Cuenta Alfonso Rojo en ABC que se lo escuchó a una vez a Robert de Niro, cuando él vivía en Nueva York y el actor acababa de rodar «El cabo del miedo».
Dice Rojo, que estaba a mitad de la entrevista, en la cafetería del Hotel Plaza– en aquellos días de 1991 iban a ejecutar en Texas a un facineroso que doce años antes había matado a la cajera de un supermercado clavándole un bolígrafo en el oído y había bastante revuelo- y confiesa que esperaba que De Niro echase mano de una de esas evasivas políticamente correctas a las que tan aficionados son las estrellas de la farándula, pero no fue así:
De Niro me miró muy fijo y masculló: «No estoy a favor de la pena de muerte, pero creo que algunos la merecen».
Rara es la semana que no me acuerdo de la frase. Se puede estar en contra de la pena capital y casi todos dicen estarlo, alegando que se pueden cometer errores irreparables o que sería inmoral comerse al caníbal.
Pero vamos al grano y hablemos de los malvados.
¿Es justa la condena a muerte contra Sadam Husein? Creo que sí y en eso coincido con el ex presidente Aznar, quien al igual que De Niro hace un quiebro, suelta que no es partidario de la pena máxima y concluye que el ex dictador iraquí tiene «suficientes culpas para pagarlas de esa manera».
A Sadam nunca le tembló la mano. Los cadáveres de esos 148 civiles chiíes por los que el tribunal de Bagdad ordena que se le ahorque, son una gota en el mar de sangre que llenaron sus veinticinco años en el poder.
¿Merece vivir un tipo que gaseaba niños y mujeres? ¿Un sátrapa que hizo colgar a sus yernos por la cuencas de los ojos y en ganchos de carnicero? ¿Un tirano que ordenó enterrar vivos en la arenas de Babilonia a miles y miles de estudiantes?
Y hablamos de Sadam, pero podríamos hacerlo de otros, que en lugar de urdir fechorías en Mesopotamia, las perpetraron aquí.
¿Sería injusto fusilar a quien asesina a veinticinco inocentes? ¿Al que se vanagloria de sus atrocidades y afirma que su alegría es el dolor de los hijos de sus víctimas?
Creo, sinceramente, que no.