándoles con la amenaza de terrores ominosos. Como Lamia la devoradora, criatura que bebía la sangre de los niños desobedientes.

Posteriormente, en 1651 Thomas Hobbes se convirtió en el primer “teórico del pánico”. El filósofo decía: “El miedo y yo nacimos gemelos”; y no le faltaba razón, ya que nació de forma prematura a causa del ataque de pavor que sufrió su madre al enterarse de que la Armada Invencible se acercaba a las costas británicas.

Hobbes consideraba que el miedo era el pilar sobre el que se sustentaba la organización social. “El terror es la fuerza que hace que el hombre abandone la vida solitaria y le empuja hacia la sociedad política”, afirmaba el filósofo.

Forzando las teorías de Hobbes, lo que Chomsky y sus discípulos plantean es que el 11-S y toda la espiral de acontecimientos posteriores ha sido una excusa para que los estados occidentales decreten un estado de excepción permanente. Pero contra esta idea reaccionan otros intelectuales; como Martin Amis, para quien la actitud de Chomsky contribuye a acrecentar aún más el nivel de horrorismo.

“El Estado nos dice que temamos al terrorista, pero gente de prestigio nos dice que temamos también al Estado”, explica el novelista. “Es la paranoia total, y el ciudadano tiene cada vez más la sensación de estar solo”, afirma el novelista.

Tres grandes maestros del horror mediático
En el fondo, Bin Laden es un discípulo aventajado de Gengis Kan y de Carlos “el Chacal”. En 1214, el caudillo mongol conquistó China masacrando sin piedad a los habitantes de varias ciudades y dejando escapar solo a unos pocos, que contaban el relato de sus atrocidades.

Así, ya no tuvo que luchar más: sus rivales se rendían con solo oír su nombre. De modo similar, Carlos, el terrorista más buscado de los años 70 y 80, únicamente necesitó un golpe perfecto (el secuestro en 1975 de 11 ministros de la OPEP, nueve de los cuales murieron) para que varios gobiernos aceptaran sus chantajes, aunque sus acciones posteriores fracasaran.

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