La Asociación de Víctimas del Terrorismo se plantó este sábado ante la madrileña cárcel de Soto del Real para reiterarle al Gobierno Zapatero su clara oposición al acercamiento de presos de ETA al País Vasco y mostrar la «verdadera» cara de los terroristas.
Para desenmascararlos «internacionalmente», los asistentes portaban pancartas con los rostros de «esos presos asesinos», cuyas fotografías «cada día son paseadas impunemente por las calles del País Vasco» como si fuesen «héroes», y exhibieron el historial delictivo de los etarras.
Esta concentración es la segunda cita que convoca la AVT desde el fin del verano tras la manifestación de Sevilla del pasado sábado, en la que denunciaban «la política de rendición» que lleva a cabo el Gobierno Zapatero en el proceso del fin del «proceso de paz«.
Pero, por si la iniciativa faltaba de tirón, la AVT ha optado no sólo por mostrar las fotografías de los encarcelados sino que además ha incluido en las pancartas el historial delictivo de los terroristas en lo que, según la asociación, es un medio de mostrar «internacionalmente la verdadera cara de los asesinos de nuestros familiares«.
El colectivo quiere recordar al Ejecutivo socialista que el acercamiento de presos a las cárceles vascas supondría «ceder a su chantaje» y «pagar un precio político» ya que, según el presidente, «ya son muchas las personas que han sido secuestradas y asesinadas por esta política de presión».
Sobre la evidente indiferencia hacia las víctimas del terrorismo y hacia su dolor, escribía en ABC, este domingo, Ignacio Camacho una columna titulada «Paz sin justicia«, de la que reproducimos un fragmento:
Desde su lúcida soledad de cascarrabias, Ramiro Pinilla ha celebrado el Nacional de Literatura con una impecable requisitoria moral sobre el terrorismo: «Me duelen los 900 crímenes y la actitud de medio País Vasco mirando a otro lado».
Con un certero hachazo de aizkolari, el viejo novelista del drama pétreo de los valles del Norte ha levantado astillas en el tronco carcomido de una sociedad enferma, sin cuya silenciosa anuencia cómplice no se explica la longevidad de la carnicería.
Recuerdo muy bien una escena de la campaña electoral de 2001. ETA acababa de asesinar a un dirigente del PP en Zaragoza, y en una plomiza tarde bilbaína se concentraban en la Plaza Moyúa los habituales de la resistencia: Ibarrola, Vidal de Nicolás, Savater, la gente del Foro de Ermua y de Basta Ya.
Un puñado de personas decentes aguantaba la mirada indiferente de los transeúntes del centro junto a una boca de Metro diseñada por Norman Foster. Pasaron dos señoras bien vestidas, fenotipo gemelo de la apacible burguesía que merienda en el barrio de Salamanca, en Los Remedios o en Sant Gervasi.
Miraron al grupo estoico con el mismo desapego displicente que el resto de los viandantes, y una le transmitió a la otra el diagnóstico de la situación: «Ya están ahí los de siempre».
Los de siempre eran esas docenas de ciudadanos honrados que no se resignan ante la rutina del crimen.