La casa común

Escribe Florentino Portero que unos años cuando teníamos que hablar de Rusia a menudo recurríamos a la vieja expresión «enfermo europeo». Un país muy extenso, poco poblado, que, a pesar de reiterados intentos de modernización, no acababa de incorporarse a las tendencias europeas. La Rusia postcomunista de Yeltsin recordaba en algunos aspectos la decadencia del zarismo. Hoy, sin embargo, la imagen es bien distinta, aunque los rasgos del pasado siguen muy presentes.

Yeltsin entregó el poder a uno de sus hombres de confianza, Putin, un antiguo agente del KGB. Ya en el poder el nuevo presidente se rodeó de antiguos compañeros en el servicio de inteligencia y se dispuso a sacar al país del atolladero al que le habían llevado la crisis del modelo soviético bajo Gorbachov y la corrupción e incompetencia de los años de su mentor político. Putin no fue nada original.

Comenzó a aplicar lo que había estudiado y practicado en el KGB en los buenos viejos tiempos de Andropov: la fortaleza de Rusia depende de la existencia de un poder centralizado y de aislar a Europa de Estados Unidos.

La democracia o la dispersión del poder sólo generan debilidad, de la que se aprovechan los enemigos del país. Los cuantiosos recursos de Europa estarán a disposición de Rusia si se rompe el vínculo con Estados Unidos, porque en su desunión, debilidad y falta de disposición para luchar por su independencia acabarán aceptando un modelo de finlandización.

Rusia es mucho más pequeña que la Unión Soviética de Andropov. Pero la situación no es irreversible. Poco a poco, la presión aumenta sobre las antiguas repúblicas soviéticas para que acepten de nuevo una soberanía limitada, para que renuncien a sus vínculos con Occidente y, muy especialmente, con Estados Unidos.

Putin ha puesto orden y ha devuelto un cierto prestigio al gobierno ante la sociedad. Al mismo tiempo las libertades se han reducido, la democracia está en regresión, los empresarios incómodos en la cárcel o huidos fuera del país, los periodistas que no entienden las reglas del juego son asesinados. Los precios de la energía han aportado liquidez y Rusia ha pasado de ser un estado endeudado a otro en condiciones de invertir. No es más eficaz, pero sí más rico.

Europa no debe ignorar la realidad. No podemos quedarnos de brazos cruzados ante injerencias como las ocurridas en Ucrania o Georgia. No podemos mantenernos en silencio ante la destrucción sistemática de las instituciones democráticas en Rusia y el asesinato de ciudadanos por el mero hecho de ejercer sus libertades.

No podemos aceptar una dependencia energética que nos hará vulnerables al chantaje y a la «finlandización», como de hecho ya le ha ocurrido a Ucrania. Si callamos y cedemos estaremos renunciando a nuestros propios valores, a ser Europa.

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